Caspar David Friedrich, naturaleza y melancolía en el Met

Arte

El Metropolitan de Nueva York acoge hasta el 11 de mayo la primera gran retrospectiva dedicada en Estados Unidos al más icónico de los románticos alemanes

Fragmento de ‘El caminante sobre el mar de niebla’, Caspar David Friedrich, c. 1817. Hamburger Kunsthalle, préstamo permanente del Stiftung Hamburger Kunstsammlungen

Detalle de ‘El caminante sobre el mar de niebla’, Caspar David Friedrich, c. 1817. Hamburger Kunsthalle, préstamo permanente del Stiftung Hamburger Kunstsammlungen

Elke Walford

Un hombre se yergue, de espaldas, sobre un promontorio rocoso. Ha alcanzado una cumbre, pero no la más alta de todas. Frente a él se elevan nuevas cimas inalcanzables, majestuosas, un abismo de áspera verticalidad, suavizada apenas por una niebla inquieta. El cielo, inmenso, es el único contrapunto de serenidad. Las nubes, indiferentes, flotan sobre su prima, la niebla. El protagonista de la escena es el excursionista que la contempla. 

Os­curo y firme como las rocas, se halla, sin embargo, en un precario equilibrio. Su atuendo y su bastón lo delatan como un caballero, probablemente un turista. No vemos sus ojos, pero le vemos mirar. ¿Se siente sobrecogido por el paisaje? ¿Inspirado, tal vez? Le acompañamos en sus meditaciones, contemplamos el mismo panorama espectacular que él y, sin embargo, no lo contemplamos como él. Nuestra vista, como espectadores del cuadro, oscila entre el paisaje y la figura, adelante y atrás, de lo inmenso a lo individual.

‘El caminante sobre el mar de niebla’, Caspar David Friedrich, c. 1817. Hamburger Kunsthalle, préstamo permanente del Stiftung Hamburger Kunstsammlungen

‘El caminante sobre el mar de niebla’, Caspar David Friedrich, c. 1817. Hamburger Kunsthalle, préstamo permanente del Stiftung Hamburger Kunstsammlungen

Elke Walford

La mirada es la protagonista indiscutible de El caminante sobre el mar de niebla, quizá la obra más famosa, reproducida, recreada e incluso parodiada de Caspar David Friedrich. Tan icónica es, tan trilla­da está, que es preciso redescubrirla, aprender a mirarla de nuevo, para recuperar la esencial ambigüedad con la que se pintó en 1817. 

Para empezar, no representa un paisaje real. Quien quiera hacerse una selfie emulando al misterioso caballero lo tiene crudo. Friedrich basó su óleo en bocetos tomados a lápiz del natural, pero mezcló diferentes elementos. El punto más semejante es un mirador rocoso en las montañas de arenisca del Elba, en la actual Chequia, pero el pico del fondo corresponde a otro punto en Bohemia, y algunos detalles recuerdan al Gamrig, en Sajonia. Estamos, por tanto, ante una amalgama imaginaria de experiencias reales.

‘Autorretrato’, Caspar David Friedrich, 1800. SMK, National Gallery of Denmark, Copenhagen

‘Autorretrato’, Caspar David Friedrich, 1800. SMK, National Gallery of Denmark, Copenhagen

Statens Museum for Kunst

Su autor, lejos de disculparse por ello, escribió lo siguiente: “La imitación estricta y servil de la naturaleza y la ejecución excesivamente grandiosa no dan en el blanco en el arte. Una ejecución tan grandiosa limita la capacidad del espectador para formarse su propia imagen mental; un cuadro solo tiene que sugerir, pero, sobre todo, estimular la mente y dar espacio a la imaginación para que juegue. (...) La tarea del artista no es la representación fiel del aire, el agua, las rocas y los árboles, sino que su alma, sus sensaciones deben reflejarse en ellos”. Todo un manifiesto del Romanticismo intimista.

Hijo de un fabricante de velas y jabón, Caspar David Friedrich nació a orillas del Báltico, en Greifswald, una ciudad del noreste de Alemania que, por entonces, pertenecía a Suecia. Aunque germanoparlante y profundamente identificado con el nacionalismo alemán de su época, Friedrich conservó toda su vida una gran afinidad con la cultura escandinava, que se refleja, por ejemplo, en la bandera que agita el niño en Etapas de la vida (c. 1834).

‘Etapas de la vida’, Caspar David Friedrich, c. 1834. Museum der bildenden Künste Leipzig

‘Etapas de la vida’, Caspar David Friedrich, c. 1834. Museum der bildenden Künste Leipzig

bpk Bildagentur /Museum der bildenden Künste Leipzig / Bertram Kober/ Punctum Leipzig / Art Resource, NY

Su propia infancia, aunque acomodada, estuvo salpicada por la tragedia. La enfermedad le arrebató a su madre y a dos hermanas. Peor aún fue la muerte de su hermano Johann Christoffer, que se ahogó salvándole la vida en un lago helado. Tal vez la culpa pudo influir en el brote de depresión que a punto estuvo de llevarle al suicidio tiempo después, cuando ya tenía veintisiete años.

Formado en Dinamarca y en Dresde, su obra fue aclamada por primera vez en Weimar, con dos dibujos en sepia premiados en un concurso organizado por Goethe y dedicado a los trabajos de Hércules. Ninguna de las obras que presentó era abiertamente mitológica. Se trataba de paisajes minimalistas, presididos por árboles solitarios, que, no obstante, se ganaron el entusiasmo del jurado. 

La fama de Friedrich creció, como sucede a menudo, con una polémica: La cruz en las montañas, un juego simbólico que, a su manera, prefiguró los de René Magritte. Un Cristo crucificado sobre una cumbre alpina evoca el Calvario sin pretender representarlo, ya que la obra describía, más bien, una versión más elaborada de los crucifijos que a menudo coronan los montes. ¿Se trataba de un paisaje o de una escena religiosa? ¿Representaba la crucifixión o la banalizaba al convertirla en un elemento arquitectónico más? ¿Podía una pintura sobre la naturaleza contener un mensaje espiritual? La controversia estaba servida.

Lo íntimo y lo sublime

Aún más atrevida y, sin embargo, mucho más exitosa resultó su marina Monje junto al mar, el cénit de su particular minimalismo. Friedrich baja la línea del horizonte al máximo y reduce el entorno a tres planos horizontales: una franja de arena blanquecina, una oscura lengua de mar sobrevolada por gaviotas y un cielo desmedido, con un degradado que va del marino al celeste. Solitaria, per­dida en medio de esta nada infinita, la minúscula figura de un monje pone el contrapunto humano a la abrumadora escala del poder divino. 

‘Monje junto al mar’, Caspar David Friedrich, 1808-10. Nationalgalerie, Staatliche Museen zu Berlin

‘Monje junto al mar’, Caspar David Friedrich, 1808-10. Nationalgalerie, Staatliche Museen zu Berlin

bpk Bildagentur / Nationalgalerie, Staatliche Museen zu Berlin / Andres Kilger / Art Resource, NY

Una composición de una modernidad asombrosa, que podría haber inspirado una abstracción de Mark Rothko, y de una espiritualidad casi existencialista. Aquí, el individuo erguido, orgullosamente subjetivo, de El caminante sobre el mar de niebla se transforma en un místico consciente de su propia insignificancia, de su propia mortalidad. Lo sublime ya no es espectacular, sino humilde. Friedrich nos desvela la sobrecogedora belleza de la simplicidad. La pintura, expuesta en la Academia de Berlín, no solo fascinó a teólogos y críticos: también se ganó el corazón de un monarca. Federico Guillermo III de Prusia la adquirió para su colección.

Árboles, ruinas, rocas y placas de hielo se bastan y sobran para producir este tipo de emociones en el espectador, gracias al uso de diagonales y la experimentación del artista con el vacío o con perspectivas insólitas. El amanecer, el atardecer o la noche son los momentos predilectos del artista, ya que ofrecen atmósferas idóneas para la introspección y le permiten enfatizar lo esencial. En los paisajes de Friedrich no hay nada superfluo. Aun así, a menudo figura en ellos el ser humano, casi siempre de espaldas al espectador. 

‘Mujer frente al amanecer o el atardecer’, Caspar David Friedrich, c. 1818-24

‘Mujer frente al amanecer o el atardecer’, Caspar David Friedrich, c. 1818-24

Museum Folkwang, Essen -ARTOTHEK.

En alemán, este recurso se denomina Rückenfigur. Literalmente, “figura de espaldas”. Simbólicamente, no obstante, podríamos bautizarlo como demiurgo. Sus siluetas sin rostro guían nuestra mirada y, a la vez, la interceptan, la interrumpen, reclaman nuestra atención incluso rodeadas de exuberancia. Constituyen enigmas que Friedrich decide no descifrar. Esa mujer a contraluz, imbuida de sol, ¿representa el nacimiento, la resurrección, el ocaso? Esas figuras que se apoyan una en la otra junto a un árbol tan encorvado como ellas, ¿aluden a la vejez? ¿Hay un mensaje político en sus sombreros, propios de los liberales de la época? El pintor prefiere dejar la respuesta a nuestro criterio.

Suspiros de Alemania

Friedrich fue un liberal pangermanista que aborrecía a Napoleón. Paradójicamente, cuando su sueño de una Alemania unida se hizo realidad, se instauró un conservadurismo opresor y una férrea censura que llegó a prohibir el traje tradicional alemán, propio de los liberales. En paralelo, su críptico intimismo pasó de moda. Un ictus le complicó la tarea de pintar. Falleció entre apuros económicos y su obra fue olvidada. 

‘Dos hombres contemplan la luna’, Caspar David Friedrich, c. 1828-30

‘Dos hombres contemplan la luna’, Caspar David Friedrich, c. 1828-30

The Met, Wrightsman Fund, 2000

El interés por sus cuadros resurgió hacia 1900, cuando las nuevas generaciones quisieron verle como un precursor del impresionismo. Simbolistas y expresionistas mostraron interés por sus metáforas y sus innovaciones formales. A cierto pintor frustrado y violento, en cambio, le atrajo su patriotismo.

Durante décadas se ha asociado la obra de Friedrich, erróneamente, al nazismo. Se han hecho interpretaciones colonialistas de El caminante sobre el mar de niebla, una obra que jamás pretendió exaltar el poder humano, sino la belleza natural. 

En una era de colapso climático y saturación de imágenes, en que nos preocupamos más por ser contemplados que por contemplar, ya es hora de devolver a Caspar David Friedrich al lugar que le corresponde: ese íntimo rincón de la mente que las personas sensibles y amantes de la naturaleza emplean como refugio atemporal contra las inclemencias del mundo.

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