Thomas Mann (1875-1955) aprendió muy pronto a fingir y a reprimir sus sentimientos. Hasta los dieciséis años ocultó a su padre su vocación literaria. A partir de los dieciséis, ocultó al mundo su orientación sexual. Esa fecha, 1891, fue clave en la biografía del escritor. Ocurrieron dos hechos que marcarían profundamente su trayectoria vital y creativa.
El primero fue la muerte de su padre, Johann Heinrich Mann, un próspero comerciante y senador de Lübeck, ciudad del norte de Alemania que había sido sede de la Liga Hanseática (y que sería el escenario de su popular novela Los Buddenbrook). Su progenitor encarnaba los valores de la alta burguesía alemana luterana: conservador, disciplinado, pragmático y emocionalmente distante. Esperaba que sus hijos varones (Thomas tuvo dos hermanos y dos hermanas) continuaran con el negocio familiar.

Julia da Silva Bruhns y Thomas Johann Heinrich Mann, padres del escritor Thomas Mann
Sin embargo, a Thomas no le interesaba el mundo de los negocios. Tenía una sensibilidad más cercana a la de su madre. Júlia da Silva Bruhns, nacida en Brasil y educada en el catolicismo (era hija de un rico terrateniente alemán y de su esposa brasileña), fue una mujer alegre y extrovertida, muy aficionada a las artes, que solía expresar abiertamente sus sentimientos, un comportamiento que contrastaba con el ambiente severo y burgués de Lübeck. Aunque Thomas acabaría adoptando la actitud y los valores morales de su padre, conservó siempre el legado afectivo de su madre.
El joven Mann logró disimular su desinterés por el negocio familiar hasta que el fallecimiento de su padre lo liberó de esas obligaciones (la obediencia filial a la autoridad paterna era un pilar del orden protestante). A partir de ese momento, Thomas pudo dedicarse abiertamente a la creación literaria. Y aún más: se sintió libre para criticar en sus obras (Los Buddenbrook es un buen ejemplo) todo aquello relacionado con el mundo burgués que, de haber vivido su padre, no se habría atrevido a cuestionar.
Aun así, a pesar de esa liberación, Mann nunca llegó a abrazar el estilo de vida bohemio que estaba tan en boga entre la juventud artística de su época. Ni siquiera cuando, en 1894, tras la venta de la empresa familiar (que le proporcionó una considerable renta vitalicia y le permitió dedicarse cómodamente a la escritura), se mudó con su familia a una ciudad más acorde con el carácter y los intereses vitales de su madre: la liberal y artística Múnich, epicentro del Jugendstil y del simbolismo germano.
Thomas apenas participó del espíritu antiburgués e irreverente que animaba la vida cultural de Schwabing, el conocido barrio bohemio muniqués. Al contrario: abordó la escritura con rigor luterano. Trabajaría con el mismo sentido del orden y responsabilidad que había caracterizado la vida de su progenitor. Su acercamiento al arte fue disciplinado y metódico, más próximo a la ética del trabajo protestante que al ideario romántico del genio inspirado. No encontró la felicidad en el ejercicio artístico, sino la satisfacción del deber cumplido. Como resume su biógrafo Hermann Kurzke: “Mann fue un burgués que escribía contra la burguesía con las armas de la burguesía”.
Empujado al armario
El segundo acontecimiento determinante de la adolescencia de Thomas Mann fue de índole afectiva. El escritor cometió el “error” de declarar su amor a un compañero de clase, el rubio Armin Martens, quien más tarde aparecería como arquetipo del efebo idealizado en varias de sus obras. Martens no solo lo rechazó, sino que se burló de él y de los poemas de amor que le había escrito.
Por si fuera poco, Thomas recibió también el desdén de su hermano mayor, Heinrich Mann. El futuro novelista y activista socialista, autor de la sátira antiprusiana El súbdito y de la célebre El profesor Unrat (popularizada por su adaptación al cine con el título El ángel azul, 1930), reaccionó con sarcasmo al enterarse de las inclinaciones sentimentales de su hermano. Se conserva una carta en la que ridiculiza sus “desafortunados sentimientos” y se burla del tono “blandengue, dulzón y sentimental” de sus composiciones líricas.

El escritor alemán Thomas Mann
El rechazo amoroso y las críticas de Heinrich, a quien admiraba y deseaba agradar, debieron de calar hondo en el ánimo del joven Thomas. No parece que afectaran a su confianza como escritor (Mann fue un talento precoz: comenzó a escribir su primera gran obra, Los Buddenbrook, con apenas 22 años), pero sí a sus sentimientos más íntimos y a su manera de expresarse en sociedad.
La relación con su hermano pasaría con los años del amor al resentimiento, de fraternal a fratricida, sobre todo a partir del enfrentamiento ideológico que protagonizaron durante la Primera Guerra Mundial. A diferencia del demócrata y pacifista Heinrich, Thomas se sumó a la corriente general (luego se retractaría) y defendió fervientemente la intervención armada desde postulados nacionalistas (reflejados en su panfleto antidemocrático Consideraciones de un apolítico).
Tras sufrir ese doble rechazo en la adolescencia, Mann adoptaría una actitud defensiva ante el mundo, protegiéndose tras una coraza de introspección, reserva y respetabilidad burguesa. En 1905 dio un paso decisivo en ese sentido: se casó. Contrajo matrimonio con Katia Pringsheim, una estudiante de física y matemáticas (algo excepcional para las mujeres de la época), hija de una acaudalada familia de industriales e intelectuales liberales de origen judío (su padre era el eminente matemático Alfred Pringsheim).
Algunos biógrafos sostienen que la figura algo andrógina de la joven Katia (ocho años más joven que Mann), junto con su inteligencia y carácter rebelde, alejados del modelo tradicional de mujer burguesa alemana de la época, pudieron haber facilitado la atracción del escritor hacia ella y la consumación del matrimonio. En su biografía novelada El mago, Colm Tóibín describe el primer encuentro amoroso de la pareja en esos términos: “…sus labios carnosos, sus pechos pequeños, sus fuertes piernas (…) Thomas se dio cuenta de que Katia podía ser fácilmente un muchacho”. Tuvieron seis hijos juntos.

Thomas Mann y su esposa Katia en Berlín en una foto sin datar
Aun así, Mann no se limitó a vivir su sexualidad en secreto, como tantos homosexuales de su época, sino que la reprimió con severidad puritana. “Cómo la odio, esta maldita sexualidad”, escribió al crítico de arte Otto Grautoff, gran amigo y confidente. “¿Cómo puedo liberarme de ella?”.
Mantener a los perros encadenados
Thomas Mann hizo suya la célebre metáfora de Nietzsche: “¡Silencio en los sótanos!; que todos los perros estén bien encadenados” (La genealogía de la moral, 1887). El novelista mantuvo toda su vida a sus “perros” encadenados, sujetos por férreas cadenas hechas de autocontrol, distancia irónica y, como recoge en sus diarios, muchas duchas frías.
Solo los dejó ladrar en sus escritos. Primero como un eco lejano, distante, audible pero apenas inteligible (salvo para su círculo más íntimo y los lectores más informados), en novelas como Tonio Kröger (1903) o La muerte en Venecia (1912); y luego, con mayor claridad, en sus diarios, esenciales para comprender la dimensión de su tormento interior.
Esa tensión entre deseo y represión, entre impulso erótico y normas morales, se convirtió en un motivo recurrente de su obra literaria. Lector atento de Schopenhauer, quien propuso el arte y la santidad como vías para refrenar y sublimar los impulsos eróticos, Mann resumió así este conflicto: “La pasión que no se puede satisfacer se convierte en el fundamento del ejercicio artístico”. La ficción como espacio simbólico, como lugar seguro y socialmente aceptable donde poder expresar, dándoles forma literaria, las pulsiones reprimidas.
En cuanto a sus diarios, Mann dejó escrito en su testamento: “Sin valor literario, pero no debe ser abierto por nadie hasta veinte años después de mi muerte”. El escritor falleció el 12 de agosto de 1955 en Zúrich, a donde se había mudado tras su exilio en Los Ángeles. En 1977 los diarios se publicaron. Mann, tan contenido como siempre, no llegó a soltar a los perros del sótano, aunque sí les permitió ladrar libremente. Sin embargo, lo que revelaron estos escritos íntimos es que “los perros” de Thomas Mann no ladraban: habían estado aullando toda la vida.