El coro internacional que celebra el “plan de paz” de Trump para Gaza no habla de paz: habla de poder. Y la respuesta de Hamas también: el poder, a pesar de ser el actor más débil, de rechazar un ultimátum e imponer una negociación real, con todas las partes en la mesa y garantías que obliguen a cumplir.
Ese episodio resume tres realidades que arrastramos desde el 7 de octubre.
Las vidas de los palestinos, su soberanía y su futuro no están en sus manos
La primera: Estados Unidos tiene la llave. El eco internacional al plan muestra que cuando Washington decide mover ficha el resto acompaña, por imperfecta que sea la propuesta. Puede parecer que reaviva la vía diplomática, pero esto no debe ocultar lo esencial: esta tragedia era evitable. ¿Por qué? Porque, lejos de actuar como mediador, Estados Unidos es parte en el conflicto, respaldando diplomática y militarmente al autor de las masacres. En otras palabras, el único actor capaz de presionar a Israel es también el garante de su impunidad y el plan que hoy se aplaude no borra esa responsabilidad: la hace más evidente.
La segunda: la diplomacia salva vidas, no la guerra. Dos años de masacres en la franja no han desarmado a Hamas ni devuelto a casa a los rehenes israelíes: 148 han regresado vivos –ocho mediante operaciones militares– y quedan 48 cautivos, vivos o muertos. La inmensa mayoría volvió mediante intercambios negociados; apenas un puñado por la fuerza. Aun así, Netanyahu, cuya supervivencia política depende de la continuación de la guerra, ha saboteado una y otra vez las negociaciones: rupturas de tregua en el 2023 y el 2025, asesinatos de negociadores en Beirut, Teherán y Doha. Lo peor: al eliminar a dirigentes del brazo político de Hamas, deja el poder en manos de líderes militares para quienes la lucha armada no solo es vital, sino existencial. En este contexto, todo menos favorable para la paz, el plan de Trump acentúa el riesgo de convertir la diplomacia en pretexto para consolidar un statu quo que favorece a Israel: presencia militar indefinida en la franja y exclusión de los palestinos de cualquier decisión sobre su futuro.
La tercera: Europa no está a la altura. Durante meses, Bruselas respaldó a Israel en nombre del “derecho a la autodefensa”, una narrativa que hoy se ha derrumbado. Los líderes israelíes ya no ocultan su objetivo: recolonizar Gaza y anexionar Cisjordania. Organismos como la ONU reconocen el carácter genocida de su proyecto. Mientras tanto, Europa sigue actuando como si fuera una crisis humanitaria. Cuando por fin decidió moverse –hace pocos meses– lo hizo tarde y mal: medidas simbólicas, sin costes reales para Tel Aviv. Hoy, mientras aplaude reconocimientos vacíos al Estado palestino y apoya el plan de Trump que lo contradice, la UE sigue ausente de la única mesa que importa: la que busca detener la tragedia y plantear la paz como posibilidad, aunque en términos injustos.
Dos años después, lo que era evidente antes del 7 de octubre queda aún más claro. El más fuerte impone hechos consumados; la superpotencia los facilita o los frena según su cálculo, y quienes podrían ejercer presión se paralizan por miedo a incomodar a Israel. El mensaje que reciben los palestinos es devastador: sus vidas, su soberanía, como su futuro, no están entre sus manos.