El ex primer ministro británico Harold Wilson comparaba al Labour con un autobús, y decía que si va deprisa todo el mundo está mareado y callado, pero que en cuanto se para, los pasajeros empiezan a discutir sobre el camino a seguir. Ahora está parado.
El primer ministro Keir Starmer, un tecnócrata electoralista sin otra ideología que la de permanecer en el poder, quisiera dar a los diputados y votantes del Labour –y de paso a todo el país– una pastilla para dormir a pierna suelta durante los próximos diez años, para que le dejen trabajar en paz y se despierten cuando haya concluido su “proyecto de reconstrucción nacional”.
Starmer, a bordo de un buque de guerra británico
El problema es que ahora hay pastillas para todo (incluso para adelgazar), pero las grandes farmacéuticas aún no han descubierto esa, la de dormir a los votantes, que tendría compradores en el mundo entero dispuestos a pagar una fortuna. El autobús laborista empezó el viaje con curvas (el recorte de las ayudas a los pensionistas, la subida de los impuestos a los granjeros y el escándalo de los regalos de ropa y entradas a conciertos y partidos de fútbol al propio Starmer y sus ministros mientras imponían la austeridad a la gente, el equivalente a menor escala de Boris Johnson encerrando al personal en sus casas durante la pandemia y celebrando fiestas en Downing Street), pero los viajeros no se han mareado. Y a la primera parada para poner gasolina, comer un bocata e ir al baño, ha surgido una discusión en toda regla sobre la ruta a seguir.
Starmer ya había decidido un camino, que era el de recortar la ayuda exterior y el Estado de bienestar, con especial énfasis en los subsidios por discapacidad, para atender a los deseos de Donald Trump de que el Reino Unido (y toda Europa) gaste más en defensa, y de paso demostrar a los mercados y a los votantes que el Labour no es un manirroto que tira de la tarjeta de crédito sin pensar en el mañana, sino un gestor prudente de las finanzas.
Pero en el área de servicio que hay justo antes de cumplirse el primer año de su mandato, Starmer se ha encontrado con que muchos de los pasajeros (hasta 200 diputados) se niegan a subir al autobús si no hay un cambio de dirección, con el argumento de que un Partido Laborista que no ayuda a los más necesitados y se comporta como la derecha no tiene sentido, y no es ese el billete que ellos compraron.
Hasta 200 diputados prefieren impuestos mayores a los ricos antes que recortar las ayudas a los pobres
Así que Starmer, para evitar un motín y una rebelión parlamentaria a pesar de su aplastante mayoría absoluta, ha sacado el mapa y cambiado la ruta. La supresión de las ayudas a los pensionistas para pagar el gas en invierno va a ser modificada de modo que un mayor número tenga acceso a ella, y los subsidios a las familias pobres no pondrán el límite en dos hijos, y que a partir de ahí cada uno se apañe. Lo que queda por ver es si es suficiente para que en la próxima parada no haya otra rebelión.
El Gobierno (y en especial la ministra de Economía, Rachel Reeves) no ha salido bien parado, al dar la impresión de que carece de una estrategia y una visión del camino a seguir, y su único criterio es el electoralismo. Los recortes que hace solo unos meses fueron vendidos como “esenciales” y un ejemplo de responsabilidad en vista de la enorme deuda pública ahora son perfectamente prescindibles. Una subida de impuestos (otra más) para compensar el gasto adicional de unos 10.000 millones de euros parece inevitable. Todo ello aumenta el escepticismo de la gente y la creencia de que todos los políticos son iguales.
El autobús laborista se dispone a reemprender el camino con casi todo el mundo a bordo (algunos ya se han bajado), y con una ruta menos montañosa. Está por ver si lleva a alguna parte.

