Una y otra vez, a lo largo de la historia, se ha visto como sucumbe, se divide y se derrumba, en poco tiempo, un imperio, no por falta de poderío o medios, sino por cuestiones dinásticas. Y cuando el primogénito sale mal parado, ponte a temblar. Qué dilema el del emperador, padre de varios vástagos, a la hora de pasar el cetro al más preparado y querido, para ocupar su regio lugar, máxime cuando su elección sea inesperada, a contracorriente, caprichosa.
El rey Lear, ese personaje tan trágico como patético de William Shakespeare, es el vivo retrato del anciano soberano cuya nívea caballera -o, como es el caso, su ausencia- nada tiene que ver con la sabiduría, de la que tan tristemente carece. Y es así como se presenta ante el respetable global, a sus 93 años, Rupert Murdoch, cuyo reinado, durante tantos decenios, de la angloesfera mediática, ahora toca a su fin. Pues resulta que no es inmortal. Quién lo iba a decir.
Heredero de un periódico de provincias de su Australia natal, Murdoch, de fuertes creencias ultraconservadoras, fue conquistando, ¡y cómo!, gran parte del mercado mediático, primero de Australia, y luego del Reino Unido y Estados Unidos. Ahí es nada.
Petulante, audaz, totalmente carente de escrúpulos, el cómo deja en el armario más de un esqueleto inexplicable, por no decir inconfesable. Pero los cadáveres, por muy bien enterrados que estén, tienen la mala costumbre de volver a la superficie, y Murdoch lleva, dicho metafóricamente, unas cuantas muescas en el cañón de su revolver, que algún día perturbarán el sueño a sus herederos.
Mucho antes de que nadie pudiera siquiera imaginar un invento tan diabólico como internet o las redes sociales, la prensa de masas de Murdoch ya deleitaba a sus lectores con un cóctel embriagador bien agitado, que no removido, de fotos de señoritas ligeras de ropa, bulos y fake news por un tubo, amén de exprimir hasta la última gota cualquier noticia, real o inventaba, pero sobre todo escandalosa, de la política, el mundo del deporte de élite o la farándula.
Ese infecto mejunje le hizo rico y, de paso, poderoso, muy poderoso. Hace ya años que hace o deshace a su antojo primeros ministros en el Reino Unido, y le da igual que sean conservadores o laboristas, pues lo único que le importa es que cacen ratones para él y sus intereses, que dirían los chinos, con la venía de Felipe González. Es improbable que hubiera triunfado el Brexit sin su inestimable apoyo.
Murdoch lleva unas cuantas muescas en el cañón de su revolver que algún día perturbarán el sueño a sus herederos
También le funciona el invento en Estados Unidos. Su imperio mediático incluye medios como The Wall Street Journal, New York Post, Sky News y, ¡ah!, Fox News, que tanto gusta a Donald Trump.
Casado cinco veces y padre de seis hijos, su sucesión, cuando llegue la hora, irá -ya se está viendo- todo menos que como una seda. Existe -o existía- una especie de fideicomiso según el cual el poder debía repartirse equitativamente entre sus cuatro hijos mayores. Pero resulta que el rey Lear mediático se lo ha pensado mejor y ha decidido que quiere que su hijo predilecto, Lachlan, se siente él solito en el trono después de su muerte, ya que éste es el único que comparte con su padre su radical ideología ultraconservadora trumpista.
Por ahora, el peliagudo asunto se está debatiendo en un jugado del estado de Nevada, que no ve con buenos ojos el intento torticero de Rupert Murdoch de modificar sus últimas voluntades a favor de su hijo Lachlan, en detrimento de sus otros tres hijos mayores, que deberían gozar de los mismos derechos que el elegido.
En fin, habrá que esperar para saber cuál será el desenlace de esta tragedia que promete ser todo menos edificante y que queda tan lejos de la grandeza de Shakespeare. Además, hace ya tiempo que hay otros que se forran vendiendo bulos, basura y ya no digamos señoritas ligeras de ropa. Un imperio mediático no es más que un castillo de naipes marcados.


