Bayas, o Baiae Thermarum, como se conocía formalmente, estaba ubicada en la región de Campania, cerca de otros centros termales como Puteoli (hoy Pozzuoli) y Cumae. Su secreto no era únicamente arquitectónico, sino geológico: una combinación exquisita de fuentes termales naturales, actividad volcánica subterránea –cortesía del campo volcánico de los Campos Flégreos– y vistas de postal al mar Tirreno. Añádase un clima suave, brisas aromáticas y un vecindario compuesto por senadores, poetas y emperadores…, y el resultado era inevitable.
Ya desde el siglo II a. C., Bayas se convirtió en el destino predilecto de la aristocracia romana. No por casualidad, fue residencia de personalidades como Cicerón, Pompeyo, Julio César y, más tarde, Nerón y Calígula. Todos encontraron en Bayas algo que Roma no podía ofrecerles: una tregua del deber. Una ciudad donde el placer no era un desliz, sino una institución. Donde el descanso era poder.
El primer viaje al paraíso
Los romanos inventaron muchas cosas –las cloacas, el cemento, la burocracia y los senadores escandalosos–, pero también inventaron los resorts. Y Bayas fue su obra maestra. No por sus columnatas ni por sus mosaicos, aunque eran espléndidos, sino por el concepto. Bayas no era una ciudad: era una suspensión de la realidad. Un espacio donde la moral, la política y el calendario se disolvían lentamente.

Restos de un complejo termal en la antigua ciudad romana de Bayas, o Baiae
Y todo comenzaba con un viaje. Un senador cansado, pongamos, después de una temporada demasiado intensa en el Foro, abandonaba Roma con un único pensamiento: descansar. Nada de legiones, informes ni discursos sobre la virtud republicana. Solo deseaba llegar a la costa de Campania, cambiar el mármol por la arena, el bronce por el bronceado, y que sus esclavos se encargaran del resto.
Al llegar, aún con cierto aire de dignidad oficial, ya le ofrecían vino. Desde las terrazas de las villas se oía música. Al fondo, una procesión de sacerdotisas danzaba entre vapores. Y más allá, en una domus imperial con vistas al mar, alguien –importante, sin duda– decidía entre un masaje con aceite de oliva y una cita con la filosofía epicúrea. Bayas no era solo descanso: era reinvención.
Capital del placer imperial
Mucho antes de que Cancún fuera la nueva Meca o Dubái se transformara en pecera de lujo, Bayas ya había comprendido lo esencial: el descanso no es un capricho, sino una necesidad política. Y el placer, si se administra con estilo, puede ser una forma sutil de poder.

Parte del mosaico descubierto bajo el mar por los arqueólogos en la ciudad de Baiae
No es casual que los emperadores más controvertidos se sintieran como en casa allí. Nerón tenía una villa. Calígula otra. Incluso Cleopatra –decían los cronistas con un brillo en la mirada– pasó por Bayas tras la muerte de César, buscando aguas más cálidas que las del Nilo. Julia Agripina, madre de Nerón, eligió Bayas como escenario de una cena en la que su marido, Claudio, acabó “indispuesto”. En Bayas, la historia no se escribía: se cocía a fuego lento, entre vapores y rumores.
La ética del baño caliente
No era de extrañar que Séneca, paladín del estoicismo, le tuviera fobia. “Bayas es un lugar que debe evitarse”, escribió con gesto severo. Criticaba las orquestas en los barcos, los cuerpos dorados por el sol, los excesos que convertían el ocio en liturgia. Pero incluso él, en su sobriedad, comprendía el magnetismo del lugar. Bayas no fingía: era una ciudad consagrada al placer, como si alguien hubiera transformado los escritos de Epicuro en un manual de urbanismo.
Eso sí: el hedonismo romano era, como todo lo romano, sistemático. Las termas estaban organizadas como una secuencia del alma: frigidarium, tepidarium, caldarium. Uno se purificaba, se calentaba, se sumergía. Salía del agua más ligero, con la piel tersa y, con suerte, habiendo tomado una decisión vital. Había templos a Venus, claro, pero también a Mercurio y a Diana. Porque el placer no era solo sensual: era medicinal, espiritual, filosófico.
Bayas era el spa más sofisticado del mundo antiguo. Y quizá el más peligroso. Con la decadencia del Imperio, Bayas se apagó. Las invasiones bárbaras, los cambios en el gusto, la lenta caída de Roma hicieron que el gran resort del mundo clásico quedara abandonado. Y luego, la tierra se movió.
En los años cuarenta del siglo XX, pescadores locales comenzaron a notar algo extraño en la costa: edificios bajo el agua. Dos décadas después, los estudios arqueológicos confirmaron la causa: el suelo volcánico de la zona había sufrido bradisismo, un fenómeno geológico que hizo que la tierra se hundiera lentamente durante siglos, sumergiendo gran parte de la ciudad.

Estatua sumergida en el Parque Arqueológico de Bayas
Hoy, Bayas es un parque arqueológico submarino. Columnas, esculturas, mosaicos intactos y villas sumergidas se pueden explorar con neopreno, bombona de oxígeno y cierta reverencia. Pocas ruinas invitan tanto a soñar. Es el único resort del mundo que yace bajo el mar: símbolo perfecto de lo efímero del lujo.
La memoria del placer
Pero aunque Bayas desapareció físicamente, su espíritu nunca murió del todo. En la Edad Media, el placer cayó en desgracia. Se desconfiaba del cuerpo, del baño, del descanso. La higiene se asociaba a la vanidad. Sin embargo, como todas las herejías irresistibles, Bayas sobrevivió en la memoria. Petrarca, en el siglo XIV, caminó entre sus ruinas con melancolía y fascinación. Le atraían sus aguas curativas, sus muros vencidos, su recuerdo de una vida plena.
Con el Renacimiento volvió el agua. Las élites redescubrieron los balnearios: primero como tratamiento, luego como experiencia. Karlovy Vary, Baden-Baden, Bath. Las nuevas ciudades termales eran hijas cultas de Bayas. Más clínicas y con un aura más recatada, pero con el mismo anhelo de descanso ritual.

Vista de la piscina principal (“Gran Baño”) del balneario romano, Aqua Sulis, Bath, Inglaterra, construida entre los siglos I y V d. C.
En el siglo XIX, los trenes y los médicos con barba dieron paso a los sanatorios. En 1924, Thomas Mann presentó La montaña mágica, que contaba como protagonista con el Berghof, un sanatorio con vistas a los Alpes basado en el Wald. Lo convirtió en símbolo de una Europa que necesitaba sanar el cuerpo y el alma.
Y entonces llegó la Segunda Guerra Mundial, que dejó a Europa exhausta. Y el placer volvió a ser, otra vez, una necesidad colectiva. Fuera de las aguas medicinales, se aspiraba a algo más. Así, en 1950, Gérard Blitz, un gimnasta belga con alma de comerciante de utopías, fundó el primer Club Méditerranée en Alcúdia, Mallorca. Un sitio, a primera vista, peculiar: cabañas de paja, comidas comunitarias, pero en una playa; recordaba al concepto de ciudades de quince minutos, aunque, en este caso, de dos pasos. La revolución del ocio comenzaba.

Postal del Club Med de Cefalú en 1961
El “todo incluido” era la versión democrática de Bayas. Ya no reservado a emperadores: ahora también para la clase media. Mojitos en lugar de vino especiado. Animadores en lugar de sacerdotisas. Chanclas en lugar de sandalias de cuero. Pero el mismo principio: una semana sin tiempo ni historia.
El espejo y el deseo
Y como en tiempos romanos, también surgieron las críticas razonables. Los resorts modernos pueden, como Bayas, convertirse en burbujas desconectadas del entorno. Sitios donde, a priori, se consumen recursos, pero no de la localidad, sino del mismo establecimiento; se privatizan playas, a veces directamente se cierran; en definitiva, se crean micromundos artificiales. En Gambia, el gobierno intentó limitarlos. En el Caribe, hay costas enteras vetadas a los locales. En Canarias, trabajadores denuncian sueldos mínimos y contratos eternos para sostener el ocio ajeno.
La historia se repite, aunque ahora con pulsera de colores. Y sin embargo, aunque sean infiernos para algunos, algo de Bayas se sigue percibiendo como necesario. El deseo de detener el tiempo, de entregarse al ocio sin culpa, de flotar en agua caliente como si fuera un bautismo laico. Eso no ha cambiado.
Porque, en el fondo, un resort no es un lugar. Es una idea de válvula de escape. Un pequeño paréntesis donde recordamos que necesitamos descanso, y que hay sabiduría en una hora de silencio termal.
Y quizá, mientras uno flota en esa piscina sin borde, con una bebida absurda en la mano y el sol acariciando los párpados, un pensamiento cruce la mente: que todo esto ya lo vivieron otros. Que Bayas, hundida y gloriosa, nunca murió del todo. Sigue viva cada vez que alguien se olvida del mundo durante una semana.