El atardecer huele a cordero a la brasa en Magedit, un laberinto de columnas de roca negra y desierto en el sudoeste de Libia. A resguardo del viento, entre dos monolitos de piedra y sobre un manto de arena blanca, un soldado tuareg aviva el fuego y da vueltas a la carne mientras su jefe, el sargento mayor Jalil Isa, apura un té dulce y habla de milagros. “Hace unos años, acampar aquí con un occidental habría sido una muerte segura porque por aquí pasaba una ruta de migrantes hacia el norte, pero ni los traficantes ni los yihadistas son ya un problema para nosotros. Desde que el general Haftar apoya al sur y combate el tráfico ilegal en la región, las cosas han ido a mejor. No reconocemos al Gobierno de Trípoli, solo al comandante Haftar, nadie nos había apoyado tanto con seguridad como con carreteras o electricidad, ni siquiera en tiempos de Gadafi”.
Isa, quien lidera la katiba o batallón 402 en la frontera desértica con Argelia y Níger, mira con optimismo al futuro porque ha vivido en sus carnes un pasado violento y dilatadamente convulso. Desde el asesinato del dictador Muamar el Gadafi durante la revolución del 2011, el país entró en una espiral de caos, corrupción y desgobierno que permitió la aparición de señores de la guerra o poderosos traficantes, extendió la impunidad y el abuso y derivó en un Estado partido, con dos administraciones rivales: el gobierno de Unidad Nacional de Abdelhamid Dabeiba en el oeste, con base en Trípoli, reconocido por las Naciones Unidas y apoyado por milicias de todo pelaje; y el ejecutivo de Bengasi, dirigido por Osama Hamad bajo la tutela del verdadero hombre fuerte, el mariscal Jalifa Haftar, y su Ejército Nacional Libio, que controla el este, el sur y parte del oeste.
Haftar, quien controla el este y el sur, ha tejido una red mundial de aliados que le da ventaja ante Trípoli
Las explosiones en Trípoli de esta semana apuntan a que la paz en el occidente libio es todavía lejana. El asesinato a manos de una milicia rival de Abdel Gani al Kikli, alias Geniua , comandante de una amalgama de grupos armados de corte yihadista, con un historial de atrocidades y crímenes de guerra denunciado por Amnistía Internacional, provocó una refriega en la capital que dejó seis muertos y decenas de heridos, en los peores enfrentamientos en años.
Aunque también se producen conatos de inestabilidad en el este, la vitalidad de Bengasi, llena de grúas y establecimientos modernos, destaca ante el letargo de Trípoli y apunta a que la balanza del poder se inclina poco a poco hacia el lado del antiguo oficial del ejército libio, de 82 años, y en su día mano derecha de Gadafi, con quien se enfrentó posteriormente. Un experto en seguridad que lleva diez años en Libia señala su inteligencia diplomática. “Haftar ha sabido generarse hábilmente apoyos tanto a escala internacional como nacional y eso le da ventaja. Sus dos hijos más poderosos, Sadam y Jaled, son simpatizantes con Occidente y Rusia respectivamente”. Mientras Trípoli tiene el apoyo de Qatar y Turquía, Haftar cuenta con la ayuda de los Emiratos Árabes, Arabia Saudí, Egipto, Rusia, Estados Unidos o Francia; e incluso ha mantenido reuniones con Erdogan para acercar posturas con el líder turco.

Imagel del general Haftar en la ciudad libia de Bengasi
Haftar, como hizo en su día Gadafi, ha sabido tejer también alianzas firmes en el sur con los pueblos más poderosos del desierto, los tuaregs y los tubus, para mantener una estabilidad que es más que una cuestión nacional: en el sur están los grandes campos de petróleo del país, que producen 1,5 millones de barriles de oro negro al día, una cantidad similar a la que consume a diario España.
En el pueblo de Uweinat, en territorio tuareg, el ex señor de la guerra Mashemi Ramadán considera que, quien quiera dominar Libia, no tiene más remedio que pacificar el sur, permitir la producción de petróleo y controlar las porosas fronteras del desierto. “Aquí todo depende de la seguridad. Y tanto los salarios como las armas y los medios están en manos de Bengasi”. Ramadán, actualmente con rango de coronel, es agradecido con su patrón. “Sin el plan de Haftar de unir a Libia, sin el trabajo que ha hecho en el sur, hoy Libia no existiría”.
La quietud en el sur, donde hasta hace poco campaban a sus anchas traficantes, yihadistas y secuestradores, ha generado una esperanza.
Al final de un océano de dunas de arena naranja, salpicadas de oasis de ensueño, la ciudad de Uwari recibe a los visitantes con ganas de recuperar el tiempo perdido. Su alcalde, Ahmed Matoye, que resguarda su sonrisa amable bajo un turbante blanco, menta una palabra que hace poco parecía una quimera: turismo. Desde la revolución del 2011, los turistas desaparecieron, pero Ahmed insiste en que la calma ha regresado. “El turismo es importante para Libia, tanto como el petróleo. No creo que recuperemos rápido los niveles de turistas de hace quince años, pero quiero enviar un mensaje de bienvenida. Libia está lleno de lugares interesantes, tenemos uno de los desiertos más bellos del mundo. Venid a visitarnos y seréis felices”.