María Antonieta, icono de la moda eterna: la exposición del V&A que explica su legado estético
Exposiciones
Hasta el 22 de marzo, el Victoria and Albert Museum de Londres rastrea la huella estética de una reina que se adelantó a las ‘influencers’

Fotograma de la película ‘María Antonieta’, de Sofia Coppola
Un año antes de la boda entre María Antonieta de Austria y el delfín de Francia, el futuro Luis XVI, el embajador de Viena en Versalles, Claude Florimond, conde de Mercy-Argenteau, escribió a la emperatriz María Teresa de Austria, madre de la novia, para asesorarla sobre el ajuar de la pequeña archiduquesa. La recomendación del diplomático era clara: ropa, la justa; joyas, cuantas más mejor, en especial diamantes y oro, por ser estos los únicos efectos personales invulnerables al saqueo de los cortesanos, y, por tanto, los únicos activos que la archiduquesa podría conservar. No le faltaba razón.
Era costumbre en Versalles renovar el guardarropa de la reina con cierta frecuencia. Los carísimos damascos y terciopelos se repartían, con protocolaria exactitud, entre sus damas según su rango y alcurnia. Eran, pues, posesiones volátiles. Las joyas, en cambio, custodiadas por el joyero, eran su patrimonio personal, y podría recurrir a ellas en cualquier crisis futura. Si Mercy-Argenteau hubiera podido viajar en el tiempo y escuchar a Marilyn Monroe cantar Diamonds are a girl’s best friend (los diamantes son el mejor amigo de una chica), seguramente habría estado de acuerdo.
El consejo del veterano diplomático fue tan premonitorio como, a la postre, inútil. En 1791, ya prisionera en las Tullerías, la reina entregó algunas de sus alhajas en secreto a este viejo aliado, como parte de un plan para huir del país junto a su esposo y sus hijos. Sin embargo, la fuga, como es bien sabido, fue un fiasco, y ambos monarcas acabaron sus días en la guillotina. A las joyas se les perdió el rastro hasta 2018, cuando algunas reaparecieron, inesperadamente, en una subasta de la casa Sotheby’s.
La moda como arma
En cualquier caso, todo el reinado de la infortunada María Antonieta podría describirse como un pulso con la corte para no ser devorada por Versalles. Y en ese pulso, la indumentaria tuvo un papel esencial. Con todas las miradas, a menudo hostiles, puestas en ella, la joven reina usó su pasión por la moda y la decoración para dejar bien claro que, a diferencia de su antecesora, María Leszczynska, no iba a contentarse con parir herederos y pasar desapercibida. No era una intelectual ni estaba dotada para la política, pero halló otras formas de ejercer influencia y, sobre todo, de afianzar su independencia.
Los diamantes que cubrieron su espectacular vestido de novia fueron solo el primer paso. Cuando accedió al trono, con tan solo dieciocho años de edad, había dos puestos de primera dama vacantes en Versalles: el de reina y el de favorita real. Ella ocupó los dos.

Arbitrar la moda, patrocinar artistas y liderar las diversiones cortesanas había sido tarea de madame de Pompadour o madame du Barry en el último reinado. Una tarea que a la pizpireta adolescente le parecía mucho más atractiva que la mera representación institucional y que, además, la hacía más accesible a la nueva y pujante clase burguesa. La desventaja de este enfoque es que, si antes se señalaba a las favoritas como culpables de cualquier exceso real o de cualquier política impopular, ahora era la reina quien se exponía como cabeza de turco.
Los pesadísimos trajes de corte formales, con sus inmensos miriñaques, sus corsés extremadamente rígidos, sus largas colas y sus aparatosos brocados, cayeron en desuso en cuanto la reina consiguió de Luis XVI que dejaran de ser preceptivos. En su lugar, la joven promocionó estilos más ligeros, con sedas más sencillas y faldas más estrechas, como los trajes a la francesa, a la polaca o a la inglesa. En la década de 1780, se atrevió incluso con los pierrots, un estilo abiertamente burgués.
Fue en los trajes de baile y en los disfraces de máscaras donde, de la mano de su estilista personal, madame Bertin, y de su peluquero, monsieur Léonard, volcó la imaginación y la pasión por el exceso que le darían su fama de frívola, sobre todo en sus primeros años.

Íntima simplicidad
Sin embargo, en el día a día, María Antonieta se fue inclinando hacia la simplicidad. Su verdadero legado estilístico no fueron los inmensos pelucones de las mascaradas, sino los estampados florales delicados, las cortinas de cretona, las muselinas de algodón y la predilección por los tonos pastel y los blancos luminosos con los que decoró sus aposentos en Versalles y su refugio, el palacete del Trianon.
Le interesaban algunos aspectos de la Ilustración, como la nostalgia de Jean-Jacques Rousseau por la sencillez rural, y anhelaba la intimidad de la que disfrutaban sus amigas de no tan alta cuna. Fue la primera reina francesa que amamantó personalmente a sus hijos. En realidad, su dormitorio ceremonial era pura fachada. Por una puerta lateral se accedía a sus verdaderos aposentos, donde solo sus íntimas podían entrar.
Este anhelo de autenticidad creó una paradoja imposible. Los fabricantes de sedas de Lyon se quejaron a Luis XVI de las nuevas tendencias auspiciadas por la reina. La falta de pompa y lustre de Versalles estaba dañando sus ventas en toda Europa. Pero el pueblo, asfixiado por impuestos y hambrunas, no lo veía así. El bulo de un extravagante collar de diamantes, que la reina jamás encargó, acabó de hundir su reputación.
Habría que esperar a los homenajes de Victoria Eugenia, gran fan de María Antonieta, o de modistas de la era art déco como Jeanne Lanvin, para recuperar el espíritu elegante y delicado de la verdadera María Antonieta. A principios del siglo XXI, la biografía de Antonia Fraser y el biopic de Sofia Coppola arrojaron luz sobre una figura largamente distorsionada. El dispendio monárquico era excesivo, sí, pero no tanto por culpa de aquella corte irresponsable, que representaba un 6% del presupuesto, como por la inversión militar.

Durante la primavera de 1789, poco antes de la toma de la Bastilla, una delegación de representantes de los Estados Generales pidió visitar el palacio de Trianon, supuesto centro de orgiásticos festines. Les sorprendió su reducido tamaño y relativa modestia. Era elegante, sin duda, pero en absoluto opulento. En vano buscaron las columnatas cuajadas de rubíes y zafiros de las que hablaba la prensa. Eran, como aquella monarquía decadente, tan solo un espejismo.
Marie Antoinette Style
V&A South Kensington
Londres

