Natalia Ponomareva, la directora de 54 años de una escuela de un pueblo en la Ucrania ocupada, podía escuchar los gritos de los prisioneros masculinos que estaban siendo torturados en el piso de arriba mientras era interrogada por dos hombres con pasamontañas, uno de los cuales portaba un dispositivo de electrocución. Los enmascarados le dijeron que todo estaría bien si ella continuaba dirigiendo su escuela y comenzaba a seguir el currículo ruso.
El interrogatorio de los ocupantes rusos a Viktoria Sherback, profesora de ruso y francés de la región de Járkov, tomó un giro particularmente desagradable: sus tres interrogadores le ofrecieron mostrarle vídeos de adolescentes, de la misma edad que su hija, siendo violadas en prisión. La implicación era clara.
Los ocupantes rusos han necesitado desesperadamente educadores para trabajar en jardines de infancia, escuelas y universidades, y no solo desde el inicio de la invasión a gran escala de Ucrania. Desde 2014, Rusia ha estado atacando sistemáticamente a los niños en los territorios ocupados y “reeducándolos” para erradicar cualquier sentido de identidad ucraniana. Pero algunos valientes educadores ucranianos han seguido enseñando en secreto a pesar de la violenta presencia rusa.
Elección difícil
Los maestros son conminados a enseñar el currículo ruso o abandonar su actividad
Según Tetyana, una profesora entrevistada por investigadores de The Reckoning Project, un día la directora de su escuela se le acercó, pálida de miedo. Le dijo que no se les permitiría enseñar en ucraniano ni seguir su antiguo currículo. Los ocupantes rusos estaban imponiendo su programa bajo la amenaza de armas de fuego. “Tenían algún tipo de fusiles,” explicó Tetyana. “Los que estaban de acuerdo podían quedarse. Los que no, podían recoger sus cosas.”
Tetyana se marchó rápidamente, con todo el dolor. Supo por rumores que en la escuela, los niños ahora lanzaban granadas de juguete. “Sabía lo que les estaban enseñando a los niños: lo bueno que es el ‘mundo ruso’, lo mala que es Ucrania,” dijo. “Al principio hablaba abiertamente. Pero luego ya no. Más de una vez me advirtieron de que tuviera cuidado”. Aludió a sótanos donde habían llevado a varios habitantes del lugar, uno de los cuales desapareció. “Había visto a personas después de que regresaron de los sótanos. Era difícil incluso reconocerlos,” dijo.
Tetyana se volvió más cuidadosa, ya que había estado enseñando por internet en secreto, en ucraniano, incorporando las tradiciones y la cultura propias en las lecciones. “Pensé: si incluso un niño permaneciera en ocupación y quisiera continuar, ¿cómo podría decir que no?” dijo. Su familia hacía guardia mientras ella dirigía clases clandestinas, coordinándolas para coincidir con ruidos fuertes en la calle.
La inquietud de Tetyana era constante y omnipresente: comenzó a esconder sus dispositivos electrónicos y su familia estaba permanentemente en tensión. “Es aterrador cuando un coche se detiene afuera … sabes que se te pueden llevar. O destruir tu pasaporte.”
Tetyana trabajaba en su empleo encubierto en una tienda local cuando finalmente vinieron a por su familia en diciembre del 2024. Una docena de soldados irrumpió en su hogar y obligó a su esposo a tirarse al suelo, golpeándolo si dudaba al responder preguntas. Les dijeron que todos debían tener pasaportes rusos para el día siguiente.
Como Estado sucesor de la URSS y firmante del Cuarto Convenio de Ginebra, Rusia está obligada, como potencia ocupante, a facilitar el correcto funcionamiento de las instituciones dirigidas a la población infantil. Los niños deben ser educados “si es posible, por personas de su propia nacionalidad, idioma y religión.” Esto claramente no ha sido así.
Vivir bajo ocupación se volvió insostenible para Tetyana. Unos meses después, ella y su familia tomaron la decisión de abandonar su hogar para marcharse a una ciudad ucraniana que, aunque libre, sigue bajo amenaza de drones rusos.
Su caso no es aislado: en septiembre del 2022, los invasores rusos escoltaron a Olha (un seudónimo), de 50 años, por las escaleras de su bloque de apartamentos bajo amenaza de armas de fuego. “No pensé que estaba en riesgo,” recordaría Olha. “No soy directora, ni subdirectora, solo una profesora normal.” Olha había sido despedida de la escuela en la que trabajaba en la región de Jersón. Cuando escuchó que llegaban los hombres armados, arrojó su teléfono debajo del sofá. Destruyeron su hogar y la metieron en su coche. Supo inmediatamente adónde la llevaban: a la ciudad vecina donde nació, y al edificio donde ella, una rusa étnica, había recibido su pasaporte ucraniano. Ahora, allí torturaban a personas.
“Me trataron como a una delincuente común: foto de perfil, foto frontal, huellas dactilares”. La llevaron a una habitación con un colchón sucio de niño en el suelo, y ella contaba los días, incapaz de dormir. “Nos daban de comer una o dos veces al día … un poco de gachas, un pedazo de pan”. Mientras esperaba, el miedo comenzó a apoderarse de ella. Temía que la enviaran a Crimea ocupada, o más lejos. Que su desaparición dejara a sus seres queridos en un estado constante de angustia. “Tanta gente ha sido asesinada, brutalmente torturada; tantos de nuestra ciudad han desaparecido o están siendo retenidos en sótanos”, explicaría.
Olha tuvo suerte: no estaba segura de qué investigaban, pero cuando los interrogadores la llamaron, mostraron capturas de pantalla de un chat escolar y fotografías de una profesora que lo dirigía. También presionaron a Olha para que abandonara sus convicciones, enseñara para Rusia o se marchara. “No encontraron mis teléfonos. De lo contrario, no estoy segura de que hubiera sobrevivido”. Sabía que no podía trabajar para los ocupantes rusos, así que decidió huir del país.
Olha al menos puede continuar enseñando en línea: algunos de sus estudiantes viven en Ucrania, otros en el extranjero, otros en los territorios ocupados. A los estudiantes bajo ocupación les repite una y otra vez que nunca, bajo ninguna circunstancia, digan a nadie que estudian en una escuela ucraniana. Ella todavía sigue los acontecimientos de su país desde la distancia.
“Leo las noticias, los mensajes, los informes: ‘Muerto,’ ‘Asesinado,’ ‘Golpeado,’ ‘Herido’”. Olha no pudo enterrar a su propio padre. Su sobrino adolescente también desapareció. Su familia lo estuvo buscando durante un año entero. Resultó que había sido detenido, llevado a Rusia y sentenciado a una larga pena de prisión allí. “Gracias a Dios, está vivo” dijo.

