Son libertadores, no criminales”, clamaron miles de gargantas en Tirana el 17 de octubre. Manifestantes de todos los territorios balcánicos poblados por albaneses étnicos, y de la diáspora europea y estadounidense, de Ginebra a Nueva York, se concentraron en la plaza de Skanderbeg, centro neurálgico de la capital, para reclamar la libertad de los cuatro exdirigentes del Ejército de Liberación de Kosovo (UÇK, en sus siglas en albanés) procesados por crímenes de guerra y contra la humanidad por las Cámaras Especiales de Kosovo, un tribunal internacional con sede en La Haya, donde están encarcelados desde hace cinco años. Entre los acusados, Hashim Thaçi, uno de los fundadores del UÇK y primer presidente del Kosovo independiente.
Desde hacía días, caravanas de automóviles que hacían sonar el claxon y ondeaban las banderas rojas del UÇK y de Albania agravaron el infernal tráfico de la ciudad hasta el paroxismo –un brutal contraste con las imágenes de la Tirana comunista, que registraba en los 90 una ratio de un coche por cada mil habitantes, ninguno de ellos privado–. Sesenta autocares partieron de Pristina, la capital kosovar, transportando a cientos de excombatientes. Las televisiones mostraron a los milicianos cruzando la frontera a pie, saludados militarmente por los policías albaneses. Durante toda la jornada, la autopista A-1, conocida como la Ruta de la Nación, que enlaza ambos países, fue gratuita.
Bajo el lema “Unë jam UÇK” (“Yo soy UÇK”), y convocados por una organización de veteranos, los asistentes abarrotaron los cerca de 30.000 m2 de la explanada presidida por una estatua ecuestre del héroe nacional que combatió a los otomanos en el siglo XV (y cuya viuda y nieto están enterrados en Valencia), pavimentada con losas de todos los condados albaneses y rodeada por edificios de la dictadura paranoica de Enver Hoxha –que aisló al país del mundo– y de la breve dominación mussoliniana, por una vieja mezquita que sobrevivió a medio siglo de régimen ateo y varios rascacielos futuristas (uno de los cuales trata de reproducir el semblante del mítico guerrero medieval).
La multitud, abrumadoramente masculina, con profusión de uniformes militares y gorros cónicos tradicionales queleshe, enarbolaba cientos de banderas albanesas y del UÇK y algunas enseñas estadounidenses. Dos pabellones de las barras y estrellas, compartiendo mástil con los de la guerrilla, flanqueaban el escenario, donde una gran pantalla proyectaba los rostros de Thaçi, cuyo hijo Endrit asistió al acto, y los otros tres procesados: Jakup Krasniqi, Kadri Veseli y Rexhep Selim.
La veneración por EE.UU., artífices de la independencia kosovar, es una evidencia en Albania y Kosovo. Desde el escenario y en alguna pancarta se reclamaba una intervención a Trump. ¿Creen que el actual presidente norteamericano también les ayudaría?, interpelo a los manifestantes que me rodean. “Es una buena pregunta”, elude uno la cuestión. “No, es un hipócrita”, responde otro más franco. Al conocer mi procedencia, diversos asistentes coinciden en que “España no reconoce a Kosovo a causa de Cataluña” y alguno alaba a Pedro Sánchez por sus posiciones respecto a Gaza.
La multitud enarbolaba cientos de banderas albanesas y algunas enseñas estadounidenses
La multitud entona el himno albanés, interpretado por un conocido tenor. “Porque todos somos albaneses”, me aclara otro de los participantes: en la plaza hay también habitantes de zonas limítrofes de Macedonia del Norte, Grecia y Montenegro y de los municipios serbios de Preševo, Medveđa y Bujanovac, que integran la Gran Albania con la que sueñan los irredentistas pero descartan los gobiernos de Tirana y Pristina. Pregunto a un excombatiente de uniforme, con barba y gafas de sol y el emblema del UÇK, por su experiencia en la guerra. “Luchamos por nuestra identidad contra una dictadura serbia de 80 años, y ahora somos un estado”, proclama en italiano. ¿Cree que algún día ese estado se unirá a Albania? “Eso espero”, responde.
Tahir Halilaj, de 68 años, exmiembro de la guardia presidencial de Hoxha y convertido al cristianismo evangélico, no lo ve posible debido al auge del “islamismo” en Kosovo, auspiciado, dice, por saudíes y turcos. “Aquí el islam es más relajado”, destaca. Es difícil ver mujeres con velo en Tirana, donde el reportero cenará por la noche carne de cerdo y una cerveza en un restaurante del barrio de Xhamlliku bajo una gran foto de La Meca.
Desde el estrado, Ferid Berisha, el Comandante Shkupi de los Tigres Negros del UÇK, enardece a la multitud al recordar al mártir Adem Jashari, otro de los fundadores de la guerrilla, quien murió en su casa asediada por los serbios rodeado de su extensa familia. Los asaltantes encontraron 58 cadáveres, 46 de ellos familiares de Jashari, incluidas 18 mujeres y 10 niños.
Ali Ahmeti, fundador del UÇK y dirigente del ELN, que emprendió una efímera lucha armada en Macedonia del Norte en el 2001, habla de las acusaciones de tráfico de órganos humanos de que han sido objeto dirigentes kosovares como un “problema inexistente surgido de las cocinas serbias con el apoyo de las instituciones rusas” de forma nada casual cuando “el UÇK era un socio de la OTAN, América y Europa”.
El auditorio enmudece cuando sube a la tarima el expresidente albanés Alfred Moisiu, de 95 años. Con voz grave, denuncia que “los cuatro hermanos del UÇK han sido encarcelados sin pruebas” mediante “cargos falsos surgidos de la oscuridad de los sótanos serbo-rusos”. Al final del acto, los asistentes corean la marcha del UÇK, Oj Kosove o djep lirie, (“Oh, Kosovo, cuna de la libertad”), que proclama que, “generación tras generación en estas tierras”, este pueblo es “tan antiguo como la misma Europa”.
La protesta, que sigue a otras celebradas en Pristina y La Haya, contó con el apoyo de la presidenta de Kosovo, Vjosa Osmani, para quien el UÇK emprendió una “guerra justa por la libertad” para proteger a “ciudadanos inocentes que fueron asesinados y masacrados por el ejército serbio”. El presidente albanés, Bajram Begaj, dijo en redes que “el UÇK es el fundamento de la libertad de Kosovo” y “nadie puede borrar este legado de valentía, sacrificio y heroísmo”. El primer ministro Edi Rama descartó asistir al acto para evitar “politizarlo”, pero reprodujo en sus cuentas imágenes del mismo, sobre las que escribió “zemra mal”, algo así como “dolor en el corazón”.
