Isaac Albéniz no entendía de fronteras. En el ámbito profesional, luchó incansablemente por renovar la música española, instando además a sus compatriotas a crear obras “con acento europeo”. En el personal, su inquietud le llevó a recorrer desde joven buena parte del continente. Ya de niño conoció las diversas culturas españolas –de las que la andaluza le cautivó especialmente–, a raíz de los constantes cambios de residencia que exigía la profesión de su padre, un aduanero vasco.
Un niño prodigio
Ángel Albéniz fue, precisamente, quien dirigió con firmeza el incipiente talento de su hijo. Isaac dio su primer concierto con solo cuatro años y compuso su primera obra a los ocho. Su niñez y su juventud giraron en exclusiva en torno al aprendizaje musical, aunque como autodidacta se labró una amplia cultura y aprendió cuatro idiomas.
Alternó sus conciertos con su formación en Madrid, París, Leipzig, Budapest, Bruselas (en cuyo Conservatorio Real estudió gracias a una beca de Alfonso XII) y Barcelona (donde tuvo como maestro a Felip Pedrell, que ejercería sobre él una gran influencia). En la veintena su genio empezó a despuntar con piezas como la primera Suite española y Recuerdos de viaje.
Albéniz era un joven simpático, optimista y amante de la broma. Sin embargo, según su biógrafo Walter Aaron Clark, vivió desde niño las presiones de un padre demasiado exigente, lo que tal vez provocó su empeño en demostrar su valía y obtener el reconocimiento que creía merecer.
Esta podría ser la razón por la que narraba sus experiencias como algo fenomenal. “Yo he nacido para cosas extraordinarias”, decía en su diario. Para idealizar su genialidad, el compositor mezcló episodios auténticos con otros inventados, como un encuentro con Liszt en Budapest o un viaje con diez años como polizonte a tierras americanas.
El eterno extranjero
A los 30 años, ocho después de casarse con su alumna Rosina Jordana, se instaló en Londres para trabajar como intérprete y compositor. Allí se inició en el drama musical, género en el que nunca destacaría como lo hacía en la composición para piano. The Magic Opal (La sortija) fue su primera ópera, seguida de la zarzuela San Antonio de la Florida, ambas mal recibidas en España.
Los críticos de la península nunca vieron con buenos ojos que Albéniz residiera en el extranjero, ni la influencia que la música europea ejercía en su obra. El contexto tampoco ayudaba: la crisis colonial que culminaría con la pérdida de Cuba y Filipinas en 1898 potenció una defensa a ultranza de todo aquello considerado genuinamente español.

Isaac Albéniz y su mecenas y letrista Francis Money-Coutts
En 1893, año en que se afincó en París, Albéniz firmó un contrato con el banquero y poeta inglés Francis Money-Coutts. Muchos creyeron excesiva su dependencia respecto al británico, pero su relación con Money-Coutts, mecenas y pronto un gran amigo, le permitió centrarse en la composición eludiendo las preocupaciones materiales.
Como fruto de esta colaboración surgieron las óperas Henry Clifford, Pepita Jiménez y Merlín, esta última la única que Albéniz concluyó de la trilogía King Arthur.
En momentos difíciles
Enrique Granados fue un buen amigo de Albéniz. Cuenta el sobrino del autor de Iberia que, ya en el lecho de muerte, su tío se emocionó cuando Granados le tocó al piano Barcarola, una pieza que Albéniz había compuesto en un viaje de los dos a Mallorca. La propia Rosina Jordana, esposa de Albéniz, pidió a Granados que finalizase su obra inacabada Azulejos.
Aficionado en exceso desde joven al tabaco y la buena mesa, su salud se agravó con una nefritis crónica que en 1909 le llevaría a la muerte a la temprana edad de 49 años. Poco antes, entre 1905 y 1908, el compositor decidió dedicar toda su energía a su obra maestra, Iberia. Formada por doce piezas, esta suite para piano recoge sonidos muy enraizados en la cultura española –el cante jondo, las sevillanas, el pasodoble, la jota–, así como las influencias europeas del compositor. Por su complejidad, resulta muy difícil de interpretar incluso por manos expertas.
Albéniz compartió escenario en París con una generación de músicos resueltos, como él, a innovar. Influyó y se dejó influir por extranjeros como Ravel, Fauré o Debussy, y marcó el camino a jóvenes compatriotas como Joaquín Turina y Manuel de Falla. Pero, por encima de todo, Albéniz demostró que era posible crear música española con un alto estándar de calidad artística.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 510 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].