A solo 350 metros del campo de concentración de Sachsenhausen, un cartel electoral se alza impasible. Sobre él, la cara de Andreas Galau, candidato de AfD, el mismo que comparó la vacunación contra la covid con los experimentos médicos del nazismo. Hay imágenes que no necesitan contexto para resultar obscenas: la propaganda de la ultraderecha, flotando sobre la memoria de un infierno.
Porque Sachsenhausen sigue ahí, con su silencio endurecido por el tiempo, con su aire cargado de una memoria que no se disuelve. Auschwitz fue la condena. Sachsenhausen, la antesala. Entre estos muros, los nazis perfeccionaron su maquinaria de muerte. En el barracón del “tiro en la nuca”, mil prisioneros fueron ejecutados en un susurro de pólvora, sin tiempo para el grito, sin tumba ni nombre. El traidor disparo llegaba por la espalda y el cuerpo se desplomaba en el olvido. Después, los hornos. Siempre los hornos.
El último cartel antes del campo de concentración es de un candidato ultra
Aquí, en 1944, once niños judíos fueron trasladados desde Auschwitz para un destino aún más perverso: los médicos nazis les inyectaron el virus de la hepatitis solo para observar cómo la enfermedad devoraba sus cuerpos frágiles, sin más propósito que la crueldad elevada a método. Ninguno sobrevivió. Y hoy, a 350 metros de aquí, un político muestra sus discursos de odio y juega a reescribir la historia.
AfD se presenta a estas elecciones como la segunda fuerza preferida en las encuestas con entre un 20% y un 23% de los votos. Lo que comenzó como un partido euroescéptico ha mutado en una maquinaria de resentimiento donde se exaltan fronteras étnicas y se desprecia la memoria histórica. No es casualidad que Björn Höcke, uno de sus líderes, llamara al memorial del Holocausto en Berlín, donde un sirio apuñaló anteayer a un español, “monumento de la vergüenza”. AfD sabe que el olvido es su mejor aliado, que el pasado incomoda cuando aún arde. El problema no es solo alemán. El veneno del fascismo ya no necesita uniformes ni marchas nocturnas.
Una imagen del campo de concentración de Sachsenhausen en la actualidad
En un mundo donde Elon Musk, Steve Bannon o incluso el humorista mexicano Eduardo Verástegui en el acto de la extrema derecha de Washington pueden levantar la mano en un saludo nazi y seguir como si nada, el horror es un juego de niños. No es una provocación: es una normalización diabólica, una risa que coquetea con la tumba de millones de torturados. Cada guiño al pasado es una palada de tierra sobre la memoria.
Y, sin embargo, ayer en Sachsenhausen había esperanza. El campo estaba repleto de adolescentes. Caminaban en silencio, se detenían ante las fotografías de los prisioneros y miraban los barracones con la incredulidad de quien descubre que la maldad tiene estructuras, planes y mecanismos exactos. Debería ser un viaje de fin de curso obligado, más útil que cualquier libro de historia porque solo el conocimiento frena el odio. Y en una Alemania donde AfD se acerca con peligro al poder, esa lección es más urgente que nunca.