El pasado 13 de octubre se celebró en Sharm el Sheij (Egipto) la cumbre de paz convocada y protagonizada por Donald Trump quien, como es notorio, es abstemio, al menos desde que murió alcoholizado su hermano mayor, Fred, en el 1981.
Se hallaba en buena compañía. Pues además de su anfitrión egipcio Al Sisi, acudieron a la cita desde jeques del golfo Pérsico y príncipes saudíes, pasando por el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan y una veintena más de líderes mundiales, principalmente de países de mayoría musulmana y, por tanto, abstemios como Trump, aunque, en su caso, por motivos religiosos, ya que el islam y el alcohol son como el agua y el aceite, al menos en público.
De modo que hubo foto de familia, pero sin brindis. Erdogan aprovechó el encuentro para invitarle a Giorgia Meloni que dejara de fumar, vicio que ha vuelto a abrazar desde que es primera ministra de Italia, tras trece años de abstinencia. Emmanuel Macron, por su parte, declaró, tajante, que es imposible dejar de fumar, aunque quizá pensando más bien en la imposibilidad de apearse del poder, inclinación que compartía con un sonriente Pedro Sánchez y, muy probablemente, todos los otros mandatarios presentes en la cumbre empezando por Trump.
De ninguna manera podía faltar a la cita Tony Blair, ese jarrón chino inglés de sonrisa equino, que es quien, al parecer, formará parte de un futuro consejo de administración que velará por la implantación del tratado de paz -sin olvidar los suculentos negocios inmobiliarios- en Gaza.
En su autobiografía de más de 700 páginas, Blair sólo dedica tres breves párrafos a su relación con el alcohol mientras era primer ministro. “Un whisky a palo seco o un gin-tonic antes de regar la cena con un par de copas de vino o incluso media botella”. Vaya, vaya, pero es poco en comparación con los wiskis, preferiblemente Bell’s, que tan a gusto se tomaba las noches Margaret Thatcher tras sus interminables jornadas de trabajo en el número 10 de Downing Street.
La borrachera compartida en plena guerra entre Churchill y Stalin en el Kremlin
En el 2013 se hicieron públicos los archivos secretos que relatan, entre otras escabrosas revelaciones, la borrachera compartida en plena guerra entre Churchill y Stalin en el Kremlin en el decisivo mes de agosto de 1942. Relata sir Alexander Cadogan, del Foreign Office, que, al ser llamado a la una de la madrugada a reunirse con los dos mandatarios, se quedó pasmado ante la escena que le esperaba.
Estaban Churchill, Stalin y Molotov sentados a una mesa en la que había toda clase de viandas, entre las que destacaba un llamativo lechón laqueado, amén de innumerables botellas. Stalin insistió en que el bueno de sir Alexander se tomara una copa que éste califica en su crónica de “salvaje”. Los otros seguían bebiendo como cosacos, ¡y no precisamente cócteles molotov!
Este mismo diplomático británico estuvo también en la conferencia de Yalta que tuvo lugar en febrero de 1945. En esta ocasión, Churchill bebía “cubos de champán caucásico” como si no existiera un mañana. La cena compartida entre Churchill, Stalin y Roosevelt, los tres líderes mundiales a punto de llegar a un acuerdo sobre el reparto de una Europa que se hallaba en ruinas, acabó en una sucesión de letales brindis soviéticos. Sólo Churchill se zampaba las copas de un trago, mientras que el americano, enfermo, vaciaba las suyas con disimulo y el ruso las aguaba a escondidas.
Pues bien, ya han pasado ochenta años desde esa histórica cumbre bañada en alcohol y sus acuerdos ya son del todo obsoletos, como asimismo las relaciones diplomáticas que entonces se gastaban. Queda por ver si los Big Mac y las Coca-Cola Light del abstemio Trump servirán a la hora de lograr un nuevo reparto geopolítica del mundo. Quizás se sabrá dentro de ochenta años, en el caso de que para entonces siga girando la Tierra alrededor del sol.
