El acercamiento entre el Afganistán de los talibanes e India, impensable durante años, es ya una realidad. El ministro de Exteriores del Emirato Islámico, Amir Jan Mutaqqi, fue recibido ayer viernes por su homólogo indio, S. Jaishankar, en Nueva Delhi. Su visita, que durará una semana, le ha llevado este sábado al seminario islámico de Deoband -a 180 kilómetros de la capital india- que es un referente doctrinal para su movimiento.
El primer fruto del deshielo se vio ayer mismo, cuando Mutaqqi compareció en la embajada de Afganistán en Nueva Delhi, ocupada hasta hace poco por funcionarios del antiguo régimen. S. Jaishankar había anunciado horas antes que India reabría su embajada en Afganistán, cerrada junto a sus cuatro consulados desde 2021, cuando los talibanes tomaron el poder. En justa correspondencia, Jaishankar ha invitado al Emirato Islámico de Afganistán -al que formalmente no reconoce aún- a enviar un embajador a Nueva Delhi.
La rueda de prensa de Amir Jan Muttaqi estuvo envuelta de polémica ya que su equipo solo invitó a periodistas varones. Varias periodistas indias han puesto el grito al cielo y el gobierno indio ha tenido que aclarar que no jugó ningún papel en el acto convocado por Muttaqi en la embajada de Afganistán. Los propios talibanes han dicho que si no había representación femenina entre el puñado de convidados “fue por casualidad” y que en varias ocasiones han concedido entrevistas a mujeres. Pero su credibilidad está bajo mínimos, dado su historial misógino, que incluye privar a las adolescentes de educación pública y prohibir que las periodistas afganas -una especie en extinción- se asomen a la cámara o incluso pongan voz a sus noticias.
También es cierto que si las periodistas indias se fijaran en su propio gobierno observarían que solo uno de los treinta ministros de Narendra Modi es mujer (al margen de la ministra de Asuntos de la Mujer).
El quid de la cuestión es que India, enemiga acérrima de los talibanes durante treinta años, ha cambiado de guion y los talibanes también. Detrás de eso está el acercamiento en paralelo entre Estados Unidos y Pakistán, ejemplificado en los dos encuentros celebrados ya entre el presidente Donald Trump y el jefe de las Fuerzas Armadas pakistaníes, general Asim Munir. Todo ello, con los rescoldos todavía calientes de la última escaramuza armada entre Nueva Delhi e Islamabad.
Polémica en Delhi
El ministro de Exteriores talibán no invitó a mujeres periodistas a su rueda de prensa
El incentivo para los talibanes es el deterioro de su relación con Pakistán, a pesar de que nunca habrían recuperado el poder sin su ayuda. El jueves por la noche, mientras Mutaqqi aterrizaba en Delhi, una fuerte explosión sacudía Kabul. Luego se supo que Pakistán habría intentado asesinar con un dron al jefe de los talibanes pakistaníes (TTP), Nur Wali Mehsud. También habría destruido una decena de tiendas en la provincia afgana fronteriza de Patkika, por motivos desconocidos.
Como represalia, este mismo sábado, los talibanes pakistaníes habrían matado a 23 personas en el noroeste de Pakistán, la mayoría policías y gendarmes. El ministro de Defensa de Pakistán, por su parte, amenaza con incursiones en caliente en territorio afgano y con la expulsión de “seis millones de refugiados afganos”.
El régimen de Kabul niega lazos con estos talibanes, pero pocos le creen. A menudo pertenecen a sus mismas tribus pastunes, repartidas a ambos lados de la “línea Durand” trazada por los británicos y que Pakistán considera su frontera pero que ningún gobierno afgano ha reconocido jamás.
India, por otro lado, se dijo ayer comprometida “con la soberanía, independencia e integridad territorial de Afganistán”. El pragmatismo de India -incluso con un partido en el poder tildado a menudo de islamófobo- impresiona aún más cuando se tiene en cuenta los atentados frecuentes a que se vieron sometidas sus legaciones durante la insurgencia talibán.
En aquel entonces, Nueva Delhi estaba plenamente alineada con el gobierno afgano tutelado por Estados Unidos, en el que la minoría tayika -más que los pastunes- cortaban el bacalao. Exactamente igual que Rusia, cuyo cambio de rumbo ha sido todavía más rápido y radical, al convertirse en el primer país en reconocer oficialmente al autodenominado Emirato Islámico de Afganistán (que sustituye a la República Islámica de Afganistán).
La bandera tricolor de Afganistán ondeaba hoy todavía en el exterior de la embajada de Afganistán en Nueva Delhi, aunque el ministro talibán puso una bandera blanca del Emirato sobre la mesa durante su comparecencia del día anterior
De hecho, el ministro de Exteriores talibán aterrizó en Delhi procedente de Moscú, donde el martes fue el centro de un foro sobre Afganistán en el que participaron todos sus vecinos, incluidas India y China. Precisamente, la incipiente penetración china en Afganistán -que se suma a la ya consolidada en Pakistán- es otro de los motivos que han acelerado el volantazo indio. El barbudo Muttaqi se ha cuidado de explicar estos días que la minería afgana (cobre, litio, hierro, lapislázuli y tierras raras) también está abierta a las empresas indias.
El caso es que tanto este gobierno de Kabul como el anterior tienen buenos motivos para estrechar relaciones con India, sorteando así su excesiva dependencia de Pakistán. También India está interesada en que el puerto iraní de Chabahar gane protagonismo para sus exportaciones, no solo a Afganistán sino también a Asia Central. En su comunicado también celebra “el inicio del Corredor Aéreo India-Afganistán para mercancías”.
Cuando los talibanes reconquistaron Kabul y los ejércitos de la OTAN abandonaron precipitadamente el país, Pakistán lo vivió como una victoria propia. Imran Jan era entonces primer ministro, a hombros del ejército y no solo de las urnas. Pero desde hace dos años y medio el excapitán de la selección de críquet se pudre en la cárcel, mientras la cúpula militar vuelve a arrimarse a EE.UU., ante la asfixia financiera del país.
La sintonía renovada entre Washington e Islamabad ha puesto en alerta a indios y afganos. “Tengo el placer de anunciar que la misión técnica de India en Kabul vuelve a ser la Embajada de India”, declaró ayer ante la prensa S. Jaishankar. Aunque luego matizara que el trato con los talibanes no significaba reconocimiento, ni apoyo. Para dar fe, no había bandera alguna en el encuentro.
El talibán Amir Jan Muttaqi es recibido con pétalos de rosa por sus correligionarios deobandis, este sábado, en el histórico seminario islámico de Deoband, a 180 km de Delhi. Una imagen incómoda para el nacionalismo hindú de Narendra Modi.
A su lado, Amir Jan Muttaqi tuvo unas palabras en urdu para Trump, que días atrás manifestó su voluntad de recuperar para sus tropas la base aérea de Bagram, fundada por los soviéticos y modernizada por los estadounidenses: “El pueblo de Afganistán nunca ha aceptado militares de países extranjeros y nunca lo haremos”. Por otro lado aseguró que los talibanes no permitirán “que ningún grupo utilice el territorio afgano para atacar a otro país”. En Pakistán no lo ven tan claro.
La India, por su parte, se comprometió a cooperar en la construcción de un hospital, un centro de oncología y cinco maternidades, además del mantenimiento de la Presa de la Amistad India-Afganistán. Antes de la caída de Kabul, India llegó a tener 500 proyectos afganos en marcha, para desesperación de Pakistán. La élite afgana de entonces acudía a tratarse en hospitales privados de Delhi, algo que India querría recuperar. Como gesto simbólico, ha donado veinte ambulancias. Cabe decir que en la capital india sigue habiendo 30.000 refugiados afganos y una cifra parecida de estudiantes e inmigrantes irregulares.
Muttaqi aprovechó para preguntarse por qué “a algunas personas les incomoda la paz que Afganistán ha logrado tras 40 años de guerras”. Las mujeres tienen muchos motivos para ello, aunque la burka ya no sea obligatoria. En el lado positivo, la producción afgana de adormidera, opio y heroína -que llegó a máximos históricos durante el último “año americano”- ha sido prácticamente desterrada (se eliminó el 95% en un año, aunque luego ha repuntado). Asimismo, muchos afganos han podido, por primera vez, hacer turismo en su propio país. Y una de las excursiones más populares entre los kabulíes es la que lleva a los budas gigantes de Bamiyán, del siglo VI, que los talibanes volaron durante su primera tiranía, en 2001.
Ministro de Exteriores talibán, Muttaqi, frente a un cuadro de los budas de Bamiyán, en la embajada de Afganistán en Delhi
En su rueda de prensa en la Embajada de Afganistán en Delhi -de la que el Emirato no había tomado plenamente posesión a día de ayer- el ministro tenía precisamente detrás un cuadro de aquel Buda dejado por los anteriores inquilinos, afectos a Ashraf Ghani. Un fondo pavoroso -a sabiendas de que su movimiento lo convirtió en un hueco- que no se sabe si por inconsciencia o provocación no parecía incomodar a Muttaqi.
Este debía tener ya en la cabeza su excursión de hoy a Deoband, el seminario islámico anterior a la emancipación de India y referente doctrinal de la madrasa Haqqania, en Pakistán. Esta última, cercana a Peshawar, también llamada la “universidad de la Yihad”, en que muchos afganos se formaron como estudiantes (eso significa “talibán”), desde la época del difunto Mulá Omar.
Allí, en Deoband, fue recibido Muttaqi con pétalos de rosa por estos indios musulmanes, en un baño de masas que acaso incomodó a Narendra Modi tanto como a su antecesor, Manmohan Singh, el que se dio el dictador pakistaní Pervez Musharraf, veinte años atrás, en la vieja Delhi, de donde había salido siendo un niño. Musharraf falleció en 2023. Un año después lo hizo Singh, sin haberse atrevido nunca a regresar a su pueblo, Gah, que quedó en el lado de Pakistán.
