Esta es una historia de aventuras a lo Jules Verne. En ella encontraremos intrépidos aventureros que fueron más allá del mundo conocido. Nos toparemos con pueblos misteriosos que viven en cuevas y con civilizaciones ancestrales ocultas en territorios indómitos. Y, por supuesto, descubriremos criaturas que parecen inventadas, espacios más allá de lo salvaje y un inmenso mapa vacío que rellenar.
Pero esta es también la historia de un imposible, porque cuenta cómo los romanos, contrariamente a lo que suele creerse, no consideraron las interminables arenas del Sahara una frontera insalvable, sino un desafiante obstáculo que lograron superar para llegar a tierras que no empezarían a ser reales para muchos hasta mucho tiempo después, ya en el siglo XIX, durante la gran era de la exploración africana.
Cuando África fue Etiopía
Como potencia mediterránea emergente, Roma empezó a interesarse por el continente africano durante sus choques con Cartago. Después de que Aníbal estuviera a punto de derribar la República, buena parte de los romanos consideraron evidente que había que tener un ojo, un pie y muchos soldados en los territorios que durante siglos controló su clásico adversario.
Así, paso a paso, desde el siglo II a. C. en adelante, los romanos fueron anexionándose lo que antes eran Numidia, Mauritania o la propia Cartago, ya fuera mediante la figura del reino clientelar o la de la provincia. Un desembarco lento, pero constante, que hizo que, aparte de controlar la región, los romanos lograsen explotar sus recursos y reclutar a sus valiosos soldados, como fue el caso de los famosos jinetes númidas.
Restos de las Termas de Antonino en Cartago.
Más lejos, en el este, estaba Egipto, el gran país gobernado por los Ptolomeos, herederos de uno de los generales de Alejandro Magno, hasta que Roma empezó a interesarse por sus buenas cosechas. Estas resultarían esenciales para la supervivencia del Imperio después de que Augusto derrotase a Marco Antonio y Cleopatra en la batalla de Accio, en el año 31 a. C., momento tras el cual Egipto pasó a estar bajo control total de Roma.
Con aquella conquista, Roma dominó una franja de territorio que iba desde el actual Marruecos hasta Egipto. Una superficie a la que los romanos llamaron África, bautizando el resto del continente como Etiopía, tal y como recogen autores clásicos como Plinio el Viejo o Séneca.
Guerra y capitalismo
Aquella “Etiopía” era para muchos romanos un territorio mítico, de donde procedían exóticos esclavos de color y leyendas sobre gentes que habitaban en cuevas en lo más profundo de oscuros bosques. Pero Etiopía era también un territorio conocido para los más avisados, pues los romanos no dejaban de ser los seguidores de los griegos en el continente, y, al convertirse en gran potencia del momento, chocaron, por ejemplo, con aquellos “etíopes” que habitaban junto a la frontera del sur de Egipto.
Sabemos que allí se desarrollaron diversas operaciones militares y diplomáticas a partir de la llegada de Augusto, que también tomó la antigua frontera ptolemaica, conocida como Dodekaschoinos. Se trataba de una posición reorganizada por los romanos tras la caída de Cleopatra que comprendía territorios egipcios y nubios, lo que implica que soldados romanos estaban asentados a finales del siglo I a. C. en el norte de Sudán.
En ese país, los arqueólogos han encontrado un rastro de monedas que los ha llevado mucho más al sur, hasta localizar piezas romanas en República Democrática del Congo, Uganda o Kenia, si bien, en el caso de estos tres países, los restos numismáticos datan de la época de Trajano, extendiéndose hasta la de Diocleciano, ya en el siglo III d. C., cuando el Dodekaschoinos fue abandonado.
Pero, más allá del contacto militar, lo que nos cuentan esas monedas es que Roma tuvo contactos comerciales con pueblos subsaharianos. Y, por lo que sabemos, esos contactos se desarrollaron en el espacio comprendido entre la actual Malí y Uganda. Y es que, pese a sus casi nueve millones y medio de kilómetros cuadrados de hostil desierto, el Sahara era también una ruta comercial que unía el Mediterráneo con el África subsahariana.
Mosaico de la Domus África de El Djem, Túnez
Gracias a estos caminos mercantiles, con parada obligada en determinados oasis, Roma obtuvo marfil en abundancia, o logró de asentamientos situados en Malí productos como esclavos, oro y especias, mientras que los malienses recibían piedras preciosas o telas.
Ni los romanos ni los griegos
El caso de Malí merece una mención aparte, pues, junto a las riberas del Níger, los arqueólogos han constatado que, al menos desde el siglo III a. C., existía una potente cultura de comerciantes en Djenné-Djenno, una antigua urbe en la que se han encontrado cuentas de vidrio griego fabricado antes de que los romanos tomaran Cartago. Evidencias físicas de contactos con un Mediterráneo situado a más de tres mil kilómetros al norte que se repiten en otros yacimientos como el de Dia Shoma, también en Malí, o el de Kissi Mare, situado en Burkina Faso.
Rebajando un tanto el entusiasmo, hay que señalar que en tan tempranos tiempos no eran ni los griegos ni los romanos los que bajaban hasta tan lejanos territorios. Solo lo hacían sus mercancías, desplazadas por intermediarios que unían ambos mundos obteniendo buenas plusvalías. Pero, ya en tiempos de Augusto, los romanos se interesaron en despejar nuevos caminos en el continente por motivos tanto económicos como sangrientos.



