En plena decadencia del imperio romano, justo en el momento antes de su colapso, desde los confines de su territorio emergió una voz crítica que apostó por acabar con el egoísmo y el materialismo. Su propio camino no fue fácil. No llegó a esta intuición de forma rápida sino que, tras una vida disoluta, acabó dándose cuenta de que no había otro camino más que el de los valores. No lo supo: lo sintió. Un mundo con alma es un mundo de personas con corazón, porque sólo el lenguaje de las emociones es capaz de motivar, de conmover, de mover. Y de trascender. Nacido en África, sus restos reposan en Europa. Fue el primer africano que cruzó el mar para buscar una vida mejor, en su caso espiritual. Era san Agustín.
Hoy, en plena decadencia occidental y máxima inestabilidad internacional, la homilía en la misa de inicio de mandato como pontífice, que sustituye a la antigua coronación con la tiara, la palabra corazón ha sido la primera en ser pronunciada por León XIV: “saludo a todos con el corazón”. E inmediatamente después, en el mismo párrafo, el mismo Papa, seguidor de san Agustín, ha hecho resonar sus palabras en la plaza de san Pedro: “nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Ha recordado cómo personas “con historias personales y caminos diferentes”, como las que conforman la sociedad actual, han sido capaces de ponerse de acuerdo en un cónclave –en una clara metáfora sobre el mundo de hoy– sólo cuando han mirado hacia su interior para elevar luego su vista hacia lo más elevado, como decía san Ambrosio, maestro de san Agustín.
El Papa, ante los representantes de 153 países de todo el mundo, se ha ofrecido a caminar con ellos por el mundo “con alegría, como un hermano que quiere hacerse siervo”, porque fue elegido sin pretenderlo, “sin tener ningún mérito”. Y, como primer signo de conciliación, han sido dos de los otros cardenales papables, el asiático Tagle y el africano Ambongo, quienes respectivamente le han impuesto el anillo del pescador y rezado por él en nombre del resto. Finalmente, el cardenal camarlengo, Mamberti, le ha impuesto el palio como obispo de Roma. Visiblemente conmovido, León XIV se ha llevado la mano al corazón. Y tras ellos doce representantes de todos los estados de la Iglesia, tanto en el orden jerárquico (episcopal, sacerdotal y laical) como el carismático (una religiosa, un religioso), le han felicitado. Y se han utilizado once idiomas de todo el mundo.
Por eso, el Papa ha recordado que sólo quien “ha experimentado en su propia vida el amor”, es capaz de “navegar en el mar de la vida” y “lanzar la red para sumergir la esperanza en las aguas del mundo”. Ha destacado el amor y la unidad como elementos centrales su pontificado, “para que todos puedan reunirse”. En un signo de ecumenismo, el evangelio ha sido proclamado en rito occidental y oriental. Según el pontífice norteamericano-peruano, lanzar las redes como pescadores no significa crear redes sociales ni sugestionar a nadie, es decir “atrapar a los demás con el sometimiento, con la propaganda religiosa o con los medios del poder”, sino que “se trata siempre y solamente de amar”, como dijo san Francisco de Sales, otro seguidor de san Agustín. Pero, a diferencia de él, el Papa ha propuesto que sea “unidos entre nosotros, pero también con las iglesias cristianas hermanas, con quienes transitan otros caminos religiosos”. Había numerosos judíos e hinduistas. Ha sido una ceremonia llena de gestos, apenas imperceptibles, propio de un pontífice inteligente, formado, sensible, viajado, sereno.

El papa León XIV, en la ceremonia
Con unas palabras que recordaban claramente al papa León XIII, el primero en empezar a formular la doctrina social de la Iglesia, “vemos aún demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, por un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad”, como los santos sociales de la Iglesia, desde san Felipe Neri a san Juan Bosco, otros dos seguidores de san Agustín. “Es la hora del amor”, porque “si prevaleciera en el mundo, acabaría por extinguirse pronto toda lucha en la sociedad civil”. Por tanto –ha concluido, “amémonos los unos a los otros”, como propusieron san Juan María Vianney y san Óscar Romero en tiempos de inestabilidad. Estados Unidos ya ha agradecido la contribución de la Santa Sede a la paz entre Rusia y Ucrania. En la misa se ha recordado ese conflicto y el de Gaza, ante los líderes de Ucrania e Israel. Tampoco ha faltado una improvisada audiencia extraordinaria a la presidenta de Perú. Ni el recuerdo al papa Francisco, que tanto se echó de menos en la misa para la elección del pontífice, presidida por el cardenal Re.
La lectura que el resto de iglesias no católicas del mundo hace del pasaje evangélico proclamado hoy deja espacio a la colaboración entre las personas de todo el mundo. “Si me amas, apacienta mi rebaño”, ha dicho en clara resonancia a la frase agustina de “ama y haz lo que quieras”. Si el Papa es la piedra angular de la Iglesia, el amor puede y debe ser la piedra sobre la que se fundamenta la civilización. Por eso, León XIV ha concluido con un “amémonos los unos a los otros”. Es la hora del corazón frente a la razón, de la mirada atenta frente a la mirada indiferente, de la palabra amable frente a la palabra hostil, de la gratuidad frente al cálculo, de la mano abierta frente al puño cerrado, de la justicia frente a la injusticia, de verdad frente a la mentira, de la persona frente al algoritmo. Eso es amor: quien lo ha experimentado lo sabe, como diría el poeta y religioso Lope de Vega.
Es la hora de una nueva civilización, como decía san Agustín, en la cual el amor sea la piedra angular. Esa será desde hoy la misión del ministerio, como sucesor de san Pedro, que la Iglesia le ha confiado a León XIV, en un clima de esperanza mundial como hace décadas no se experimentaba. “¿No ves hoy más estrellas en el cielo?”, dijo un gitano en Los Tarantos. La solución al vacío de la posmodernidad no era la era de acuario, como decían en el siglo XX, sino la civilización del amor, como decían en el siglo V. Y el nuevo Papa está aquí para caminar juntos hacia ella.