Aunque la etimología del cargo provenga de secreto, los secretarios son siempre la mejor fuente para descubrir la persona que hay tras el personaje. Lo fue la religiosa Pascalina Lehnert para Pío XII y lo fueron los sacerdotes Loris Capovilla, Pasquale Macchi y Stanisław Dziwisz para, respectivamente, san Juan XXIII, san Pablo VI y san Juan Pablo II, así como el arzobispo Georg Gänswein para Benedicto XVI. Sabiendo eso, y queriendo ser él mismo quien se autodescribiera, el papa Francisco ha sido más cauto y ha tenido numerosos secretarios, siempre dos, que iba cambiando regularmente, sin una cadencia determinada. No quería que se convirtieran en fontaneros o spin doctors ni que fueran artífices de redes clientelares. Hasta él quiso pagar su estancia en el cónclave que le eligió. No quería empezar debiendo favores. No le faltaba razón.
Para comprender al joven porteño convertido en un personaje universal hay que ir a una doble clave hermenéutica: analizar transversalmente sus contenidos, conectando sus discursos con sus documentos a lo largo de su pontificado, y analizar sus gestos en relación con el contexto en el que se realizaron. Había, pese a la espontaneidad de la educación salesiana del papa Francisco, un análisis propio del jesuita que siempre fue. Sabía decir sin decirlo abiertamente, hacer sin que se notara el empeño. Tejía con sus declaraciones una amalgama de conceptos teológicos del Vaticano II hilvanados con la síntesis conciencia-mundo de los ejercicios de san Ignacio, que él sabía traducir en categorías comprensibles. Sabía perfectamente provocar la reflexión a partir de metáforas: “Iglesia en salida”, “armen lío y organícenlo bien”, “olor a oveja”, “hospital de campaña”, que hacían más mella que decir abiertamente: “propongo un clero y un laicado que con una actitud proactiva den testimonio de un cristianismo que evangeliza buscando el bien común”.
Francisco ha sido más cauto que sus predecesores y ha tenido numerosos secretarios
Para saberse expresar con el lenguaje de las personas comunes hay que frecuentar los lugares de esas personas. Uno no va a un barrio de infraviviendas y exclusión llevando un reloj de marca. Uno no asiste a una reunión de escalera de clase media ostentando ser un ocupa. Y uno no asiste a un consejo de administración sin conocer el estado societario. Cada grupo humano tiene sus códigos. Jesucristo se encarnó en un tiempo y un lugar concreto, sin por eso absolutizarlo, recordaba. Y el papa Francisco sabía modular su mensaje para que, sin sobrepasar el límite de la provocación, sí provocara la reflexión. No había en el papa Francisco una voluntad de reformar la Iglesia más allá de los límites conciliares. Quería que, todos juntos, reflexionáramos en nuestro contexto y día a día cómo se vivía la fe, para diferenciar cuánto había de genuino depósito de la fe y cuánto había de nostalgia de la infancia o de tiempos aún anteriores. “O nos salvamos todos”, recordó en la pandemia, “o nos hundimos todos”.
Eso es lo que entendió haciendo propio el sufrimiento de las villas periféricas, de los núcleos de clase media, de los clubes de deporte de élite. A diferencia del papa Benedicto, que era un gran escrutador, el papa Francisco era un gran oyente. Escuchaba más que veía. Le encantaba conversar, confesar, escuchar. Escribía cartas, hacía llamadas. Pedía opinión a los ujieres, escuchaba a los jardineros. No quería perder la noción de la realidad ni el contacto con las personas, para desesperación de sus directores de comunicación y directores de seguridad. Se levantaba a las cuatro y media, sin asistentes hasta que pudo. Era, en ese sentido, como san Juan XXIII, quien con sus prismáticos miraba el horizonte romano desde la Torre San Giovanni vaticana para imaginar la felicidad o las desdichas de sus feligreses, que extrapolaba al mundo entero. “En el Vaticano me aburro por las tardes. No puedo salir porque la comitiva altera el ritmo de la ciudad. ¿Sabe entonces lo que hago? Miro desde la ventana las cúpulas de las iglesias de Roma y pienso que alrededor de cada una hay gente que es feliz y otra que sufre. Entonces me pongo a pensar en ellos y pido a Dios que bendiga su felicidad o consuele su dolor”. Tal cual el lema que el papa Francisco eligió: Miserando atque eligendo (“Y, al verles, se compadeció de ellos”).
A diferencia de él, como eligió un vehículo sencillo, el pontífice argentino iba a visitar a los gitanos de Tor Bella Monaca, a ver a los inmigrantes de la Stazione Termini, a visitar a los mayores de Villa Emanuele, a consolar a los enfermos de la Isola Tiberina, a ver a las familias divididas del Parco San Cosimato. Hay numerosos nombres que el respeto hacia su dignidad han quedado en sus conciencias y en la de Dios. Siempre con la mayor discreción, siempre con la mayor atención. Hacía micropréstamos, que disgustaban a sus directores de finanzas. Invitaba a comer por Navidad a vagabundos de la Prenestina e iba a comer a casa de familias de clase humilde de la Tiburtina. Iba y venía. Escuchaba con empatía y pensaba en qué haría Dios en su lugar. “Hay que ver el mundo con sus ojos”, repitió ante los jóvenes. Para evitar que, como a otros papas, la mayoría de los asuntos se los trajeran ya resueltos los cardenales, recuperó la sinodalidad de la primera Iglesia romana, la de los primeros papas. El papa era, antes que nada, el obispo de los romanos. Y felicitaba comuniones como mediaba en separaciones.
Entre la Iglesia que encontró y la que ha dejado la curia ya no media como instrumento de dirección pastoral. Basta con que se dedique a apoyar la labor pastoral de las diócesis. Ha querido simplificar la curia para purificar a la Santa Sede, que es en realidad los servicios centrales de la Iglesia, no la Iglesia misma. Entre un modelo eclesial oscuro, lleno de personajes autorreferenciales e instituciones obsoletas, apostó por la transmisión de la fe mediante el contagio por afecto y esperanza. Por eso ha elegido ser enterrado en el lugar donde la tradición dice que la Virgen, símbolo de ayuda y protección, hizo que nevara en pleno agosto romano. Un milagro, sí. Pero blanco como la nieve, como la Iglesia que deja.