Malos recuerdos de Budapest: Ucrania, del engaño de 1994 a la mediación de Trump

Memorando

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Apretón de manos entre Trump y Putin al término de la cumbre

Apretón de manos entre Trump y Putin al término de la cumbre celebrada el pasado mes de agosto 

Efe

Donald Trump y Vladímir Putin habían acordado un eventual encuentro en Budapest para, en palabras del primero, “ver si pueden poner fin a esta vergonzosa guerra”. Para cualquier ucraniano, el hecho de que su país no hubiese recibido una invitación a esa cumbre debía de ser en sí una señal de alarma, pero era imposible, además, que el lugar donde se iba a celebrar no les traiga malos recuerdos. Budapest, Hungría, exactamente igual que en 1994.

Aquel 5 de diciembre de 1994 había sido un auténtico desastre. Al día siguiente, La Vanguardia titularía en portada y a cinco columnas que Rusia y EE. UU. habían chocado por la expansión de la OTAN hacia el este, pero además el presidente bosnio había abroncado a medio centenar de líderes europeos presentes en la cumbre por no hacer nada ante las matanzas en su país. La buena noticia del día, hacia el final de la jornada, ocuparía apenas un recuadro en páginas interiores: “Ucrania deja de ser una potencia nuclear”.

El engaño de Budapest

Con la desintegración de la URSS, Ucrania había heredado el tercer mayor arsenal nuclear del mundo: 1.900 cabezas nucleares y 176 misiles balísticos intercontinentales para transportarlas, además de otros muchos miles de armas atómicas de menor calibre. En 1994, después de tres años de duras negociaciones, el gobierno ucraniano había venido a Budapest para, por fin, firmar su entrega a Rusia. Eso sí, con condiciones.

El presidente de Ucrania Leonid Kravchuk y el de la Federación Rusa Boris Yeltsin firman la disolución de la Unión Soviética en diciembre de 1991.

El primer presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, y el de la Federación Rusa, Borís Yeltsin, firman la disolución de la URSS en diciembre de 1991

RIA Novosti / U. Ivanov / CC-BY-SA 3.0

Antes incluso de declarar su independencia, el Parlamento ucraniano ya había apostado por el desarme nuclear. Sin embargo, no quería entregar su arsenal sin antes obtener por parte de la OTAN y de EE. UU. garantías claras de que la defenderían en caso de agresión. Tenía sentido, porque, ya a principios de los noventa, el recién nacido Parlamento de la Federación Rusa había declarado “ilegal” la cesión de Crimea que había hecho a Ucrania el Estado soviético cuatro décadas antes.

El problema de Ucrania es que iba un poco de farol. Sí, poseía un arsenal nuclear enorme, pero nunca llegó a tener la capacidad de usarlo, y sus propios científicos sabían que el país no podía siquiera permitirse lo que costaba mantenerlo de forma segura. Un asesor del presidente ruso Borís Yeltsin le dijo incluso que no se molestara en convencer a los ucranianos de que le entregaran las bombas: “Será Ucrania quien nos acabará pidiendo que nos las llevemos y tendrá que pagar el traslado”.

Bill Clinton, Borís Yeltsin y el presidente ucraniano Leonid Kravchuk en enero de 1994 en un acuerdo previo al Memorando de Budapest de diciembre

Bill Clinton, Borís Yeltsin y el presidente ucraniano Leonid Kravchuk en enero de 1994 en un acuerdo previo al Memorando de Budapest de diciembre

Universal History Archive/Universal Images Group via Getty Images

EE. UU. temía que una bomba nuclear descontrolada cayera en malas manos y, a la vez, tampoco quería enfadar más a Rusia, así que puso a sus diplomáticos a buscar una solución con la que todos los implicados salvaran la cara. Así nació el texto que se firmaría en Budapest, que sería “memorando”, y no “tratado”, porque esos tienen valor legal, y que no ofrecería las “garantías” que pedía Ucrania, sino solo “seguridades”, un término que los abogados de Bill Clinton consideraron menos preciso y más interpretable. Aunque en ruso y ucraniano las dos palabras significan lo mismo, los negociadores estadounidenses se aseguraron de incluir una aclaración específica al respecto.

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El texto ni siquiera hablaba de un “acuerdo” entre países, sino que se limitaba a decir que tres países “tomaban en cuenta” el compromiso de Ucrania de renunciar a su armamento nuclear y “reafirmaban” una serie de cosas, entre ellas que respetarían su integridad territorial y sus fronteras. Firmaron el presidente de EE. UU., Bill Clinton; Borís Yeltsin en representación de Rusia; y el primer ministro John Major por el Reino Unido. Por parte de Ucrania lo hizo su presidente Leonid Kuchma, que irónicamente había sido antes director de la mayor fábrica de misiles de la Unión Soviética, según contó el New York Times.

Un foto borrosa

La foto de los cuatro líderes firmando el memorando de Budapest dejó una de las pocas sonrisas de aquella tensa cumbre, pero es hoy recordada como la expresión de un gran fracaso. Ucrania recibió tras la firma importantes ayudas económicas que le hacían mucha falta, pero tuvo que renunciar a las garantías claras y vinculantes frente a una posible agresión rusa que había buscado durante años. En 2014, tras la invasión de Crimea por las tropas de Putin, el gobierno ucraniano introdujo el memorando de Budapest en el registro de tratados internacionales de Naciones Unidas, pero ya era papel mojado.

Un soldado ucraniano en la base de Belbek, cerca de Sebastopol, en Crimea.

Un soldado ucraniano en la base de Belbek, cerca de Sebastopol, en Crimea, en 2014

Propias

Rusia ha violado repetidamente lo declarado (o “reafirmado”) en Budapest, además del artículo dos de la Carta de las Naciones Unidas, y su presidente tiene pendiente una orden de detención de la Corte Penal Internacional. El gobierno de Putin ha defendido que el memorando no tiene valor legal vinculante y también que otras potencias lo violaron antes al entrometerse en los asuntos internos de Ucrania.

Una cosa es segura: las “garantías” que buscaba Ucrania y las “seguridades” que Rusia le concedió entonces no le sirvieron de mucho cuando llegó la hora. Es una lección que el gobierno de Zelensky parece tener muy presente mientras navega entre las amenazas de Putin y la mediación de Donald Trump, aunque no pueda ni siquiera sentarse a la mesa de negociación. 

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