No lo oculta, esta mañana no está de humor. Son muchas cosas. Le han contado por canales alternos que su compañía cambia de batallón. Nadie le consultó; nadie le ha dicho qué les espera. En la casa campesina donde vive junto con los hombres que tiene al mando cuando salen del frente, tienen problemas con el abastecimiento de agua; no se baña desde hace dos semanas; los coches aún llevan neumáticos de verano y están sufriendo por el pantano que, al derretirse el hielo, lo domina todo; el día anterior uno de sus hombres fue llevado al hospital porque se le congelaron las manos.
“No pueden entender nuestros problemas. Y los problemas son los siguientes: a veces, hasta para orinar tienes que decir: ‘dénse la vuelta, por favor, tengo que orinar en una botella’. No hay suficientes cosas”, sentencia Anastasia, o Gayka, por su nombre de guerra, comandante de una compañía de infantería de la Brigada 68, que lucha en el frente de Prokrovsk, el más duro de los más de mil kilómetros de la línea de batalla.
“Tenemos tantos problemas aquí..., como dónde lavarnos el trasero, porque no hay agua, ni luz, ni nada”, explica para justificar por qué no le importa la política ni lo que haga Trump, quien le recuerda a Boris Yeltsin. “Me dan risa”, dice, y agrega: “Solo vemos que están jugando algo, como al ajedrez, y nosotros somos las piezas. Así se ve la realidad desde aquí”.
“Yo no quiero que mis hijos tengan que estar cerca de esta guerra, por eso tiene que resolverse”
Repite una y otra vez que su única tarea es cuidar de su gente y cumplir las misiones asignadas. Que todos regresen con vida. “Mi estado moral y psicológico solo lo afecta lo que pasa con mi gente. Si ellos se ríen, yo también. Todo lo demás me da igual”. Llevan tanto tiempo en el frente que la vida se ha convertido en rutina, solo la muerte de los compañeros les afecta. “Cambian los gobiernos, los comandantes, los generales, pero nosotros seguimos yendo a las posiciones como siempre”, añade. Su brigada solo ha descansado dos semanas en tres años de guerra. Ha tomado una naranja de una de las cajas con provisiones y la pela con una navaja que ha sacado de una de las correas adheridas a su pantalón, donde también sujeta su pistola. Su brazo izquierdo está cubierto con tatuajes de flores y sus uñas cortas están cubiertas con esmalte rosa muy claro, el mismo de su cabellera, que se extiende recogida en una coleta hasta la cintura. Lleva un jersey negro con una bandera de EE.UU. deformada en una figura de calavera.
Tiene 38 años, es enfermera, abogada, instructora de artes marciales y madre de tres hijos. “Yo no quiero que mis hijos tengan que estar cerca de esta guerra, por eso tiene que resolverse”, explica Anastasia que, aunque reticente, cuenta su historia. Se unió como voluntaria al comienzo de la invasión a Hospitaliers, un batallón de médicos y paramédicos que apoyan en la evacuación de heridos desde el frente. Pero no fue suficiente, y se unió al ejército.
Primero la destinaron a ser enfermera de evacuación. Luego trabajó como paramédica, lo que más le gusta. “Inmediatamente ves los resultados de tu trabajo. Salvas a las personas, no las envías a la muerte”, dice. Realizó entrenamientos de combate hasta que la nombraron jefa del grupo de instructores y, finalmente, pidió que la trasladaran a infantería. “Quería estar ahí, en la línea de fuego”, dice. Desde el pasado octubre es la comandante de su compañía. Un ascenso que llegaba en uno de los momentos más duros de la guerra.
“No tenemos personal, no tenemos de nada. Y eso no solo afecta a salir a las posiciones, sino también a mantenerlas”
En una conversación que sostiene junto con sus hombres alrededor de una mesa en la cocina donde solo hay una estufa de gas con dos hornillos, recuerdan que el uso cada vez mayor de los drones, pero también de un número ilimitado de soldados rusos, pusieron una presión infinita en la defensa ucraniana. Especialmente en este frente.
“Atacan la misma posición una y otra vez, sin importar sus bajas. Y a veces una posición se pierde porque, tras resistir una semana entera, queda completamente destruida”, explica Oleksander, comandante de la compañía de morteros, que se toma un café . “Ellos no escatiman en pérdidas, y eso les da resultados”, sentencia.
La labor de Gayka es dirigir a sus hombres desde el puesto de mando. “Si hay acciones de asalto, no puedo ayudar a los chicos desde la posición. Es decir, para señalar donde debe disparar el mortero, u observar desde dónde vienen los ataques enemigos, todo eso debe manejarse desde el puesto de mando”, dice. Reconocen que la situación se ha calmado en las últimas semanas.
El enemigo está acumulando tropas y municiones al tiempo que esperan a que el terreno se seque. “Tan pronto como esto ocurra, comenzará nuevamente la fase activa”, dice, pero ninguno de ellos sabe qué habrá pasado para entonces. Algunos piensan que hay municiones para resistir, que al fin y al cabo no es que les traigan municiones todos los meses. Gayka es más incrédula.
“No lo sé. Ya de por sí todo está mal. No es que no tenga motivación, sino que no tenemos personal, no tenemos de nada. Y eso no solo afecta a salir a las posiciones, sino también a mantenerlas”, dice. Otros piensan que las peores consecuencias será para la defensa área.
Lo que más le preocupa a ella, sin embargo, es que ahora digan que hay un alto el fuego, que se tienen que dispersar.
“No tenemos problema con eso, pero el punto es que entraron a nuestra casa. Entraron a la fuerza, y ahora nos dicen: ‘¡oye! mejor hagamos una pausa aquí en la sala. Tú quédate en este cuarto, aunque te hayan invadido, que no pasa nada. Y nosotros nos quedamos acá, a ver qué pasa’. ¿Qué clase de mierda es esa?”, sentencia Gayka que recuerda muy bien que ya vivieron algo similar en el 2014.