Sophie Baby, hispanista: “Resulta rarísimo oír decir que alguien mató en la Guerra Civil y que lo lamenta; las huellas del arrepentimiento son ínfimas”

Entrevista

La historiadora francesa articula en su libro ‘¿Juzgar a Franco?’ (Akal) la trayectoria seguida en España en torno a la memoria del conflicto y la dictadura

La hispanista francesa Sophie Baby, autora de ‘¿Juzgar a Franco?’ (Akal)

La hispanista francesa Sophie Baby, autora de ‘¿Juzgar a Franco?’ (Akal)

Cedida

La historia de España no sería la que es sin la aportación de los hispanistas y su larga nómina de autores ilustres: John H. Elliott, Geoffrey Parker, Raymond Carr, Paul Preston… La francesa Sophie Baby también se ha convertido en un punto de referencia, en este caso para nuestro pasado reciente. En El mito de la transición pacífica (Akal, 2021) defendía que el paso del franquismo a nuestra actual democracia no fue tan idílico como habíamos imaginado. Su último libro, ¿Juzgar a Franco? Impunidad, Reconciliación, Memoria, se adentra en el polémico territorio de la memoria histórica. ¿Cómo gestionar la existencia de un régimen que provocó miles y miles de víctimas, tanto condenados a muerte como a penas de prisión?

¿Fuimos un modelo de reconciliación democrática o un caso flagrante de impunidad de los verdugos del franquismo? Baby nos propone un apasionante recorrido por los diversos intentos de afrontar las responsabilidades criminales de la dictadura. Su libro, sin duda, provocará polémica dado lo conflictivo del tema. Lo que no hará es dejar indiferente a nadie. A través una amplia documentación inédita nos muestra las posibilidades alternativas que se ofrecieron para abordar las experiencias traumáticas de nuestros abuelos.

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Se dice que la Amnistía de 1977 implicó un “pacto de olvido”. ¿Qué piensa usted al respecto?

En cierto modo, sí. La palabra amnistía viene del griego mnēstía, la memoria, precedida del prefijo privativo a: significa, por tanto, el acto de olvidar las faltas pasadas. La amnistía no solo anula las penas, sino que se acompaña de la prohibición de mencionar los crímenes pasados en el espacio público, como lo estipulaba el decreto ateniense del año 403 a. C., considerado el primero de la historia.

La amnistía de 1977 pretendía simbólicamente cerrar el pasado de violencias sobre la base de la reciprocidad, dejar atrás los crímenes del pasado para construir un proyecto de futuro liberado de la búsqueda de responsabilidades.

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Dominio público

Si bien no estaba prohibido mencionar la guerra y el franquismo, ni recordar los sufrimientos que la amnistía pretendía en parte reparar –de hecho, la amnistía constituyó el marco de las reparaciones posteriores–, ya no se trataba de echarse en cara los crímenes de unos y otros, pues crímenes los había habido en ambos bandos. “¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando unos a otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?”, afirmaba el diputado comunista Marcelino Camacho.

De hecho, durante la Transición, el hemiciclo se convirtió en un espacio del que se desterraba conscientemente toda mención a las atrocidades pasadas, que amenazaban con reactivar la dinámica vengativa: el “olvido institucional” debía “silenciar el no olvido de la memoria”, acallar lo inolvidable para lograr la paz de la ciudad, según las palabras de Paul Ricoeur.

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¿Era esta voluntad de callar sobre los males del pasado sinónimo de olvido? No: precisamente porque el sufrimiento era inolvidable, era necesario proscribir su recuerdo del debate público de la ciudad. Y ello no impidió que en otros ámbitos de la sociedad distintos del político –en particular, en el campo cultural y académico– se desarrollaran relatos, obras de arte e investigaciones históricas sobre la Guerra Civil.

¿Podría darse el caso de que la memoria histórica fuera incompatible con la reconciliación? Eso fue lo que sugería David Rieff en un libro a favor del olvido.

En efecto, la “Edad de la memoria” es muy reciente en la historia: esa idea del “Never again”, según la cual es necesario recordar para impedir que el mal se reproduzca, surgió en el inmediato post-1945, a raíz del impacto provocado por el descubrimiento de los campos de exterminio nazis. Sin embargo, solo mucho más tarde se impuso como un imperativo moral y democrático, de manera definitiva en los años noventa, con la toma de conciencia de que otro genocidio –algo hasta entonces impensable– estaba teniendo lugar a escasos cientos de kilómetros de Bruselas, en Srebrenica. Se instauró entonces un Día europeo de conmemoración de las víctimas del Holocausto, y el “deber de memoria” pasó a convertirse en una garantía incuestionada de reconciliación a largo plazo y de credibilidad democrática.

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Miriam Ziegler, de 84 años, señala una foto que la muestra de niña en Auschwitz 

Sean Gallup / Getty

Pero hasta entonces, el derecho al olvido se consideraba un derecho fundamental esencial, y la amnistía era la norma, incluso en la Europa de la posguerra, donde ya en 1946 el comunista Togliatti decretó la amnistía de los fascistas condenados, rápidamente seguido por los gobiernos francés e incluso alemán. Aún hoy, aunque la guía de buenas prácticas para las salidas de conflicto difundida por la ONU promueva los derechos a la verdad, a la justicia, a la reparación y a la memoria, en la práctica las amnistías siguen utilizándose de manera masiva como herramienta de pacificación de las sociedades.

Su libro muestra como la izquierda defendió la concordia. Ese fue el caso, por ejemplo, de la apuesta del Partido Comunista por la reconciliación nacional en 1956. ¿Cree que, en la actualidad, se tiende a olvidar el compromiso progresista con la superación de la Guerra Civil?

La apuesta del PCE consistía en abandonar la lucha armada, que había llegado a un punto muerto, para emprender otra estrategia de conquista del poder, esta vez pacífica. Y ello pasaba por reconocer la necesidad de superar, veinte años después, las fracturas de la Guerra Civil. Superar la Guerra Civil implicaba renunciar a la venganza y a la exigencia de responsabilidades: esto queda muy claro en la Declaración por la Reconciliación de 1956.

No sé si hoy se tiende a olvidar este compromiso comunista, posteriormente compartido por la mayoría del antifranquismo; pero el hecho de que en un momento dado la necesidad histórica condujera a privilegiar esa opción no significa que, décadas más tarde, otras generaciones no puedan considerar que haya llegado el momento de mirar este pasado de otra manera. Hoy, el franquismo se percibe a través del prisma del derecho internacional de los derechos humanos, que considera, por ejemplo, que la desaparición forzada de personas constituye un crimen intolerable contra la humanidad, que no puede prescribir mientras los restos no hayan sido hallados. Y eso tiene poco que ver con el compromiso asumido por la comunidad de los vencidos con la reconciliación durante las últimas décadas del franquismo.

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Usted indica que la amnistía se proyectó ya en las filas republicanas en 1937. ¿En qué consistía este plan?

La política de reconciliación nacional de 1956 tiene su origen en el programa del gobierno republicano de Juan Negrín, de abril de 1938, los Trece puntos, cuyo último punto reivindicaba una “amplia amnistía para todos los españoles que quieran cooperar en la inmensa labor de reconstrucción y engrandecimiento de España”, procurando “reprimir y ahogar toda idea de venganza y represalia”. Desde entonces, la amnistía, como instrumento liberal privilegiado de resolución de los conflictos civiles, fue contemplada en todos los proyectos para el “después”, tanto en los de los Aliados como en los de las distintas oposiciones.

Ya en 1937, otra corriente de pensamiento, la de los pacifistas cristianos –a partir de los comités católicos español, francés y británico por la paz civil en España– había puesto en marcha una campaña en favor de una mediación internacional para alcanzar una paz negociada que pusiera fin a “ese espíritu de rencor y venganza” desatado por la guerra. Pero para Franco, “los criminales y sus víctimas no podían vivir juntos”, de modo que todos estos proyectos de amnistía carecieron de cualquier proyección concreta.

Juan Negrín, durante su visita al frente del Ebro en 1938, donde despidió a las brigadas internacionales

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Dominio público

Háblenos de Marcos Ana, el poeta comunista que estuvo veintidós años en las cárceles de Franco, pero era uno de los principales partidarios de la reconciliación.

En efecto, durante mis investigaciones me encontré con la figura de Marcos Ana (su verdadero nombre era Fernando Macarro Castillo), cuya historia resulta fascinante: encarcelado desde los dieciocho años, en 1939, no salió de prisión hasta 1961, gracias a un indulto franquista, después de haber pasado veintitrés años en la cárcel. La prisión –en particular el penal de Burgos– fue su verdadera universidad, intelectual y política; allí escribió sus primeros poemas, varios de los cuales exaltaban la amnistía.

Ya desde las propias cárceles, participó activamente en la campaña a favor de la amnistía de los presos políticos, lanzada en 1959 y difundida en España por personalidades como Ramón Menéndez Pidal. A su salida de prisión, emprendió una gira por la Europa occidental y del Este y por América Latina, que describe con emoción en sus memorias, para convertirse en el portavoz de sus compañeros que seguían encarcelados y, sobre todo, para reclamar la amnistía general de los presos políticos. Por su ejemplaridad moral, su carisma y su mensaje de benevolencia y reconciliación, contribuyó sin duda decisivamente a difundir, mucho más allá de la esfera comunista, la idea de la reconciliación con los perpetradores.

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Marcos Ana (1920-2016) 

Propias

Tras la Guerra Civil, ¿hubo algún intento de que se castigara la violencia de los vencedores por la vía penal?

Intento de que se castigara, obviamente no, ya que los vencidos no tenían ningún instrumento de poder y mucho menos de justicia a su disposición. Pero he seguido la pista de los proyectos elaborados entonces para un eventual después de Franco, con el fin de detectar en ellos las huellas de esa sed de justicia. Y sí, se encuentran en los años cuarenta, en los proyectos de lo que quedaba de la oposición interior, reunida en 1944 en torno a la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas (ANFD), así como en los proyectos del Gobierno vasco en el exilio.

De hecho, es en los documentos del Consejo de Navarra donde se hallan las palabras más virulentas contra los brazos ejecutores, pero también contra los cómplices, las autoridades civiles que los hubieran amparado o los sacerdotes que hubieran cooperado con los rebeldes. Pero después de los intentos fallidos de derribar el régimen a la salida del conflicto mundial, desaparece toda mención al castigo penal. Solo se alude, de manera vaga, a la necesidad de establecer responsabilidades, sin precisar más sus modalidades, y la amnistía pasa a ocupar el primer plano.

La historiografía nos dice muchas cosas de las víctimas del franquismo. ¿Conocemos también a sus verdugos o esa es una asignatura pendiente?

Es cierto que la historiografía ha puesto el acento, en los últimos años, en el conocimiento de las víctimas de la violencia perpetrada durante la guerra y el franquismo, porque existía un gran déficit en este ámbito –déficit aún no completamente subsanado, ya que todavía no se dispone de una lista bien establecida con los nombres de todas las víctimas–, y porque ello respondía a una fuerte aspiración social vinculada al movimiento de recuperación de la memoria histórica, centrado al principio en la búsqueda de los cuerpos en las fosas comunes.

Pero desde hace algunos años, una nueva corriente de investigación se centra de nuevo en los perpetradores, siguiendo la línea de los Perpetrator Studies, desarrollada a propósito del nazismo o del genocidio de los tutsis en Ruanda, que busca comprender las motivaciones para matar, tanto a nivel individual como colectivo. Uno de mis doctorandos trabaja precisamente en esta línea sobre una milicia falangista de Cádiz, en colaboración con grupos de investigación en Barcelona y Santiago de Compostela. Se trata, por tanto, de un camino ya iniciado que, por supuesto, es necesario continuar.

La historiadora Sophie Baby en una conferencia

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Cedida

Parece que poca gente ha reconocido en España sus propias culpas en la Guerra Civil. ¿Nos falta autocrítica?

Es muy difícil encontrar relatos de verdugos: se trata de un género específico dentro de las fuentes sobre la violencia, prácticamente inexistente en el caso español, y que constituye un verdadero obstáculo para comprender sus motivaciones. Cuando ha habido procesos de justicia, como en el caso de la Alemania nazi, se dispone de fuentes judiciales de un valor incalculable, que incluyen testimonios y relatos. En España, en ausencia de todo procedimiento judicial o de una comisión de la verdad –reclamada por algunos–, esas fuentes faltan.

Así como se reconoce con facilidad haber sufrido –hasta el punto de que, como se oye a menudo en el debate público español, “todos son víctimas”–, resulta rarísimo oír decir que alguien mató y que lo lamenta. Las huellas del arrepentimiento son ínfimas; quizá haya que buscarlas en el ámbito de las fuentes familiares, todavía ocultas y poco exploradas.

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¿Por qué la Justicia Internacional de Posguerra olvidó a España? Su libro muestra, por ejemplo, el intento del lehendakari Aguirre para que en Núremberg se acusara a Hugo Sperrle, el militar nazi, por la destrucción de Gernika.

Al interesarme por esta doble posición de España después de 1945 –un régimen perteneciente al bando de los vencidos, pero al mismo tiempo defendiendo hábilmente la postura del vencedor en la escena internacional– me encontré, en efecto, con esta iniciativa bastante desconocida de Aguirre. En sus archivos en Bilbao se encuentra el expediente, muy escaso, presentado ante un tribunal militar estadounidense que juzgaba a altos mandos militares, entre ellos Hugo Sperrle, jefe de la Legión Cóndor en el momento del bombardeo de Gernika. Este intento fracasó, de ahí, sin duda, su caída en el olvido, no solo porque el caso de Gernika no llegó a ser llevado ante el tribunal, sino sobre todo porque Sperrle fue absuelto.

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Imágenes del bombardeo de Gernika del 26 de abril de 1937

Universal History Archive / Otras Fuentes

El destino de España no interesaba a los Aliados, ni como antesala del conflicto mundial y terreno de experimentación del ejército del Reich –lo que Göring confirmó explícitamente durante sus audiencias en el Tribunal Militar Internacional de Núremberg– ni como brazo armado del régimen nazi o, por el contrario, como proveedor de refugiados deportados y víctimas del nazismo. El testimonio del único español en Núremberg, Francesc Boix, sobre el campo de Mauthausen servía únicamente a los intereses de los fiscales francés y soviético, pero el destino de los “Rotspanier” ni siquiera fue mencionado.

En cuanto a llevar ante los tribunales el bombardeo de ciudades abiertas, como Gernika, ni se contemplaba, y con razón: los Aliados habían sido en gran medida los principales responsables.

¿Por qué en España se podía inculpar a Pinochet pero no a Franco?

Aquí conviene prestar atención a la cronología: fue en 1998 cuando el juez Baltasar Garzón emitió una orden de detención internacional contra el general Pinochet, que entonces se encontraba en Londres. Hay que recordar cuánto se movilizó la izquierda española en apoyo de los exiliados del Cono Sur a finales de los años setenta, y en ese contexto entró en contacto con la gramática de la defensa de los derechos humanos y con nuevas categorías de crímenes de lesa humanidad que estaban siendo formuladas, como la tortura y, sobre todo, la desaparición forzada de personas.

Fue en este marco cuando varios magistrados asumieron los casos que condujeron, en 1998, a la detención de Pinochet y, posteriormente, a la condena de varios militares chilenos y argentinos –como Adolfo Scilingo– en nombre del principio de jurisdicción universal. Y fue precisamente entonces cuando surgió la gran paradoja: ¿cómo podía España juzgar a Pinochet y no a Franco? Poco después, algunos se dedicaron a caracterizar el llamado “modelo español de impunidad”, mientras que el movimiento por la recuperación de la memoria histórica empezaba a tomar forma: España entraba poco a poco en la Edad de la memoria.

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Augusto Pinochet y su esposa Lucía Hiriart

Terceros

De allí surgió el intento del mismo juez Garzón de abrir una instrucción sobre los crímenes del franquismo en 2008, que fracasó y fue sustituido por otro intento, deslocalizado en Argentina en 2010, en un fascinante juego de idas y vueltas. Pero en España, la ley de amnistía de 1977 ha bloqueado, hasta ahora, cualquier intento de penalizar las violencias del franquismo.

En cuestiones de memoria, ¿es España una excepción en el contexto internacional?

No tanto. En el libro intento liberar el pensamiento de este paradigma de la excepcionalidad, de la anomalía, que se adhiere a la historia de España, para situar, en cambio, los caminos elegidos tanto en su historia larga como en su propio tiempo.

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En los años setenta, nada era más habitual que la amnistía. Las peticiones de amnistía en España se inscribían dentro de campañas más globales por la liberación de presos políticos en Portugal o Brasil, y fue en este contexto que en 1961 se fundó Amnesty International.

A lo largo de los años ochenta y noventa, sin embargo, se impuso el paradigma de la memoria y de la lucha contra la impunidad, con un doble referente europeo y sudamericano, sobre todo argentino. España pasó de ser un modelo de reconciliación a convertirse en campeona de la justicia universal, antes de ser percibida, al contrario, como modelo de impunidad. Pero, en todos los casos, España evolucionó en interacción constante con las transformaciones globales del mundo que la rodea –y el libro trata de atrapar estas conexiones internacionales y los actores que las impulsan–, a veces con precocidad, a veces con retraso, y siempre con la singularidad de una dictadura que duró 40 años y cuyo legado resulta difícil de barrer.

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