Katerina Gordéyeva es una periodista rusa opuesta a la guerra y al Kremlin. A pesar de ello, los ucranianos la miran con recelo. No pueden evitar verla como una enemiga. Atrapada entre dos mundos paralelos, Gordéyeva ha entrevistado a decenas de personas, rusas y ucranianas, para tratar de entender lo que no se puede entender. El resultado es Llévate mi dolor (Comanegra), un testimonio coral del horror que han causado los tres últimos años de guerra en Ucrania.
Katerina Gordéyeva sigue los pasos de la premio Nobel Svetlana Alexiévich en busca de los testigos de la guerra. El testimonio oral de quien la ha sufrido es esencial para escribir la historia. Resumimos a continuación unos cuantos. Alexiévich afirma que leer las voces que ha reunido Gordéyeva “es la mejor defensa contra el mal”.
Irina (Mariúpol)
- Testimonio recogido en la frontera entre Polonia y Estonia
Cuando empezó la guerra las cucarachas desaparecieron. Había miles y de repente se evaporaron. ¡Vaya listas que son! A nosotros no se nos pasó por la cabeza huir, salvar el pellejo. Por eso nunca nos fuimos. Ni siquiera cuando ya caían las bombas. Parece que somos más tontos que las cucarachas.
Irina (Bucha)
- Testimonio recogido en Varsovia (Polonia)
Estaba guisando, una cazuela enorme, y de repente veo un tanque a cinco metros de mi ventana. La torreta comienza a girar. El tanquista observa, busca algo. Me mira a mí. Me quedo paralizada. La torreta sigue girando y elige a otro. ¿Sabe la sensación que se tiene cuando un tanque no te ha elegido a ti? No soy capaz de explicar lo que sentí. Pero el cañón del tanque apuntó a la casa de enfrente y disparó.
Inga (Mariúpol)
- Testimonio recogido en Fuengirola (España)
Cuando era niña solía soñar con Stalingrado. Soñaba que tenía que llegar a una esquina con un niño en brazos. Sabía que debía correr por la acera de los números impares y que en el sótano de la panadería estaba el cuartel general donde se ocuparían de salvarnos la vida. Pero nunca lograba llegar y de repente oía una explosión y perdía a la criatura. Era un sueño horrible y eterno, y mil veces me desperté bañada en sudor. Yo seguía con vida pero no había podido salvar a mi hijo. De modo que cuando sucedió, cuando sucedió de verdad durante la guerra, no sentí nada. Era como si siempre hubiera sabido que me iba a pasar esta tragedia. ¿Entiende lo que le digo? Porque nadie lo entiende.
Ruslán (Mariúpol)
- Testimonio recogido en Rostov del Don (Rusia)
Cuando llegaron los rusos me interrogó un oficial. Me preguntó qué había visto. Le dije que vi cómo su gente mataba y cómo mataban a su gente. Vi a un hombre que lloraba porque le habían matado a su mujer y los vecinos no querían ceder su jardincito o su huerto para que la enterrara porque aún confiaban en salir vivos de aquello. Todos teníamos la esperanza de sobrevivir. La esperanza es muy pertinaz, ¿sabe? Sales de tu casa y te encuentras con un hombre decapitado y, sin embargo, tu cerebro quiere imaginar que sigue vivo, que apenas se ha tumbado en una posición un poco rara. ¡Viví entre cadáveres! Me movía entre ellos y aprendí a ignorarlos. Todos lo hicimos. Veías cadáveres y era como si vieras árboles.
Irina (Pskov)
- Testimonio recogido en Pskov (Rusia)
He buscado a mi hijo soldado durante siete meses por todas partes, en el Donbass, en Mariúpol, en Mirne, en Kupiansk, en Bajmut... Tenía que ver con mis ojos dónde había estado mi hijo, ver la guerra, la muerte, la gente destrozada: adultos sin piernas, niños con muletas o los dedos arrancados de cuajo. Hasta que una no ve la guerra en vivo y no a través de las endiabladas pantallas, donde a los ucranianos no se les considera personas, sino fascistas, no entiende el dolor que trae la guerra. Porque las lágrimas de las madres son todas saladas y nadie ha parido para entregar su criatura al matadero.
Larisa (Járkiv)
- Testimonio recogido en Brno (Chequia)
Hace medio año que no veo a mi marido. El verano pasado fui al Dniéper desde Chequia. A él le habían dado unos días. Así que pasamos una semana juntos. Fue duro. Tuve la impresión de que, a estas alturas, cada uno de nosotros ya carga con varias vidas sobre los hombros. Es el hombre que yo conocí, sí, pero parece tener diez años más que el que fue cuando nos separamos. Yo no dejaba de observarlo, quería comprender qué había cambiado exactamente en él, pero no alcancé a descubrirlo. Simplemente, era otro hombre. Cuando acabe la guerra, me sentaré con él y decidiremos juntos lo que vamos a hacer. Y también quiero pedirle perdón por haber sido débil cuando caí en manos de unos soldados rusos. Fue por intentar rescatar a mi suegra, que se había quedado en la zona ocupada. Aquellos soldados me pegaron de lo lindo con una botella llena de agua para no dejar marcas. Y entonces, hicieron una videollamada a Kolia, mi marido, y me puse a gritar. No fui fuerte. Ellos me golpeaban y yo le gritaba a Kolia que me sacara de allí. Cuando colgaron me llevaron a un calabozo. Al cabo de unos días se presentó una mujer, una defensora de los derechos humanos. Kolia la había llamado. Y me sacó de allí. Personas como ella se juegan la vida para plantar cara a la maquinaria brutal de las fuerzas de seguridad rusas y, en ocasiones, se salen con la suya. A mí me salvaron.
Rita (Irpín)
- testimonio recogido en Vilna (Lituania)
Nací un 24 de febrero, día de la invasión rusa. Entonces estudiaba Medicina. A diferencia de muchos de mis compañeros, no me planteé combatir y no comprendía a los que lo hacían, a los que iban en plan “ni un palmo de nuestra tierra, ni un paso atrás, machacaremos al enemigo”. Me asusté mucho en los primeros días de la guerra y me preguntaba el porqué de todo aquello. ¿Por qué debía decidir qué bandera colgar a la entrada de mi casa? ¡¿Qué demonios importa eso?! Hay que sentir piedad por la gente. Pero supongo que esas ideas no son muy patrióticas que digamos. Ahora por pensar así te meten en la cárcel. Ahora todo el mundo pelea, combate y reconquista. Pero yo no estoy a favor de ningún bando. Estoy a favor de la gente. Y así fue como intenté sacar a mis padres de Irpín. Ellos no querían irse. Decían que huir era de cobardes. Los tanques rusos avanzaban con estruendo, todo temblaba, reinaba el pánico. Quedarse era una muestra de estupidez y coraje. Soy consciente de que era una cobarde por querer salir de aquel infierno. Pero si hubiera sido la presidenta de Ucrania habría dicho: “Dejemos de disparar, salvemos a todo el mundo, que lo demás no importa. La gente tiene que vivir”. Pero nuestro presidente no hizo eso y hoy todo el mundo cree que es un héroe. Pero para mí la gente importa más que las ideas y el territorio. Por eso me he hecho médico.
Katerina Gordéyeva es una periodista rusa opuesta a la guerra y al Kremlin. A pesar de ello, los ucranianos la miran con recelo. No pueden evitar verla como una enemiga. Atrapada entre dos mundos paralelos, Gordéyeva ha entrevistado a decenas de personas, rusas y ucranianas, para tratar de entender lo que no se puede entender. El resultado es Llévate mi dolor (Comanegra), un testimonio coral del horror que han causado los tres últimos años de guerra en Ucrania.
