Con un extenso pedigrí que la conectaba con las principales casas reales de Europa, la princesa napolitana Luisa Carlota de Borbón-Dos Sicilias llegó a España en 1819 para contraer matrimonio con su tío, el infante Francisco de Paula, hijo de Carlos IV y hermano de Fernando VII.
Luisa Carlota contaba tan solo catorce años y traía consigo no pocas ambiciones. Hija del rey Francisco I de las Dos Sicilias y de María Isabel de España, tenía las ideas muy claras, a pesar de su corta edad: afianzarse en la casa real española y ocupar en ella un papel principal.
No en vano, hizo reina a su hermana, María Cristina, y a su hijo, Francisco de Asís, casándolo con su sobrina Isabel II. Para ello no dudó en ingeniar intrigas y maniobras políticas, utilizar a la prensa y ocupar un lugar influyente en la corte de mediados del siglo XIX.
Invitada especial de cuantos eventos sociales se celebraban, se distinguió por seguir e implantar tendencias de moda, peinados y gustos culturales, difundiendo nuevos usos y productos gastronómicos en un país muy alejado de lo que imperaba en las naciones de su entorno.
Conservadores y liberales
Luisa Carlota era la mayor de doce hermanos. Fue educada como lo eran los hijos de los reyes de entonces: historia, geografía, gramática, literatura, música, pintura, arpa, violín, baile… Heredó de Francisco I el gusto por el arte y la facilidad por los idiomas (desde pequeña hablaba francés, italiano y español), siendo, además, una de las mejores amazonas de la corte.
Cuando la joven llegó a Madrid para casarse con Francisco de Paula, recibió el título de infanta de España, en un momento en el que la dinastía no estaba ni mucho menos asegurada: el rey Fernando VII seguía sin descendencia y su hermano, el infante Carlos María Isidro, tampoco la tenía. Al mes de la boda, Luisa Carlota quedó embarazada.

Florentino Decraene: 'La infanta Luisa Carlota de Borbón', acuarela sobre marfil, Madrid, Museo del Romanticismo
De tez clara y rosada, ojos azules y cabellos rubios, Luisa Carlota pronto dejó claro su carácter enérgico, perspicaz y manipulador. Al ser su marido el benjamín de la familia, la ausencia de descendencia por parte del rey colocaba al infante Carlos como aspirante al trono español.
De carácter introvertido y muy religioso, Carlos se había significado por sus ideas ultraconservadoras, así que Luisa Carlota, consciente del perfil anodino y pusilánime de su esposo, tomó el mando en el matrimonio y se posicionó del lado de los liberales, que no comulgaban con las ideas absolutistas de Fernando VII y menos aún con un posible reinado carlista.
La infanta alcahueta
Cuando Fernando VII enviudó de su tercera esposa, Luisa Carlota le propuso casarse con su hermana, María Cristina de Borbón-Dos Sicilias, y urdió el enlace entre ambos, que se llevó a cabo en 1829. La juventud y la belleza de María Cristina deslumbraron a Fernando y cautivaron al pueblo, que vio en ella el símbolo de un rejuvenecimiento de la Corona española.
Pero si hubo alguien que celebró de una forma muy especial ese enlace fue Luisa Carlota, ya que su ascendiente iba a multiplicarse exponencialmente en palacio y en el gobierno: María Cristina, sola y dócil, no tuvo más remedio que confiarse y dejarse llevar por su hermana mayor.
La llegada de la nueva reina supuso una verdadera bocanada de aire fresco en una corte que se aburría tremendamente. María Cristina dio un gran impulso a la cultura y a la vida social, se acercó a literatos y músicos y fomentó la ópera y el teatro; hizo construir el Conservatorio Nacional y proyectó el Teatro Real, todo ello a semejanza de lo que existía en su reino natal.
Su hermana también era una apasionada de la música y de la literatura, poseía una biblioteca de más de tres mil libros y fue mecenas de músicos. Los conciertos volvieron a brillar en palacio. Luisa Carlota, además, comenzó a celebrar bailes de máscaras, prohibidos hasta entonces. Convertidos en uno de los acontecimientos más glamurosos entre la nobleza, se celebraban a diario.

María Cristina de Borbón-Dos Sicilias
La ciudad se llenaba de carruajes, avisando del evento. Los escenarios eran suntuosamente decorados, y todos los invitados rivalizaban en el lujo de los disfraces, a los que destinaban grandes sumas de dinero, pues representaban el poder económico de quien los llevaba.
En los bailes se seducía, se hacían negocios o se concertaban matrimonios, se bailaba y se reía… Todo era más fácil detrás de una máscara. Por todo ello, un baile era el hábitat perfecto para Luisa Carlota, que no se perdía ni uno y deslumbraba siempre por su elegancia. Aficionada a las joyas y a la indumentaria, no dudaba en hacerse traer lo último de París, que lucía en cuanto acontecimiento participaba. Marcó el camino tanto en lo textil como en los peinados, que ganaban en altura y extravagancia, como reflejan las crónicas y pinturas de la época.
La Pragmática Sanción
Eran tiempos de agitada vida social en Madrid. Los infantes no solo acudían a fiestas, conciertos, ópera y teatro, sino también a jornadas de caza, ceremonias religiosas, actos de beneficencia, entregas de premios, corridas de toros… Los partidarios carlistas criticaron esta agenda tan ajetreada y diferente a la seguida por Carlos y su familia.
A los cinco meses de su boda, María Cristina quedó embarazada. La noticia llenó de júbilo el palacio. Pero pronto se cayó en la cuenta de que España estaba bajo la ley sálica, según la cual las mujeres quedaban excluidas de la línea de sucesión.
Luisa Carlota presionó a su cuñado, Fernando VII, para que derogara la ley y publicara la Pragmática Sanción, que aseguraba el reino al retoño que naciera, fuera niño o niña. La decisión contó con la oposición de los carlistas. La reina dio a luz a una niña, Isabel, y poco después a Luisa Fernanda. Así pues, de cara a sus propios intereses, la jugada de Luisa Carlota no pudo ser más acertada: ya soñaba con convertir a uno de sus hijos en esposo de Isabel y rey consorte de España.
La bofetada
En verano, estando los reyes en el palacio de La Granja, Fernando VII sufrió un grave ataque de gota que hizo temer por su vida. Luisa Carlota se encontraba tomando baños en Cádiz. La camarilla de ministros y otros cargos que se encontraban cerca convencieron a María Cristina y al moribundo de anular la Pragmática Sanción. Fue entonces cuando Luisa Carlota, enterada de las maquinaciones, acudió rauda y, según la tradición, tras abofetear al ministro Tadeo Calomarde, restableció la situación, quedando una frase para la posteridad. “Manos blancas no ofenden” fue, al parecer, la respuesta de Calomarde a la violencia de la napolitana.
Hasta su total recuperación, Fernando delegó en María Cristina el gobierno de la nación, aunque, en realidad, quien gobernó fue Luisa Carlota, que hacía y deshacía a su antojo, dominando a su hermana con facilidad.

Fuente y Palacio Real de La Granja de San Ildefonso
Fernando VII murió en 1833, y María Cristina quedó como reina regente, dada la minoría de edad de la futura Isabel II. A los pocos meses, María Cristina se enamoró del sargento Fernando Muñoz, con quien se casó en secreto. Este la alejó de la influencia de Luisa Carlota, y la relación entre las hermanas se deterioró hasta el punto de convertirse en enemigas.
Luisa Carlota conspiró contra la regente, comprando periódicos que airearon el romance y el matrimonio secreto, con embarazos incluidos, de la reina. Esta, harta, la mandó exiliada a París, como si ello fuese a alejar a Luisa Carlota de las intrigas para volver a tener un papel predominante en la corte y casar a su hijo con Isabel.
El ciclo francés
Luisa Carlota llegó a Francia acompañada de sus ocho hijos, su marido, su amante y secretario y su servicio. Allí construyó un verdadero lobby en favor de sus intereses, aportando elevadas sumas de dinero y logrando el apoyo de la Corona gala (no en vano, era sobrina de la reina).
Pronto frecuentó los salones y se dejó conquistar por las modas parisinas, que exportó a España a su regreso. Su vuelta tuvo lugar, precisamente, cuando María Cristina se vio obligada a abandonar el país a causa de las corruptelas y turbios negocios emprendidos con Muñoz. Dejó la regencia en manos del general Espartero y llegó a París, circunstancia que fue aprovechada por Luisa Carlota para retornar a España.

Antonio María Esquivel retrató al general Espartero
En su equipaje llevaba consigo las recetas de los productos que hacían furor en los manteles de la nobleza francesa: los cruasanes, los brioches y unos panecillos vieneses rellenos de chocolate, que en España fueron conocidos como “napolitanas”.
Con María Cristina lejos, Luisa Carlota insistió en su acercamiento a su sobrina Isabel II, que comenzó a reinar en 1843. Temerosa de los candidatos propuestos por otras potencias europeas, la infanta intensificó las tramas para colocar a su hijo Francisco en primera línea.
Sin embargo, Luisa Carlota falleció repentinamente en 1844, con solo treinta y nueve años, entre rumores de envenenamiento. En su lecho de muerte dio las últimas consignas para conseguir lo que se produciría dos años más tarde: la boda entre Isabel II y Francisco de Asís.
En los esponsales, Isabel recibió un impresionante collar de perlas, regalo de su marido, quien lo había heredado de su madre. Hoy forma parte de las denominadas “joyas de pasar”, es lucido solo por reinas y figura como la joya más valiosa de la actual casa real.