En el verano de 1969, el mismo año que Neil Armstrong ponía el pie en la superficie de la Luna, otro viaje bastante menos épico, pero no menos transformador, tuvo lugar con destino a las costas españolas. Mientras el mundo contemplaba las imágenes granulosas del Apolo 11, miles de turistas británicos hacían cola en aeropuertos como el de Gatwick o Manchester con la vista puesta en el Mediterráneo. Muchos –la mayoría– volaban por primera vez. El turismo de masas como hoy lo conocemos daba entonces sus primeros pasos.
Aquellos inexpertos turistas sujetaban sus pasaportes como talismanes y repasaban una vez más la tierra prometida en los folletos multicolor de los primeros turoperadores del todo incluido. Vistos desde la distancia del tiempo, aquellos catálogos de colores brillantes en papel satinado, protagonizados por familias sonrientes o parejas enamoradas, constituyen un género pictórico en sí mismo.
En su libro Tourists. How the British went abroad to find themselves, la autora Lucy Lethbridge describe su impacto entre el público. “Los anuncios de vacaciones en el extranjero, con ilustraciones a toda página con el sol, la playa y los colores del Mediterráneo, suponían un enorme contraste con la vida en las islas británicas”. Las imágenes condensaban el espíritu de una época y ofrecían una promesa de futuro. España cambió con esos folletos. Gran Bretaña, también.
“Hasta entonces, la idea de unas vacaciones en el Mediterráneo era puramente abstracta por sus precios inasumibles”, explica Lethbridge. Durante generaciones, los viajes al extranjero fueron patrimonio exclusivo de la aristocracia, de la élite industrial o de artistas bohemios y adinerados con posibilidades de explorar el continente. Según el historiador Dominic Sandbrook, “hasta principios de los años setenta, la mayoría de los británicos solo habían cruzado el canal de la Mancha si vestían uniforme y portaban un arma. Eso estaba a punto de cambiar”.
Estado de ánimo
¿Qué pasó? La peculiar historia de amor entre los veraneantes ingleses y las playas españolas comienza cuando se dan cita una serie de circunstancias inéditas. Hubo turismo de masas en cuanto el transporte aéreo redujo sus precios y los trabajadores contaron con empleo fijo y vacaciones pagadas. “Más que una década, los sesenta fueron un estado de ánimo”, resume Sandbrook.
Los hijos de la generación que había combatido en la Segunda Guerra Mundial y que de niños habían conocido el racionamiento se encontraron el mayor período de expansión económica del siglo XX. En los llamados swinging sixties, los salarios subían, las jornadas laborales se acortaban y, por primera vez, la clase obrera disponía de dinero para viajar. En otras palabras: vinieron porque por fin podían hacerlo.

Una familia británica en Segur de Calafell (Tarragona), recibida por un grupo de locales, septiembre de 1971
España, a su vez, procuraba abandonar el aislamiento internacional y el atraso económico. El régimen encontró en el turismo el Plan Marshall que Franco nunca tuvo. La estrategia cristalizó a finales de los sesenta con la aparición de un célebre eslogan: “Spain is different”. Promovida por una nueva generación de ministros franquistas, con Manuel Fraga al frente del Ministerio de Información y Turismo, la frase se convirtió en la piedra angular de una campaña para atraer divisas extranjeras y suavizar la imagen exterior del franquismo.
“Different” era una palabra lo suficientemente ambigua como para significar cualquier cosa. Pero quizá lo más crucial era que venía acompañada de un plan de infraestructuras, inversión en hoteles y una dramática devaluación de la peseta. Como decía un anuncio publicado en la prensa británica: “Una vez en España descubrirá que sus libras dan más de sí”. Para los británicos, en aquel momento, “different” significaba sobre todo “más barato”.
Faltaba, no obstante, un elemento clave en la fórmula para que estallase el boom turístico. Y en esto apareció Vladimir Raitz, un personaje peculiarísimo, descendiente de judíos rusos emigrados tras la revolución, graduado en la London School of Economics y quien, a los 27 años, tras recibir una herencia de su abuela, concibió una idea que marcaría un antes y un después en el sector. Se trataba de aplicar un método industrial: compras al por mayor, reservas masivas de vuelos y habitaciones de hotel para abaratar los costes.
Según Dominic Sandbrook, si Thomas Cook es considerado el padre del turismo tras organizar en el siglo XIX los primeros viajes en grupo en tren y en barco, en el XX, ese título solo podría corresponder a Raitz. En 1949 fundó su compañía Horizon y subió a un grupo de turistas rumbo a Córcega, en un viaje con las famosas palabras “all inclusive”, o, lo que es lo mismo, vuelo, alojamiento y comida por 32 libras. Tres años más tarde, Raitz llevó su fórmula a la Costa Brava. “Los españoles no conocían esta forma de turismo”, contaría tiempo después en su libro de memorias Flight to the sun (Vuelo al sol).

Vladimir Raitz en las oficinas de Thomas Cook en 1971
El resto de competidores –las agencias Thomson, Clarkson, Cosmos y el imperio de Thomas Cook– no tardaron en copiar la receta, de forma que, para 1965, había nacido una industria que no solo movería millones de cuerpos, sino que transformaría para siempre el estilo de vida en Europa.
Los números revelan la magnitud del fenómeno. En 1950, apenas un 7% de los veraneantes había salido de Gran Bretaña. Diez años más tarde, el porcentaje subió al 20%. Hacia 1970, la cifra de británicos que pasaban el verano en el extranjero era de seis millones, con España como destino preferido. En cuatro años la cifra volvió a duplicarse. Por entonces, apunta Sandbrook, “el coste de un paquete vacacional de una semana en un hotel de una estrella en la Costa del Sol costaba unas veinte libras, el equivalente a dos semanas de trabajo”.
Ciudades verticales
En el plano urbanístico, el proceso fue tan veloz como brutal. Pueblos enteros se transformaron de la noche a la mañana. Benidorm constituye el caso paradigmático de esta metamorfosis. Como relata el autor inglés Giles Tremlett en su libro de viajes España ante sus fantasmas, hasta 1950, la localidad alicantina no era más que una pequeña villa pesquera con media docena de fondas y apenas un hotel para viajantes de comercio sin lugar donde pasar la noche. Y, sin embargo, en la década siguiente, como quien no quiere la cosa, se había convertido ya en una ciudad vertical que, con el tiempo, llegaría a ser la urbe con mayor número de rascacielos por habitante del planeta.
Poco después Torremolinos se uniría a Benidorm, la Costa Brava y Mallorca como otro de los destinos estrella. El horizonte del Mediterráneo se convirtió en torres de cemento levantadas a toda velocidad, y la imagen de huéspedes registrándose en la planta baja mientras se terminaban de construir los edificios no siempre era una exageración.

Benidorm, antigua villa de pescadores mudada en los años sesenta en capital del turismo español
“Las nuevas vacaciones del todo incluido bajo el sol, desprovistas de cualquier expectativa cultural, hicieron aceptable la idea de dos semanas de autocomplacencia y puro disfrute”, escribe Lucy Lethbridge. En ambos lados, el impacto cultural tuvo consecuencias sísmicas. La España que encontraron los pioneros del bajo coste era un país que vivía su propia esquizofrenia. De puertas adentro imperaba un nacionalcatolicismo que controlaba minuciosamente la vida cotidiana de los españoles, con unos códigos morales particularmente férreos hacia las mujeres. Las playas, sin embargo, se estaban convirtiendo en un laboratorio cultural donde las normas, milagrosamente, parecían quedar en suspenso.
“Algunos choques culturales eran inevitables”, añade Lethbridge. A comienzos de los años cincuenta, las mujeres que enseñaban demasiada carne al bañarse –especialmente, si eran españolas– podían ser conducidas a su casa por la Guardia Civil. En pocos años se tomó la decisión de no molestar a las bañistas.
Pero si los obispos veían en la abundancia de piel bronceada y en la promiscuidad de ingleses, suecos y alemanes un ominoso preludio de la ruina moral del país, para la mayoría de los españoles, en cambio, el contacto con los extranjeros suponía una ventana a formas de vida percibidas, con razón, como más prósperas, libres y modernas. Junto a sus bikinis y sus cremas solares, los turistas traían en su equipaje, sin ser conscientes de ello, aires de cambio que ayudarían a resquebrajar los valores mismos de la dictadura que promovía con ansia su llegada.
Puro hedonismo
A diferencia de los artistas, escritores y viajeros románticos del siglo XIX, los pioneros del paquete turístico, más que un encuentro con otra cultura, buscaban los placeres conocidos de resorts vacacionales como Blackpool, pero con mejor clima, sangría, cerveza a bajo precio y, a ser posible, camareros capaces de preparar un full English breakfast con huevos y beicon.
España, sin embargo, dio a los veraneantes de Manchester, Liverpool, Gales o Brixton la posibilidad de experimentar con una versión más libre de sí mismos. “Eran dos semanas de puro hedonismo, una forma de liberarse de las rigideces de la clasista sociedad británica”, apunta Dominic Sandbrook. “La revolución sexual era algo que la mayoría de los ingleses solo conocía por los periódicos”, pero a más de mil kilómetros del hogar, “muchas inhibiciones parecían derretirse con el calor mediterráneo”.

Los británicos tenían sus propias comedias con clichés sobre el paquete turístico, como ‘Carry On Abroad’, 1972
Los ingleses regresaban a casa con algo más que la piel bronceada. Volvían, también, con el deseo de repetir algunas costumbres españolas en casa. Las ventas de vino, por ejemplo, se multiplicaron en los supermercados británicos. Antes de 1960, una cena con un Rioja habría sido inconcebible para una familia de clase obrera. Tras ese primer verano en España, los tintos con denominación de origen pasaron a ser vistos como una muestra más de sofisticación y cosmopolitismo.
“Las vacaciones en el extranjero se convirtieron en una de esas marcas de ascenso social, junto con la casa en propiedad, el Ford Cortina en el garaje y la televisión a color en el salón”, dice Sandbrook. O como observa Lucy Lethbridge, los sesenta fueron el momento en el que “la piel morena, durante mucho tiempo asociada a duros trabajos manuales al aire libre, se convirtió súbitamente en un indicativo de lujo y tiempo libre”. La señal, en definitiva, de haber alcanzado la anhelada clase media.
Un legado que perdura
Hoy, tras más de medio siglo desde la llegada de aquellos vuelos chárteres, las cifras apabullan. En 2024, España alcanzó los 95 millones de turistas. De nuevo, el Reino Unido fue con diferencia el principal país de procedencia. Este mismo verano se podrían superar los 100 millones de visitantes extranjeros, más del doble de la población del país.
En términos brutos, el turismo supone un 13% del PIB, aunque cobra fuerza el debate sobre los efectos adversos de una industria que devora recursos a su paso. Ciudades como Barcelona, que cerró el último año con 15,5 millones de turistas, más de diez veces su número de habitantes, encarnan hoy los dilemas de una saturación que masifica las calles, diluye la identidad de los barrios y dispara el coste de la vivienda.
La Costa del Sol dejó de ser una sucesión de pueblos pesqueros, y hoy genera más ingresos que muchas regiones industriales. La cara del turismo ha cambiado. Y aun así, la peculiar y no siempre idílica historia de amor de los British y los Spaniards ha sobrevivido al Brexit y a la pandemia.

Turistas británicos jubilados frente al hotel Rio Park de Benidorm, 1983
Vladimir Raitz, el fundador de los paquetes turísticos, murió en agosto de 2010 a los 88 años. Hacia el final de su vida tuvo tiempo de lamentar algunos desmanes urbanísticos y pudo ver el impacto negativo de abrir la caja de Pandora de las vacaciones a bajo coste. En una última entrevista se mostró orgulloso, no obstante, de haber contribuido a una revolución social en Inglaterra. “El hombre de la calle adquirió gusto por el vino, por la comida extranjera, comenzó a aprender francés, español o italiano, hizo amigos en tierras extranjeras; de hecho, se volvió más cosmopolita, con todo lo que ello implicaba”.
Seducidos por folletos de colores chillones, los veraneantes terminarían cambiando la cara de España y la mentalidad británica. Demostrarían, sin proponérselo, que a veces las revoluciones pueden hacerse desde las hamacas por el precio de dos semanas de salario. Todo incluido.