Mucha gente acostumbra a imaginar que, en los grandes escritores, el talento literario debe ir acompañado del coraje moral. Azorín, seudónimo de José Martínez Ruiz (1873-1967), fue un gran artista de la pluma. Los críticos reconocen la elegancia y la perfección de su estilo. En la actualidad le recordamos como una de las grandes figuras de la denominada “generación del 98”, concepto que él acuñó. No tenemos tan presente, sin embargo, sus incursiones en la política.
En Azorín. Clásico y moderno (Alianza), Francisco Fuster, prestigioso experto en historia de la cultura española, nos detalla los bandazos ideológicos de un hombre que casi siempre se distinguió por ser acomodaticio con el poder, lo detentara quien lo detentara. Su vida pública no descolló por el don del acierto, sino por los continuos errores, que le hicieron respaldar causas poco defendibles y ganar fama de chaquetero y trepa.
Azorín comenzó como simpatizante del anarquismo. Como nos dice Fuster, su adhesión a la ideología libertaria fue de palabra, es decir, a través de sus escritos. Nunca fue un activista. Dentro de ese nivel puramente literario se dedicará a defender, por ejemplo, el amor libre. El matrimonio constituía, a su juicio, una institución retrógrada que mataba el amor y esclavizaba a la mujer.
El escritor José Martínez Ruiz, 'Azorín', por R. Casas
Con el tiempo, sin embargo, se desvincula de estos principios para vincularse al conservadurismo de Antonio Maura. Llegará a ser diputado, cargo que contradecía su antigua opinión sobre la inutilidad del Parlamento. En cuanto a la idea de casarse, deja de pensar en ella como una monstruosidad y lleva al altar a una joven aragonesa llamada Julia Guinda.
Dentro del mundo político, no duda en ejercer de manera descarnada el tráfico de influencias. Lo comprobamos cuando le escribe a Maura, el jefe de su partido, para solicitarle un favor para Torcuato Luca de Tena, propietario del ABC, periódico en el que escribe. Luca de Tena quiere ser senador vitalicio y ahorrarse la molestia de participar en unas elecciones. Azorín le pide al líder conservador que tenga en cuenta sus deseos. De otro modo, el ABC podría cambiar su línea editorial y dejar de favorecerle como ha hecho hasta ese momento.
Caricatura publicada en 'El Liberal' el 11 de noviembre de 1908, en la que aparecen Azorín y Maura.
Algunos contemporáneos del escritor le acusaron de cambiar de principios por razones interesadas. Él se defendió presentándose a sí mismo como un hombre que había madurado políticamente. Podía cambiar de partido, nunca de ideología. La suya era una lucha motivada por convicciones, no por la ambición de cargos. Esta versión, como es evidente, pasa por alto contradicciones profundas muy difíciles de justificar. En muy pocos años había pasado de estar en la extrema izquierda a militar en la derecha.
Azorín aseguraba escribir en función de adhesión a las ideas conservadoras. En realidad, su apoyo a las mismas le abría puertas profesionales, de manera que puede colaborar en los periódicos vinculados a su partido. Sueña, mientras tanto, con llegar más alto. ¿Por qué no ser director de un periódico? Propone entonces la adquisición de España Nueva, una cabecera que se distinguía por su progresismo. Si le ponen a él al frente del mismo, su nueva línea consistirá en el apoyo a Maura. El proyecto, ante el desinterés de sus supuestos beneficiarios, no llegará a concretarse.
Mientras duró la Restauración, Azorín sirvió a la monarquía liberal. El régimen pervivió hasta que el rey, por el apoyo a Miguel Primo de Rivera, vio comprometido su futuro tras la caída del dictador. Estaba claro que regresar a la normalidad constitucional no era una opción. Azorín aprovecha entonces el momento para declararse de izquierdas y exhibir sus simpatías republicanas. Además, apoya sin reservas el Estatuto de Catalunya. Piensa que el gobierno tiene que concederlo sin regatear lo más mínimo porque España debe reconocer su pluralidad y deshacerse de los vicios del antiguo centralismo. Con la autonomía catalana, el resto de territorios no tendrá nada que perder.
Azorín, retratado por Sorolla.
Va aún más allá y declara sus simpatías por el PSOE. Este partido, por sus bases obreras, constituiría a su juicio la única garantía para la pervivencia de la República. Su periódico, El Socialista, llegará a proponerle como candidato al Congreso. Él, sin embargo, milita en el centrismo que encabeza Alejandro Lerroux.
Cada vez más decepcionado con el nuevo régimen, se desencanta por completo a raíz de la detención del multimillonario Juan March, acusado de varios delitos, sin que medie un proceso. Asume entonces en sus artículos la causa del magnate, al que defiende con completo entusiasmo. Asegura que ha sido víctima de una persecución motivada por intereses económicos. Otros no serán tan benévolos con su ídolo y denunciarán sus turbios negocios o su implicación en oscuras conspiraciones.
Cuando estalla la Guerra Civil, en 1936, teme que tanto los sublevados como los partidarios del gobierno puedan ir a por él. Por ello, pone tierra de por medio y se exilia en París, donde al menos puede disfrutar de las librerías. Tras el final de la contienda, lo encontramos ya escribiendo en ABC, en el que publica una alabanza de José Antonio Primo de Rivera, el líder falangista, en un intento de ganarse las simpatías del régimen. Gabriel Arias-Salgado, gobernador civil de Salamanca, no le cree y pide que se prohíba publicar en la prensa a española a semejante “tránsfuga”.
Azorín se salva porque cuenta con un padrino importante, Serrano Suñer, el todopoderoso concuñado del general Franco. En esos momentos, su máxima aspiración consiste continuar ejerciendo el periodismo, su modo de vida. De ahí que se deje querer por los falangistas, interesados en apropiarse para sus fines de la generación de 1898, a la que intentan presentar como una especie de precedente de su movimiento. En privado, Azorín insinúa que no está conforme con lo que sucede en España. En público, por el contrario, se dedica a elogiar el “esfuerzo perseverante del Caudillo”.
Retrato de Azorín
Su trabajo como repartidor de incienso le sale a cuenta. El régimen le concede la presidencia del Patronato de la Biblioteca Nacional, un puesto muy bien pagado con mínimas obligaciones que él ni siquiera se molesta en cumplir. Tiempo después recibirá también el Premio Nacional de Cultura, dotado con la entonces suculenta cantidad de medio millón de pesetas. Todo eso tiene un precio: las nuevas generaciones le tacharán de escritor conformista y anclado en el pasado.

