La revolución de los claveles es una selfie

Portugal

Los guías de Lisboa explotan los recuerdos del 25 de abril de 1974

An MFA (Movimento das Forças Armadas) soldier takes position in the streets of Lisbon, two days after the April 25 coup d'etat which overthrew the Salazar dictatorship, Lisbon, Portugal. (Photo by Henri Bureau/Sygma/Corbis/VCG via Getty Images)

Un soldado en las calles de Lisboa 2 días después del 25 de abril

Henri Bureau / Getty

El fascinante juego de espejos entre la luz solar, la blancura de los edificios y las aguas del estuario del Tajo deslumbra en el mediodía lisboeta. En el barrio del Chiado, a la entrada del Largo do Carmo una joven se hace una selfie con un palo, con el cuartel de fondo, allí donde el 25 de abril de 1974 culminó la revolución de los claveles, la sublevación izquierdista que terminó con 48 años de dictadura.

Dentro de la plaza, bajo las sombras de los árboles, pequeños grupos multinacionales se arremolinan en torno a una persona, un guía turístico, a menudo provisto de un micro. Justo delante del cuartel de la Guardia Nacional Republicana que preside el ágora, una mujer, una de las encargadas de conducir el recorrido por Lisboa, entona la más mítica canción portuguesa, Grândola Vila Morena, de José Afonso. La lectura de su letra en la radio funcionó en esa madrugada de 1974 como una de las contraseñas del golpe.

La gentrificación y el turismo copan el Chiado y los ultras cotizan al alza en la vecina Portugal

“O povo é o que mais ordena” dice la, para muchas generaciones, famosísima estrofa. “El pueblo es el que más manda”, traducido al castellano. En su momento resultó una utopía que se hacía realidad, en especial para los oídos de esa España sedienta de libertad, sometida aún al yugo del autócrata moribundo. Vio emerger al otro lado de la frontera ibérica una “tierra de la fraternidad”, de la que se habla en la canción. Hoy en cambio Portugal es desde el punto de vista político, que no desde muchos otros, un espacio de promisión para los ultras, con Chega, el partido del xenófobo André Ventura, de segunda fuerza parlamentaria y mientras el conjunto de las derechas ocupa el 68% de los escaños.

Los turistas, anglófonos, escuchan la canción con miradas que van desde la fascinación a la sorpresa, pasando por las que denotan que quizá ésta sea una simple parada más del tour lisboeta. Pese a algún gran cartel conmemorativo de la que fue bautizada como la revolución más hermosa, pues se saldó sin víctimas en sus acciones principales, no parece que la del Largo do Carmo constituya una atracción estrella. En la tienda de souvenirs de allí mismo la encargada informa, con algo de desdén, de que no tiene a la venta nada relacionado con la revolución, con Abril que la llaman los portugueses. Ni siquiera una taza con un clavel rojo. El ultra Ventura estaría encantado.

Las explicaciones, en español, inglés y portugués, van cada una a su ritmo, fijado por el momento del acceso a la plaza. En el centro se puede escuchar una en castellano que acaba de comenzar. El guía narra el accidente fatal que sufrió en 1968 António Oliveira de Salazar, el homólogo portugués de Franco, si bien era un catedrático de universidad y no un militar africanista. Le sucedió otro académico, Marcelo Caetano, que mantuvo la suicida apuesta por conservar el extemporáneo imperio colonial.

Un poco más a la derecha el relato se encuentra en sus momentos climáticos, los de la llegada a la ciudad, de acuerdo con el plan trazado por el mayor Otelo Saraiva de Carvalho, de los tanques comandados por el capitán Fernando José Salgueiro Maia. Fue el héroe que con su temple evitó que se disparase el primer tiro, al que habrían seguido millares. Posibilitó así que las bocas de los fusiles acabasen tapadas por los claveles que comenzó a repartir Celeste Caeiro, camarera de orígenes gallegos.

Ahora, cuando la gentrificación y el turismo copan el Chiado y los ultras cotizan al alza, el destacado periodista lisboeta Paulo Pena recupera, con ese fatalismo tan lusitano, una frase de antes de las elecciones de 1975 de Salgueiro Maia, que rehusó recibir todo honor por su gesta: “Si el pueblo quiere ir al infierno, es al infierno para donde vamos”.

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