La carrera por la Inteligencia Artificial (IA) ha embarcado a la industria tecnológica en inversiones gigantescas en centros de datos que están dopando a la economía estadounidense, pero provocan dudas sobre su rentabilidad.
Paisaje industrial según Ernest Jones, 1848 .
Las primeras preguntas a la máquina fueron para mejorar los trabajos de facultad. Después le tomó confianza y le preguntó qué opinión tenía de sus capacidades. Las respuestas de la máquina fueron tan halagadoras y efectivas (nunca decía “no lo sé”), que acabó por preguntarle cosas sobre su salud. Con el paso de los meses, muchos aspectos de su vida que antes habría consultado a especialistas, familiares o amigos (también su vida sentimental) acabaron en la máquina.
ChatGPT salió al mercado en noviembre de 2022. Dos meses después, el 90% de los universitarios de EE.UU. ya lo utilizaban. En esos sesenta días, 100 millones de personas en el mundo se descargaron la app (hoy son 800 millones). El éxito de ChatGPT, un modelo de lenguaje generativo (entrenado para dar respuestas razonadas basadas en evidencias), y la más prometedora de las tecnologías de la inteligencia artificial (IA), fue como un seísmo para Silicon Valley. Después de años concentrados en el entretenimiento, la inteligencia artificial les ha permitido el acceso a proyectos más ambiciosos.
La utilización de ChatGPT y otras apps parecidas es hoy un problema existencial para el mundo académico. Pero los signos del cambio se ven por todas partes. También en Internet, donde ya se navega de otra manera desde que los chatbots de la IA llegaron a Google.
Demis Hassabis, Nobel de química y niño prodigio, hoy al frente de DeepMind, compara esta transformación con la Revolución Industrial de finales del XVIII. “Pero diez veces más grande y quizás diez veces más rápida” precisa sin pestañear.
Las consultoras y las grandes corporaciones tecnológicas están convencidas de haber entrado en la edad de oro de la productividad empresarial. Cambiarán (o desaparecerán) departamentos enteros. Sobrará mano de obra. Pero será algo mucho más drástico que unos recortes. En Silicon Valley se imaginan ya empresas híper productivas con solo dos o tres empleados...
Pese a ello, los aumentos de productividad por shocks en la innovación no son una ciencia exacta. El motor de vapor tardó 61 años en cambiar el sistema productivo; la electricidad 32; Internet, quince años... JP Morgan estima que a la IA le pueden bastar solo siete años. De momento el resultado de los ensayos en las empresas es dispar. No todos los programas piloto funcionan. Hay obstáculos técnicos, errores inducidos por la propia tecnología, resistencia de los empleados...
Los críticos recuerdan los ‘crash’ del ferrocarril en los 1880s o de las punto.com del 2000
Nada de eso arredra a las grandes empresas tecnológicas. Ni tampoco las acusaciones de que han hinchado las expectativas de esta tecnología. Cuatro de ellas, Microsoft, Alphabet, Amazon y Meta, invertirán solo este año 300.000 millones de dólares en infraestructuras para la IA. Unos 475.000 millones si se contabilizan todas las inversiones del sector.
Son cifras astronómicas para EE.UU. En una economía insegura por los aranceles y el bajo consumo, esas inversiones están dopando el crecimiento. Son como un gran programa de estímulo. Pero eso sí, a un elevado coste social: esas infraestructuras requieren cantidades ingentes de energía que ponen al límite la redes de suministro y provocan subidas de precios que pagan también los consumidores.
Es la paradoja digital, la gran distancia que hay entre la experiencia del consumidor y la realidad física que la sustenta. Detrás de cada clic de compra a Amazon hay centros de almacenamiento y una vasta flota de vehículos de entrega. Detrás de cada pregunta a los chatbots de la IA, hay centros de datos gigantescos que usan chips de Nvidia, que consumen diez veces más energía que los chips tradicionales. ¿Para qué tanta capacidad de computación? Para “entrenar” con más datos (creados por humanos) esos modelos de lenguaje y que sus respuestas sean más y más convincentes.
Hay voces críticas que piensan que esa estrategia de construir centros de datos cada vez más grandes es un error. Recuerdan crashes como el de los ferrocarriles (1880s) o el no tan lejano de las puntocom, en los 2000, en las que la construcción de infraestructuras se anticipó a una demanda que llegó más tarde de lo esperado. La duda hoy es parecida: cómo y cuándo se va a rentabilizar toda esa capacidad instalada y financiada con deuda externa.
La carrera por la IA explica el giro de Silicon Valley hacia la industria y el mundo corporativo. Hace veinte años, personajes como Peter Thiel o Alex Karp se lamentaban de que las start up dedicaran su energía a diseñar redes sociales y apps para el consumo en lugar de “hacer cosas serias”. Ellos dieron el primer paso al entrar en el mundo de la seguridad y la defensa con empresas como Palantir.
En ese giro, Silicon Valley perdió la ambigüedad de sus inicios, liberal y vagamente contracultural. De una cultura empresarial informal, llena de profetas digitales y Ted Talks, se ha pasado a una más convencional y jerarquizada, en la que se pagan cifras cuantiosas para robar ejecutivos al competidor. La alergia originaria hacia el Estado ha derivado en un rechazo absoluto hacia la regulación. Eso y la aversión a los impuestos de una generación de mega millonarios propició el giro a la derecha política durante la pandemia y su posterior acomodación a Donald Trump.
La IA generativa ha permitido a Silicon pensar proyectos más ambiciosos que el ocio y el consumo
Los analistas caracterizan esta nueva era marcada por la IA como la Hard Tech . Una verdadera Edad de Hierro con grandes intereses en juego y una apuesta industrial que relega los años heroicos de la web 2.0 a un pasado casi remoto, algo parecido al paleolítico de Silicon Valley.