El autoritarismo gana fuerza en un mundo en el que las relaciones internacionales se definen cada vez más por las relaciones de fuerza.Donald Trump, Vladimir Putin y Beniamin Netanyahu son tres buenos ejemplos de ello.

Beniamin Netanyahu, Donald Trump y Vladimir Putin / Alan Jurgens
En el otoño de 2016, en su último año de carrera, Pablo y Clàudia encontraron la fórmula para hacer algo de dinero como guías turísticos en Barcelona. Sus mejores clientes eran parejas estadounidenses, gente blanca y acomodada, jubilados, pequeños empresarios. Eran simpáticos, daban buenas propinas y se mostraban interesados por lo que les mostraban. La ruta turística solía acabar en algún bar de la calle Parlament. Y entre copa y copa, con la sinceridad desconcertante de los norteamericanos, les hablaban de sus creencias religiosas y les contaban que ese año iban a votar Donald Trump. Todos.
El contraste entre las opiniones de aquellos visitantes y lo que pensaban los “expertos” locales era chocante. En foros y reuniones con consultores, financieros y empresarios mediáticos, el pronóstico era justo el contrario. La simple sugerencia de que Trump pudiera ganar provocaba sonrisas de suficiencia. Ellos estaban bien informados y eran personas de orden. Y para ellos, el orden se llamaba Hillary Clinton. La posibilidad de que un empresario inmobiliario de Nueva York que engañaba a sus esposas y que actuaba de tertuliano pudiera llegar presidir la primera potencia, no les entraba en la cabeza. No, al menos, en la Barcelona de 2016.
Han pasado ocho años. Trump ha vuelto a ganar. Y en el mundo empresarial barcelonés ya no se percibe la sensación de estar hablando de Marte. Hay algunos que todavía lo ven como un cuerpo extraño. Pero la actitud más extendida es la curiosidad. ¿Qué hará cuando mande? ¿Podrá bajar de verdad los impuestos? ¿Liberalizará las criptomonedas como ha prometido? Todos quieren ver hasta dónde llegará la desregulación que le piden los magnates de la tecnología. Y les da morbo imaginar que la motosierra de Elon Musk pueda ser tan afilada como la de Javier Milei.
En resumen, 2024 ha sido el año de la normalización de Donald Trump. Ya no es una anomalía en la periferia del sistema. Ocupa el centro. Ha desplazado a la vieja política. Dice cosas inconvenientes. Pero lo puede hacer porque es mucho mayor la irritación de sus votantes hacia sus competidores, la elite política tradicional, a la que culpan de años de pérdida de poder adquisitivo y de la inmigración.
El economista Paul Krugman, que esta semana se ha despedido de The New York Times, se pregunta en su última columna por qué hemos pasado del optimismo del 2000 a la ira y el resentimiento de estos años. Encuentra la explicación en el colapso de la confianza en las elites, en una duda corrosiva sobre su honestidad y su capacidad para arreglas las cosas.
De Trump ni se lo plantean. Ha dado una inesperada lección de resistencia. Hace cuatro años estaba desahuciado. A punto de ir a la cárcel. Ahora ha vuelto con ansias de venganza. Como en una película de oeste. Moviliza a los blancos, prescinde de las minorías, exhibe un machismo desinhibido. Y cuando, herido en la oreja después de que le dispararan en un mitin, alza el puño y grita fight, fight, fight a sus seguidores, estos enloquecen porque les gustaría ser como él.
Trump ha creado a su alrededor un culto a la personalidad, requisito indispensable para ser un líder autoritario, un hombre duro, (strongman), como ha bautizado el periodista Gideon Rachman a esa generación de políticos en la que están el propio Trump, Putin, Orbán, Xi Jinping, Netanyahu o Narendra Modi...
Putin y Netanyahu han mostrado con el ejemplo que son las guerras las que mueven las fronteras
Hombres fuertes. Trump desprecia a los que considera débiles. Despreciaba a Mijail Gorbachev cuando el ruso estaba de moda. Pensaba que había entregado la Unión Soviética. Y aprendió pronto a amar a Vladimir Putin, arquetipo de esa generación de duros.
Putin es un hombre formado en el KGB, que sabe dar miedo a quien le trata y amenazar sin alzar la voz. Siempre ha pensado que es la fuerza la que mueve fronteras, la que cambia la historia. Pocos como él lo han llevado a la práctica. El precio ha sido alto para sus súbditos: Rusia es hoy un país entregado a una máquina de guerra que no se detendrá. En 1989 Occidente se proclamó ganador de la Guerra Fría y Estados Unidos en el poder absoluto. Putin ha revertido esa narrativa. Ha cerrado ese periodo de unipolaridad y, a través de la guerra en Ucrania, ha inaugurado una etapa de multipolaridad. Las potencias medianas ya no temen a Occidente. Ya no se sienten impelidos a tomar partido.
Beniamin Netanyahu, primer ministro de Israel, es otro duro que aprovecha las oportunidades. Otro político superviviente. Hay muchas lecturas, algunas conspirativas, sobre ese período que va de la matanza de Hamas del 7 de octubre de 2023 hasta la caída del régimen de Bashar el Asad en Siria. Pero la única certeza que tenemos es que Israel tiene una capacidad de fuego que es muy superior a la de todos sus enemigos juntos. Y que no duda en ejercerla. Hace un mes los observadores pensaban que Netanyahu aspiraba a reocupar Gaza y a la anexión de parte de Cisjordania. Pero Israel ya ha puesto un pie en Siria y no parece que vaya a quitarlo en años...
Trump llega con un regalo bajo el brazo, el de la abdicación de EE.UU. como potencia de referencia
Ahora llega Donald Trump y lo hace con un regalo bajo el brazo para todos esos hombres a los que admira. Es su aislacionismo, vestido de improvisación, que es en la práctica la abdicación de Estados Unidos a ejercer como potencia hegemónica. Un regalo para los hombres duros. Pero no exactamente una buena noticia para los ciudadanos de a pie.