La siesta, un “invento” romano por el que criticaron a los españoles y que hoy hace felices a todos
No solo en verano
Dormir es una necesidad y un placer. Denostada durante mucho tiempo, la costumbre de la siesta ha trascendido las fronteras del Mediterráneo y desde su cuna en Roma ha conquistado a todo el mundo
La siesta se asoció en otros tiempos a una supuesta pereza de los españoles, pero hoy la adoptan en todo tipo de países
Primero fue la Inquisición y, más tarde, la siesta. Puestos a sumar agravios a la leyenda negra española, los países de nuestro entorno, particularmente los anglosajones, cuestionaron hasta no hace tanto ese hábito tan nuestro, atribuyéndole el mal de la improductividad.
Y de mal, nada de nada. La NASA ha calculado que una siesta de veintiséis minutos aumenta el rendimiento laboral en un 34% y el estado de alerta hasta un 54%. En realidad, los beneficios del “sueño después de comer”, como define la Real Academia Española la siesta, no han sido ajenos a los garantes de la ética protestante del trabajo; y, además, tampoco cabe decir que este sea un invento español.
Grandes líderes mundiales como Dwight D. Eisenhower o Winston Churchill se aficionaron a la siesta. Este último lo dejó bien claro en The gathering storm, el primero de los seis volúmenes que dedicó a la Segunda Guerra Mundial: “La naturaleza nunca ha pretendido que la humanidad trabaje desde las ocho de la mañana hasta medianoche sin el refresco del bendito olvido, que, aunque solo dure veinte minutos, basta para renovar todas las fuerzas vitales”.
En su quehacer cotidiano, políticos, artistas y científicos han avalado sus virtudes: la siesta mejora la memoria y el rendimiento y nos hace más creativos. Que se lo digan, si no, a Beethoven, que no perdonaba un descanso tras el almuerzo, aunque no siempre cerrara los ojos. O a los habitantes actuales de la isla griega de Icaria, en el Egeo, agraciados con una esperanza de vida muy alta, quizá por el vino de la tierra o porque “nos despertamos tarde y siempre tomamos siestas”, tal como discurrió uno de sus médicos.
'La siesta', del pintor neerlandés Lawrence Alma-Tadema
Ahora bien, la siesta no siempre gozó de tan buena prensa. En el Liber de arte medendi (1564), el doctor y humanista Cristóbal de Vega anotó que “no conviene dormir después de haber comido (…), pues si no se ha terminado la digestión, ese sueño provocará que los alimentos fluctúen en el estómago”. Su contemporáneo Francisco Núñez de Coria alertó también contra las siestas demasiado prolongadas, que causaban “muchísimos daños” (a saber, “indigestiones de estómago, dolores de cabeza y gravísimas opilaciones de venas”), en línea con el poema medieval Flos medicine, o Regimen sanitatis salernitanum, que incluía un rotundo “evita la siesta”.
La siesta para los antiguos
Con todos sus altibajos, los romanos fueron los primeros que le tomaron el gusto, aunque algunos, como el filósofo Séneca, parecieran hacerlo a regañadientes: “Duermo la siesta lo imprescindible”, aseguró en sus Epístolas morales a Lucilio. Cosas del estoicismo, claro. Lo cierto es que el término proviene de la hora sexta romana –equivalente a nuestras doce del mediodía–, momento en que las gentes hacían un alto en el camino y se echaban un rato.
Lo cuenta el escritor Miguel Ángel Hernández en El don de la siesta (Anagrama, 2020): “A esa hora, el meridies según la división del tiempo natural, los romanos solían interrumpir la jornada para hacer una meridiatio. Una siesta. Una costumbre practicada por los ociosos, pero también por los trabajadores. Un hábito extendido del que Marcial dejó constancia en sus Epigramas”. “La sexta [hora] trae el descanso a los fatigados”, apuntó el poeta bilbilitano.
A partir de ahí, la siesta se institucionalizó con la regla de san Benito, que recomendaba a los monjes descansar y guardar silencio tras la hora sexta entre Pascua y el primero de octubre. La propuesta, que se difundió por todos los monasterios de la orden, perfiló una especie de nuevo tiempo social, más parcelado, aunque sin abolir aún el tiempo natural. Para el medievalista Dom Jean Leclercq, la siesta y el champán fueron las grandes aportaciones de los benedictinos a la civilización.
Ciertamente, y a pesar de su reconocido provecho, el ritmo de vida actual nos ha alejado de ese venturoso interludio, y cerca del 60% de los españoles no cata hoy la siesta. Lejos quedan los días en que la gente dormía seis o siete siestas diarias, como contaba el gran Néstor Luján, para quien “la siesta, lejos de ser antisocial y signo de pueblos perezosos, es, en la época calurosa, una total necesidad”, según desgranó en el artículo Elogio de la siesta.
'La meridienne' o 'La siesta', Vincent van Gogh, 1889-1890
Cuando el sector primario era el motor de la economía, los campos nos traían a las mientes la laxitud bajo el sol del Descanso al mediodía (1866), de Jean-François Millet, o de La siesta (1889-1890), de Vincent van Gogh. La posguerra tras la Guerra Civil fue otro de sus acicates, ya que el pluriempleo demandaba el descanso tras el trabajo matutino para rendir con garantías en el vespertino.
Entonces, siesta y calor podían reconocerse aún como sinónimos. De hecho, el Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, de Joan Coromines, informa de que, además de “sueño que se toma después de comer”, otro de sus significados, hoy en desuso, fue el de “hora del máximo calor”, como comprobamos en estos versos del Arcipreste de Hita: “Buscava casa fría, fuía de la siesta”.
Literatura de la duermevela
“La heroica ciudad dormía la siesta”. ¿Quién no recuerda el principio de una de las grandes novelas del siglo XIX, La Regenta, de Leopoldo Alas, Clarín? Como es lógico, hay mucha literatura en torno a este hábito.
Aristóteles se refirió a los sueños en tres de los tratados de su Parva naturalia (De somno et vigilia, De insomniis y De divinatione per somnum), en los que, entre otros aspectos, analizaba sus aspectos curativos y adivinatorios, primando, eso sí, las facetas fisiológica y psíquica. Cuando Sigmund Freud acometió la empresa de interpretar los sueños, tuvo muy presente al Estagirita por descifrar “algunos de los caracteres de la vida onírica”.
Sigmund Freud
El vínculo entre el sueño y la muerte (“hermanos parecen”, dice el refrán) es tan viejo como el tópico literario del “vita somnium”, que Calderón de la Barca inmortalizó en La vida es sueño. Y si Hamlet nos ilustró sobre el deseo de morir y dormir, Catulo, por el contrario, nos espoleó con su vitalismo; en uno de sus poemas, rogaba a su “dulce Ipsitila” que le invitara a su siesta con el fin de “echar nueve polvos sin parar”.
Ya en el siglo XX, al premio Nobel Camilo José Cela se le ocurrió bautizar la siesta como “yoga ibérico”, abogando por una “de pijama, padrenuestro y orinal”. Esto es, siestas largas, sin urgencias, consejo que no casa demasiado bien con los de los especialistas, que sugieren treguas reparadoras de quince o veinte minutos mejor que esas modorras.
En este sentido, Salvador Dalí era partidario de dormir con una llave, y así lo explicó en Cincuenta secretos de artesanía mágica. El truco consistía en recostarse sobre un sillón con una llave de metal en la mano y un platillo debajo para que, al caer aquella sobre este con el primer signo de agotamiento, lo despertara el ruido. Más que siestas, lo suyo eran microsiestas, y, a juzgar por el inagotable universo onírico que desplegó en sus obras, resultaron de lo más eficaces.
El colombiano Gabriel García Márquez, otro premio Nobel, era muy aficionado a este asueto, y en sus novelas y cuentos no hay personaje que no siga sus pasos. Hasta veintiséis veces aparece la palabra “siesta” en Cien años de soledad, su novela más popular, a veces, con el runrún de un clavicordio de “resonancia fúnebre”.
Vamos a la cama, que hay que descansar
No es casualidad que esta costumbre se haya asociado a los países del sur de Europa e Hispanoamérica, a los del norte de África, Oriente Medio y a gigantes asiáticos como India y China. La geografía hace a los pueblos, y la temperatura no solo influye en nuestro estado de ánimo, sino que nutre nuestra cultura.
Así, el clima tropical samoano explica, por ejemplo, que sus aldeanos bajen las persianas al mediodía y envuelvan sus cabezas con sábanas para “dormir la siesta”, como registró la antropóloga Margaret Mead en su clásico Adolescencia, sexo y cultura en Samoa (1928).
Una persona descansa se “echa una siesta” en un banco
En otros países, como Estados Unidos, su implantación ha sido más tardía, aunque, a juzgar por las estadísticas, últimamente se están desquitando: uno de cada tres estadounidenses reconoce dormirla; y fue en ese país, además, donde el profesor de la Universidad de Boston William Anthony y su esposa, Camille, propusieron declarar el 11 de marzo Día Nacional de la Siesta.
En naciones como Francia, el gobierno ve con buenos ojos introducir espacios en empresas y colegios para compensar la falta de sueño de sus ciudadanos, algo que en Japón no les pilla de nuevas; allí, llaman inemuri a la práctica de quedarse dormido en lugares públicos, mientras se trabaja o se espera el tren en una estación.