¿Una escalada de aranceles causa guerras? Esto es lo que nos dice la historia

Historia económica

El vínculo entre guerra comercial y conflicto bélico es muy discutible, pero la imposición de tasas aduaneras arbitrarias, o como represalia, nunca ha favorecido la confianza en las relaciones internacionales

Contenedores en el área aduanera de un puerto en España, 2023

Contenedores en el área aduanera de un puerto en España, 2023

iStock/Getty Images

El instrumento del arancel, en tanto que impuesto sobre las mercancías para proteger la economía propia frente a la competencia externa, no lo ha inventado Donald Trump: es tan antiguo como la civilización. De hecho, la historia del comercio internacional es, de algún modo, la historia de los aranceles, porque las situaciones de comercio libre, sin barreras ni regulaciones de ningún tipo, son la excepción. Ya los atenienses del siglo IV a. C. imponían gravámenes al grano que entraba por el Pireo, y el objetivo era el mismo que siempre ha tenido un arancel: favorecer el mercado interno y, por supuesto, dotar de una nueva fuente de ingresos a las arcas del Estado. Y sí, también han funcionado como castigo.

La Edad Media consolidó los aranceles como una de las bases del sistema feudal. Uno de los derechos clave reservados para los señores era el de pontazgo y barcaje, es decir, el pago de un peaje para poder cruzar puentes, ríos y puertos. Era un tributo que limitaba tanto la libertad de circulación de los individuos como la de los productos, y generalmente tenía un carácter arbitrario: decidía abusivamente el señor de turno.

'El cambista y su mujer', Marinus van Reymerswaele, 1539. Museo del Prado

'El cambista y su mujer', Marinus van Reymerswaele, 1539. Museo del Prado

Álbum

En época tardomedieval, este tipo de impuestos fueron igualmente un recurso económico para las ciudades libres. En aquel contexto, eran los gremios los que presionaban a las autoridades para proteger el producto local. Los grandes centros comerciales mediterráneos del momento, tales como Venecia, Génova o Florencia –o Barcelona o València–, aplicaron impuestos a las importaciones, que variaban según los bienes o el país de origen, logrando así balances muy favorables. Otro ejemplo que se suele citar es el de la Liga Hanseática, la alianza de ciudades del norte europeo que fundó una fructífera red de libre comercio entre sí y que, paradójicamente, pactaba unas altas tasas para todo aquel producto que llegaba de fuera de las fronteras del selecto club. 

Mercantilismo = monopolios y aranceles

Y llegó la era de los descubrimientos, o lo que muchos historiadores ya han bautizado como la primera globalización, y el arancel y el bloqueo se convirtieron en las herramientas estrellas para regular un pujante comercio internacional entre las grandes potencias. La Monarquía Hispánica decretó el monopolio del comercio con las Indias, cosa que disgustó profundamente al resto de incipientes estados, que no estaban dispuestos a aceptar esas condiciones. También querían su parte del pastel. Los siglos XVI y XVII se explican en parte por la dura guerra comercial entre los Austrias y países como Francia, Inglaterra y Países Bajos, que en muchos casos llegó al choque bélico.

No es que el resto de potencias fueran adalides del comercio libre –quizá con la excepción de los holandeses–, sino todo lo contrario. Todos se lanzaron a una carrera para proteger el comercio propio y perjudicar el ajeno. Por ejemplo, los ingleses lograron beneficiar a su protoindustria de la lana con altas tasas a la importación de telas extranjeras, factor que se considera clave para la futura industrialización del país. Así pues, se sucedieron un reguero de represalias y contrarrepresalias que trataban de castigar al otro, pero que muchas veces no servían de nada: el contrabando campaba a sus anchas.

A Prospect of the Custom House and Essex Bridge, Dublin. After an engraving dated 1753 by Remigius Parr after a work by Joseph Tudor. Later colourization. (Photo by: Ken Welsh/Design Pics/Universal Images Group via Getty Images)

Grabado de una aduana en el puente de Essex, Dublín, en el siglo XVIII

Design Pics/Universal Images Gro

Además, los reyes no podían cerrar del todo sus puertos: más allá de que ya existía una gran interdependencia, la hacienda del Estado necesitaba dinero, especialmente en el caso castellano, porque la plata americana pasaba de largo. De esta manera, entraron en juego las licencias especiales en la Monarquía Hispánica, concesiones de privilegio que permitían a unos cuantos comerciar con más libertad (aunque con el control exhaustivo del Estado). En el caso del norte de Europa, nacieron las primeras compañías coloniales.

Si bien es cierto que muchas de las guerras de la Edad Moderna, léase la guerra de los Ochenta Años o las guerras anglo-neerlandesas, tuvieron su origen en estas batallas comerciales –sin olvidar el factor religioso–, también lo es que otras veces las sanciones al comercio eran medidas que evitaban el conflicto militar directo. No es tan raro: ¿qué han hecho en el siglo XXI, si no, EE. UU. y la UE con Rusia para evitar el choque directo entre bloques en la guerra de Ucrania? En realidad, no hay que considerar ni los aranceles comunes –el gravamen general estaba entre el 7 y el 10% a todos los productos– ni las represalias de la época como caprichos autoritarios. Había mucha más regulación de la que hoy en día se pueda pensar.

¿Proteccionismo vs. libre cambio? Va por ciclos

La idea de que el proteccionismo y su máxima expresión, las guerras comerciales, pueden desencadenar conflictos bélicos a gran escala es uno de los grandes debates de los historiadores de la economía. De hecho, es un vínculo que en el caso de la Edad Moderna es fácil de trazar, aunque solo sea porque el proteccionismo fue la norma. En cambio, en lo que respecta a los siglos XIX y XX se genera mucha más discusión. En todo caso, parece más prudente decir que fue un periodo de ciclos entre el proteccionismo y el librecambismo, y que dichos vaivenes causaron una notable inestabilidad. También es cierto que en las fases de cerrazón el clima era de mayor desconfianza internacional, lo que nunca augura nada bueno.

Volvamos a los británicos. Los considerados los grandes ideólogos del comercio libre construyeron su apogeo económico merced a un férreo proteccionismo que no cambió hasta mediados del XIX, cuando el imperio colonial ya estaba lo suficientemente consolidado como para no temer a la competencia. Tras una dura pugna entre grandes terratenientes e industriales urbanos, no fue hasta 1846 que el Reino Unido eliminó los aranceles al cereal, fecha que inauguraría el primer gran periodo librecambista a nivel internacional. 

Very Rare, Beautifully Illustrated Antique Engraving of the Interior of Marshall’s Flax Mill, Leeds, England Victorian Engraving Our Own Country, Great Britain, Descriptive, Historical, Pictorial. Published in 1880. Copyright has expired on this artwork. Digitally restored.

Fábrica textil en el Reino Unido. Durante siglos, la protoindustria de la lana tuvo el apoyo de la corona gracias a los aranceles 

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El Tratado Cobden-Chevalier entre británicos y franceses desembocó en una serie de acuerdos de libre comercio a gran escala y, en paralelo, las potencias occidentales forzaron la apertura de China y Japón –guerras mediante, por cierto–. Los llamados tratados desiguales que Occidente obligó a firmar a los asiáticos fijaron un principio en el comercio internacional: la cláusula de nación más favorecida. A grandes rasgos, consistía en que, al rubricar uno de ellos con un país, tenías derecho a recibir el mejor trato que tu nuevo aliado había firmado con un tercero. ¿El resultado? La mayor fase de comercio multilateral nunca antes conocido.

En épocas distintas, el Reino Unido y EE. UU. han optado por un proteccionismo férreo que les ha permitido consolidar sus respectivas etapas de industrialización

(Cabe mencionar aquí una notable excepción: los Estados Unidos de América. El entonces joven país siempre mantuvo una fuerte política arancelaria, especialmente para proteger a las industrias. De hecho, la guerra de Secesión americana se explica en parte porque los sureños preferían abrirse al comercio internacional, ya que sus productos agrícolas eran muy competitivos, mientras que el norte industrial abogaba por el proteccionismo. EE. UU. no se abrió realmente al comercio internacional hasta después de la Segunda Guerra Mundial).

Sin embargo, pronto tendría lugar un nuevo giro proteccionista. El trigo barato de Australia o América Latina inundó los mercados internacionales, y el libre cambio destruyó sectores enteros en Europa, lo que asustó a muchos estados. En la década de 1890 volvieron los aranceles, primero a la importación de grano, para después pasar a las manufacturas y la industria. No fue exactamente una guerra comercial, sino más bien una escalada proteccionista tras un periodo en que el comercio liberalizado se había cobrado muchas víctimas. Los perdedores de esa globalización simplemente se vieron obligados a emigrar, en muchos casos, a EE. UU. o Argentina. Una situación que tiene sus paralelismos con la actualidad.

Estibadores descargando un barco en Nueva York, 1877

Estibadores descargando un barco en Nueva York, 1877

Bettmann / Getty Images

¿Influyó eso en la Primera Guerra Mundial? Difícil de decir. Sin duda, el clima de cierre de los mercados no contribuyó para nada a la confianza entre bloques. Los imperios centrales como Alemania y Austria habían quedado fuera del reparto colonial y la competencia industrial y comercial con Reino Unido y Francia explican quizás parte de la escalada que llevó a la guerra.

Más tintes de guerra comercial como la que ha desencadenado el actual presidente de los EE. UU. es la que tuvo lugar a raíz del crac del 29. En pleno hundimiento de Wall Street, la presión de los granjeros estadounidenses llevó al republicano Herbert Hoover a firmar la ley Smoot-Hawley, un drástico incremento arancelario del 20% a miles de productos, que tuvo como respuesta parecidos impuestos aduaneros –cuando no prohibiciones– por parte de los europeos.

Hay mucho debate sobre si estas políticas profundizaron o no en la Gran Depresión de los años treinta e incluso sobre si se puede poner en la lista de causas de la Segunda Guerra Mundial. A nivel puramente económico, hubo daños, pero otros países pudieron despegar gracias a la protección de sus industrias. De nuevo, generó mucha desconfianza entre potencias, un clima que siempre favorece el estallido de conflictos, pero hay que insistir: el vínculo directo entre aranceles y guerra no es fácil de establecer.

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Quizá aprendiendo de los errores, acabada la Segunda Guerra Mundial, el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) puso las bases de un comercio internacional más libre, pero también con normas más claras. Sin embargo, la apertura hacia una globalización sin barreras se produce sobre todo con la llegada de las tesis neoliberales del tándem Reagan-Thatcher. Algunos estudiosos –no todos, por supuesto– ven en el ciclo librecambista de los ochenta y noventa del XX el embrión del auge proteccionista de las dos últimas décadas. Como una ley del péndulo, los perdedores de una gran fase aperturista presionan y los gobiernos vuelven a modelos más conservadores. El único gran consenso que existe es que, cuanto más arbitrarias y caprichosas sean las medidas arancelarias, mayor probabilidad de una futura conflictividad. Así lo dice la historia. Y eso es exactamente lo que está haciendo Trump.

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Este artículo ha contado con el asesoramiento de los historiadores Marc Badia Miró, profesor de Historia Económica de la Universitat de Barcelona; y Ángel J. Alloza Aparicio, investigador del Departamento de Historia Moderna del Instituto de Historia-CSIC.

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