Lo de Mao resultó ser un “cuento chino”: la verdad tras la revolución cultural

Entre libros

Con 'La Revolución Cultural. Una historia popular (1962-1976)', el historiador Frank Dikötter aporta un demoledor relato del horror de aquel episodio al que Mao Zedong dio alas

Juicio público de un dirigente local del PC chino en Harbin, año 1966.

Juicio público de un dirigente local del PC chino en Harbin, año 1966.

LV

Dicen que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Si el cristianismo produjo las cruzadas y la Inquisición, el comunismo llevó a dictaduras tan brutales como la de Stalin en la URSS y la de Mao en China. El historiador holandés Frank Dikötter se ha dedicado a esta última con una trilogía de la que ahora se publica en castellano el último volumen: La Revolución Cultural. Una historia popular (1962-1976). El subtítulo es uno de sus principales atractivos, porque el estudio se centra en las vivencias del pueblo llano. 

Para trazar este ambicioso fresco de una etapa de turbulencias y masacres, Dikötter ha accedido a los archivos del país asiático. Eso hace que su contribución sea especialmente significativa.

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Mao, para sus partidarios, era el Gran Timonel. Cuesta entender que militantes comunistas, supuestamente entrenados en el pensamiento crítico, le consideraran una figura infalible. Aquí nos encontramos con diversos testimonios que prueban semejante culto a la personalidad. Los chinos no solo tenían que obedecer a su presidente, sino hacerlo al pie de la letra. 

Sin embargo, el reverenciado mandatario también se equivocaba, como es lógico. Causó la muerte de millones de personas con el Gran Salto Adelante, su descabellado plan para poner al país a la altura de las potencias occidentales en un tiempo récord. En realidad, solo consiguió que sus compatriotas se habituaran a mentir y estafar al Estado. De hecho, ese era el único camino si querían sobrevivir. 

Abajo con lo antiguo

No todos los comunistas chinos pensaban que ese desastre fuera un accidente. Algunos lo atribuían, certeramente, a los errores del dirigente supremo. Decidido a aferrarse al poder, Mao subió la apuesta y desencadenó la revolución cultural. Se trataba, en teoría, de suprimir todos los restos ideológicos de la vieja sociedad que subsistían bajo el capitalismo. De esta forma, se estigmatizaron como “burgueses” el maquillaje, la música clásica y un sinfín de cosas, por inocentes que resultaran. 

Comité Revolucionario de Pekín, 1967.

Comité Revolucionario de Pekín, 1967.

Dominio público

El puritanismo proletario reinaba por doquier. Los guardias rojos se encargaban de humillar o matar a todos los “contrarrevolucionarios” que supuestamente se habían infiltrado en el partido para desnaturalizar el régimen desde dentro.

Pero, según Dikötter, el extremismo de Mao solo consiguió acabar con el maoísmo, en una especie de justicia poética. A su muerte, los ciudadanos, cansados de la sucesión de arbitrariedades, vieron como mal menor a un pragmático como Deng Xiaoping

Eso sí, nadie pidió responsabilidades al partido ni a Mao. Los miembros de la denominada “banda de los cuatro”, entre ellos, la viuda del dictador, se convertirían en el chivo expiatorio que el poder necesitaba para no verse cuestionado mientras cambiaba de rumbo.

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