Jamie Miller, en Adolescencia (Netflix), alza la voz para proclamar su inocencia tras ser acusado de asesinato. La serie ha conmocionado al público, que se enfrenta con la realidad de la adolescencia en la actualidad y con la duda de cómo abordarla. El personaje encarna la imagen clásica del adolescente: histriónico, rebelde y frustrado, atrapado entre la contradicción y la búsqueda de identidad. Pero ¿cuánto de esta imagen es innato y cuánto ha sido moldeado por la historia?
Su figura recuerda al dios Fauno, mitad cabra, mitad humano, símbolo del despertar de lo instintivo y lo salvaje. En la Roma antigua, festividades como las bacanales, en honor a Baco, reforzaban la asociación entre juventud y desenfreno. Esta idea de la adolescencia como un periodo de caos persiste en el imaginario colectivo: cuando en 1980 Mark David Chapman asesinó a John Lennon, llevaba consigo El guardián entre el centeno (1951), la icónica novela de J. D. Salinger sobre la angustia juvenil. En sus páginas dejó escrita Chapman una escalofriante confesión: “Esta es mi declaración”.
Adolescencia como mutación
La adolescencia es una etapa de transformación física, emocional y social, marcada por la fragilidad, la dependencia y una sensibilidad exacerbada. Este proceso genera inevitablemente conflictos, pero también permite el crecimiento y la construcción de una identidad propia.
En la antigua Roma, los jóvenes varones se despojaban de la túnica infantil para vestir la toga virilis, símbolo de su ingreso a la adultez. En Grecia, los efebos se preparaban para el servicio militar como parte de un rito de maduración. En la tradición judía, el bar mitzvá de los chicos y bat mitzvá de las chicas aún marca la transición a la madurez religiosa, al igual que los bailes de debutantes, de herencia europea, en algunas sociedades contemporáneas.
Los pueblos indígenas de América realizaban rituales de resistencia física o desafíos espirituales para marcar el paso a la adultez. Por ejemplo, los mandan de las Grandes Llanuras, tribu indígena del norte de América, llevaban a cabo la ceremonia Okipa, en la que los iniciados soportaban pruebas de dolor extremo para demostrar su fortaleza.
Estos rituales no solo simbolizaban el fin de la infancia, sino también la aceptación del joven como adulto. Aunque el cambio biológico es universal, las formas culturales de esta transición han variado a lo largo de la historia. Con la expansión del cristianismo y las transformaciones sociales tras la Edad Media, muchos de estos ritos desaparecieron.
El antropólogo Arnold van Gennep, en Les rites de passage (1909), identificó una estructura común en estos rituales: separación de la comunidad, transición mediante un aprendizaje o prueba y reincorporación con un nuevo estatus. Un ciclo que, aunque con nuevas formas, sigue vigente.
El nacimiento de la adolescencia
Si bien la pubertad es un hecho biológico, la adolescencia como etapa diferenciada no siempre existió. En la Alta Edad Media, el término tenía un significado vago. Poetas renacentistas como Jean Bouchet y Clément Marot se referían a sí mismos como adolescentes a los 25 y 36 años, sin delimitar una edad específica.
En sociedades preindustriales, la transición era abrupta: los niños asumían responsabilidades adultas tan pronto como su cuerpo y circunstancias lo permitían, ya fuera en el campo, en talleres artesanales o en el ejército. Sin embargo, la revolución industrial transformó este modelo.

Los niños obreros de la revolución industrial
El éxodo masivo del campo a las ciudades creó una demanda de mano de obra barata, y miles de niños y adolescentes fueron explotados en condiciones extremas. En 1833, un informe británico reveló que en algunas fábricas de algodón trabajaban niños de cinco años. Esto llevó a la promulgación de la Factory Act ese mismo año, que prohibió el empleo de menores de nueve años y limitó la jornada de los de entre 10 y 16 años a un máximo de 48 horas semanales.
A medida que la educación obligatoria se consolidó, la juventud comenzó a percibirse como una categoría propia. En 1844, la escolarización se estableció para ciertos sectores de la población y, a finales del siglo XIX, se convirtió en un requisito legal en varios países europeos y en Estados Unidos. En EE. UU., el Estado extendió la educación obligatoria hasta los 16 años y creó instituciones correccionales para adolescentes en conflicto con la ley.
A principios del siglo XX, la adolescencia empezó a teorizarse. En 1904, el psicólogo Stanley Hall publicó Adolescence, donde describió esta etapa como una fase de crisis, con conflictos con la autoridad, cambios hormonales y experimentación. Fue uno de los pioneros en popularizar el concepto y comparó las emociones vividas con las características del movimiento alemán prerromántico Sturm und Drang. Desarrollado a mitad del siglo XVIII, se oponía a la Ilustración y su racionalismo, y fue principalmente conocido por la exaltación de los sentimientos y de la naturaleza.

La antropóloga estadounidense Margaret Mead
Sin embargo, la idea de la adolescencia como crisis ha sido debatida. En 1928, Margaret Mead, en Adolescencia y cultura en Samoa, argumentó que los conflictos juveniles no eran biológicamente ineludibles, sino una construcción social. En sociedades menos represivas, las transiciones eran más armoniosas.
En 1970, la psicoanalista argentina Arminda Aberastury describió los “duelos de la adolescencia” en La adolescencia normal, señalando las pérdidas simbólicas que enfrenta el joven: su cuerpo infantil, la redefinición de la identidad y la imagen idealizada de sus padres. En 1977, George Vaillant teorizó los cambios que también deben afrontar los adultos. Mencionó la existencia de una “segunda adolescencia”, donde hay un replanteamiento de la identidad y de las decisiones tomadas hasta entonces.
La construcción de una identidad comercial
La literatura ha retratado los dilemas de la juventud, desde Las penas del joven Werther (1774), de Goethe, hasta la mencionada El guardián entre el centeno. Esta tiene como protagonista a Holden Caulfield, quien personifica el desencanto generacional de la época. Su crítica social trasciende las décadas, convirtiéndose en un arquetipo atemporal de la adolescencia.

Protestas contra la guerra de Vietnam en una universidad estadounidense el 7 de mayo de 1968
Pero esta imagen de rebeldía también fue aprovechada por la industria cultural. Tras la Segunda Guerra Mundial, la expansión económica y la educación obligatoria prolongaron la adolescencia. Sin la urgencia de ingresar en el mundo laboral, los jóvenes comenzaron a moldear una identidad propia. A su vez, los años sesenta estuvieron marcados por la efervescencia social: el Mayo del 68 en Francia, las protestas contra la guerra de Vietnam y la lucha por los derechos civiles mostraron una generación que no solo quería diferenciarse culturalmente, sino transformar la sociedad. Simultáneamente, el auge del rock and roll proporcionó una banda sonora cómplice para la juventud.
Con la consolidación del neoliberalismo en los años ochenta, la juventud pasó de ser un símbolo de sublevación a un segmento de mercado. Hollywood y la industria musical capitalizaron esta imagen con películas como El club de los cinco (1985) o Clueless (1995). El capitalismo convirtió la juventud en un ideal aspiracional. La imagen del adolescente rebelde, antes vista con recelo, se transformó en sinónimo de autenticidad y frescura.
El sociólogo Max Weber describió este proceso como “la magia psicológica de la libertad”: una necesidad irracional de autonomía frente a las restricciones sociales. Aunque la industria explotó la rebeldía juvenil, también surgieron movimientos contraculturales. En los años noventa, el grunge de Nirvana o el punk de Green Day canalizaron la frustración juvenil hacia una nueva forma de resistencia. Proporcionaron una salida a los sentimientos “negativos” y a la rebeldía, tanto por la no conformidad, como por el no cumplimiento de lo establecido.
Un modelo en evolución
Históricamente, la adolescencia ha pasado de transición invisible a fenómeno cultural y comercial. De manera adultocéntrica, se ha creado un culto alrededor de esta etapa: idealizándola, culpabilizándola y, sobre todo, cuestionándola; desde artículos hasta series de televisión que moldean como quieren las generaciones que están y que vienen.
Hoy, más que una simple etapa biológica o psicológica, es una construcción social en constante transformación cuya duración se ha extendido en el tiempo: muchos jóvenes permanecen en formación hasta bien entrada la veintena. La pregunta sigue abierta: ¿seguirá prolongándose hasta confundirse con la adultez o aparecerán nuevos modelos más restrictivos?