El paisaje de Sinjil, con una primera línea de casas de piedra y cultivos sobre su colina, debería atraer por sí solo a cualquiera. Pero lo que hoy encandila de esta ciudad del centro de la Cisjordania ocupada es una valla de seis metros de alto que, recién instalada por Israel, deslumbra bajo el sol levantino.
Se podría intuir que la cerca, que cuenta con cuatro capas de alambre de cuchillas y púas, rodea una prisión de alta seguridad. Así lo sienten muchos de sus 8.000 residentes palestinos, que ven cómo su hogar mayormente agrícola, y situado junto a la estratégica ruta 60 que une el norte y sur de Cisjordania, ha quedado encerrado y aislado de sus campos y de ciudades vecinas.
Denuncian que la valla es otra forma de Israel para apoderarse de tierras palestinas. Solo para su construcción se ha apropiado de 35.000 metros cuadrados de Sinjil; atraviesa los terrenos de una decena de viviendas y desconecta a otras 47 de la propia localidad.
Fuad Daoud, palestino-estadounidense de 55 años, se considera “afortunado” de que el Ejército israelí le haya permitido conservar el portón de salida hacia la carretera 60, solo para uso de los habitantes de su casa. En esta mínima concesión intervino la embajada de Estados Unidos, pero fue él quien tuvo que pagar y erigir el trozo de la cerca correspondiente a su terreno.
En la parte de atrás, los soldados han impuesto un camino militar que ha robado espacio a sus árboles frutales. Donde antes estaban los olivos de la familia –“algunos más viejos que yo”, dice Fuad– o los almendros de su vecino, las máquinas israelíes han dejado tierra arrasada. “Lo más triste es que han tomado la tierra –subraya Fuad, en un inglés que transmite los 29 años que vivió en Texas–. Y la gente no tiene libertad para ir donde quiera. Es como estar en una jaula. Despertar y ver esto te quita energía. Te hace sentir prisionero en tu propia casa, en tu propia tierra”.
Israel justifica la enorme verja como una forma de evitar el supuesto lanzamiento de piedras hacia los vehículos que circulan por la ruta 60, un argumento que no convence a Fuad. “Hemos vivido aquí toda nuestra vida y nunca pasó algo tan grande como para levantar semejante valla”, defiende. Su temor es que “en diez o quince años no veremos pasar por la ruta a ningún vehículo con matrícula palestina”.
“Es como estar en una jaula; te hace sentir prisionero en tu propia casa, en tu propia tierra”, dice Fuad
La afectación es evidente en actos cotidianos. Fuad no puede ir hasta el centro de Sinjil con su coche, solo puede hacerlo a pie, y le toma entre 20 y 30 minutos. Su vecino del otro lado de la carretera pasó de ir caminando a hacer las compras a ir en taxi. Y eso si al Ejército israelí no se le ocurre cerrar la única entrada que ha dejado abierta, afectando el paso de la única ambulancia de la ciudad.
“De cinco ingresos, solo uno está habilitado, pero tiene una barrera de metal que los soldados abren y cierran según sus caprichos”, denuncia el alcalde Moataz Tawafsha. De camino a una reunión fuera de Sinjil, su furgoneta llega hasta uno de los accesos bloqueados desde el inicio de la invasión israelí en Gaza, hace 21 meses. El jefe local cruza por debajo y espera a otro transporte.
Tawafsha señala que la valla y los bloqueos también aíslan “más de 800 hectáreas de tierras” y que “cualquier ciudadano que intenta entrar en ellas es arrestado o atacado por las fuerzas de ocupación israelíes y los colonos”. “Es una estrategia para controlar nuestras tierras con armas, con ataques terroristas a nuestros residentes y campesinos, quemando sus casas y vehículos y amenazando a quienes viven cerca de esas áreas”, sentencia.
Sinjil está acorralada por tres asentamientos y cinco puestos de avanzada de colonos radicales, que el 11 de julio asesinaron a golpes y de un disparo a dos jóvenes palestinos, uno con ciudadanía estadounidense. Ayed Ghafri conoce bien esta violencia, al vivir en los márgenes de la colina.
Aunque sufre ataques desde antes de octubre del 2023 (incluido un intento de asesinato), ha sido testigo de un aumento casi diario de las agresiones. El 2 de junio, el Ejército israelí mató a un niño de 14 años a las puertas de su casa. Hace poco, los colonos le quemaron varios olivos y después los soldados arrancaron otros con excavadoras. Enfrente, la casa de su vecino luce carbonizada por un reciente ataque de colonos con cócteles molotov.
Este activista de derechos humanos, vinculado a organizaciones como la israelí B’Tselem, explica que muchas de las casas de la zona han quedado vacías o solo están habitadas por un miembro de cada familia. Es su caso, tras decidir proteger a la suya dentro de Sinjil. Mientras él vive atento a sus cuatro cámaras de vigilancia, entre los vecinos han establecido un sistema para alertar los movimientos de los colonos.
El ejército mató a un niño de 14 años en la puerta de la casa de Ayed y los colonos le quemaron olivos
“Si dejo mi casa dos o tres horas, los colonos pueden destruirla”, reclama Ayed, quien sostiene que “los colonos y el Ejército quieren expulsarnos, buscan desplazarnos en el corto plazo para anexarse Cisjordania”. En lo que concierne a Sinjil, acusa que el avance israelí sobre estas tierras tiene como objetivo unir los asentamientos de los alrededores.
“Por supuesto que vivimos bajo presión –concluye Ayed–. Pero esta es mi tierra, es la tierra de mi padre, ¿qué debería hacer con ella? Es nuestro hogar y no puedo abandonarlo, ni a los colonos ni a la ocupación”.