Los romanos nunca colonizaron Irlanda, por lo que los irlandeses, a diferencia de sus vecinos ingleses, se quedaron sin una estupenda red de carreteras, un fuerte gobierno central o un código legal.
Poco después de que los romanos abandonaron en el 410 d.C. Su colonia británica tras 350 años de ocupación, llegaron a Irlanda desde Inglaterra los primeros misioneros cristianos, siendo los más destacados san Paladio y san Patricio. Gracias a la buena acogida de la nueva fe, la civilización romana finalmente alcanzaría Irlanda a través del Vaticano. Más en 1155, el papa Adriano IV, el único Papa inglés, cedió en mala hora Irlanda a Enrique II de Inglaterra.
A la cada vez más ambiciosa y poderosa Inglaterra, nunca le gustó tener a sus espaldas una isla poblada de indómitos celtas de poco fiar, pues cuando menos lo esperaban éstos podrían pactar con Francia o España en su contra. Tras romper Enrique VIII con Roma y proclamarse rey de Irlanda en 1541, ya era inevitable el choque entre católicos y protestantes.
A fin de subsanar el problema, Westminster mandó desposeer de sus tierras a cuantos más católicos irlandeses posibles, así permitiendo que se asentasen en grandes fincas protestantes procedentes de Inglaterra o Escocia, que no tardarían en convertirse en los nuevos y despiadados amos de la isla.
Sirva tan dilatada introducción para situarnos en la Irlanda del 1845 cuando el Reino Unido dominaba medio mundo, pues es cuando se dio comienzo al fallar la cosecha de patatas, que era prácticamente el único sustento de los siervos católicos, de uno de los episodios más vergonzosos de ese gran imperio.
Ese primer año fue nefasto, pero no devastador, puesto gran parte de la cosecha ya había sido recogida antes de que la plaga llegara de América. La de 1846 fue inexistente, dando pie a una tremebunda hambruna en toda regla. Y así sucedería en los años siguientes.
Total, un millón de irlandeses murieron de hambre y otros tantos emigraron como podían, a menudo como poco más que lastre en la bodega de los barcos que zapaban de Liverpool rumbo a Canadá, Boston o Nueva York. Fueron muchos los que murieron en la travesía de hambre o fiebres, porque, claro, el tifus y el cólera no tardaron en llegar a rematar o contagiar a los esqueléticos seres que se arrastraban por las ciénagas irlandesas. Un lustro bastó para que la población se quedara en la mitad.
Aunque consciente de la gravedad de la situación, el Gobierno británico se negó a perder su fe en las virtudes del mercado libre o laissez-faire, limitándose a importar una cantidad irrisoria de maíz de Estados Unidos, alimento con el que no estaban familiarizados los irlandeses y que acabaría haciendo si cabe incluso más daño a unos supervivientes ya en las últimas.
Antes, durante y después de la hambruna, los terratenientes ingleses o escoceses, rara vez visitaban sus fincas, limitándose a sacar el mayor beneficio posible de ellas de la manera que fuese. Mientras los irlandeses morían como moscas, grandes cantidades de comida seguían saliendo de sus costas camino de Inglaterra.
Es más, la más absoluta penuria de los famélicos arrendatarios irlandeses fue aprovechada para echarles de sus fincas para así dedicarlas a la más rentable y menos problemática ganadería. El Gobierno británico, por su parte, hizo lo posible para desentenderse del problema que, de involucrarse, le habría salido muy caro. En fin, se trata de una de las historias más oscuras y mezquinas de la historia europea moderna.
Interpretaciones de los trágicos hechos hay para todos los gustos, que si exterminio, genocidio o simplemente un monstruoso caso de soberbia y negligencia criminal a gran escala. ¿Qué se dirá dentro de siglo y medio de las atrocidades cometidas por el ejército israelí en Gaza? Quizás tendrán en cuenta la intencionalidad criminal. De todos modos, ya sólo era cuestión de tiempo antes de que Irlanda -salvo seis condados del Ulster- se librasen del yugo británico.
