Starmer no sabe conducir

Crisis en el laborismo británico

Las guerras intestinas, el desorden y la falta de visión dilapidan la mayoría absoluta del Labour británico

Britain's Prime Minister Keir Starmer (C) takes a selfie with students at the engineering workshop at Coleg Menai during his visit to announce Wylfa on Anglesey, an island in North Wales, as the location for the country#{emoji}146;s first small modular reactor in Llangefni, Wales on November 13, 2025. (Photo by Temilade Adelaja / POOL / AFP)

Starmer haciéndose una selfie con estudiantes de Ingeniería en Coleg Menai (Gales) durante una visita la semana pasada 

Temilado Adelaja / AFP

Para estar al frente de un Gobierno débil, al albur de los acontecimientos nacionales y globales, siempre pendiente de un hilo, que suda la gota gorda para sacar adelante cualquier ley (y no digamos los presupuestos), no hacer falta ser Pedro Sánchez en la España que enterró al dictador hace medio siglo, tener una oposición que lo añora y liderar una coalición pillada por los pelos. También se puede disfrutar de una aplastante mayoría absoluta, y aun así pasarlas moradas. Como el británico Keir Starmer.

Las guerras intestinas entre las distintas facciones del Labour, la falta de una visión sobre lo que quiere que sea el país, el desorden, los errores no forzados, las corruptelas, la incapacidad absoluta para comunicar (no solo con los votantes, sino con los propios diputados del partido) y un clima económico desfavorable se han aliado, como los elementos meteorológicos que propician un tsunami, para que Starmer se tambalee y se hable de la necesidad de buscarle un sucesor cuando hace menos de año y medio que ganó el poder y faltan casi cuatro para las próximas elecciones generales.

Blair y los barones del Labour pusieron a Starmer al frente sin imaginar que ganaría una mayoría absoluta

De poco sirve una mayoría absoluta, con 405 diputados en la Cámara de los Comunes, si el primer ministro es (según los sondeos) el más impopular de la historia, los ciudadanos no ven ninguna mejoría en los problemas para cuya resolución lo votaron (coste de la vida, inmigración, sanidad...) y en más de un centenar de encuestas la gente se declara dispuesta a votar por la ultraderecha (Nigel Farage), como Estados Unidos votó por Trump o Argentina por Milei. Para romper cosas, dar una lección a “los de siempre”, probar algo distinto, aunque sea arriesgado, hacer una revolución.

Si las cosas ya estaban mal, la última semana ha sido un auténtico caos, impropio de un Gobierno serio (y no digamos con mayoría absoluta). Primero, los asesores del primer ministro (que ve fantasmas donde los hay y donde no los hay) lanzaron un ataque preventivo denunciando un intento de golpe de Estado por parte de su ministro de Sanidad, Wes Streeting, a quien tuvo que pedir perdón. Pretendía liquidar de cuajo cualquier motín que se estuviera fraguando, pero logró todo lo contrario. Hizo visible la vulnerabilidad y el miedo del líder, reforzando a sus opositores. Segundo, y a raíz de ello, la ministra de Economía, Rachel Reeves, retrocedió bajo presión de su jefe en el plan de subir el impuesto sobre la renta.

Los presupuestos de dentro de nueve días son los más caóticos que se recuerdan en la historia reciente

Desde su posición de suma debilidad, ganada a pulso, Starmer no ha visto posible sobrevivir a unos presupuestos generales en los que habría violado flagrantemente la promesa electoral de no incrementarlos (por primera vez en cincuenta años) y ha preferido correr el riesgo de irritar a los mercados y que suba aún más la prima de la deuda pública del Reino Unido, que ya es superior a la de Grecia, Italia y España.

Por mucha mayoría absoluta que tenga, Starmer no puede reformar el Estado de bienestar (objeto de enormes abusos, con un gasto anual de 350.000 millones de euros), ni recortar los subsidios por incapacidad (una de cada cinco personas en edad laboral no tiene trabajo ni lo busca), porque el grupo parlamentario laborista se niega a ello. Más bien al contrario, exige aumentar las ayudas para combatir la pobreza infantil y cree que se puede conseguir el dinero aumentando la carga fiscal a los ricos, o en su defecto, a los profesionales y clases medias altas.

Cualquier diputado del Labour, incluso totales desconocidos, cree que haría un mejor papel que Starmer como líder

El Labour está dividido entre los herederos de Tony Blair (derecha), que se aproxima al discurso xenófobo de Farage en materia de inmigración, la izquierda blanda y la izquierda radical (partidaria de las nacionalizaciones y un impuesto sobre el patrimonio), grupos todos ellos representados en los Comunes, y que cada uno tira en una dirección diferente. A Starmer, mientras tanto, lo único que le preocupa es permanecer en el poder y va dando bandazos.

Cuando en la época de Franco se iba de excursión, los niños cantaban en el autocar: “Para ser conductor de primera, acelera, acelera; para ser conductor de segunda, ten cuidado con las curvas; para ser conductor de tercera, no te subas a la acera...”. El primer ministro es un conductor de cuarta, puesto al volante para clavar el puñal a Jeremy Corbyn (izquierda radical) tras perder las elecciones del 2019 ante Boris Johnson, cuando parecía que al Labour le esperaba una larga travesía por el desierto y solo tenía que manejar un coche automático por una autopista de seis carriles, antes de pasar el relevo a un blairita auténtico (Wes Streeting, que todavía no estaba maduro). Pero los tories se desplomaron y Starmer se encontró con una mayoría absoluta y una carretera llena de curvas, de niebla y de nieve, sin cadenas. Todos los pilotos de la escudería, sin excepción, creen que harían un mejor papel que él en Montmeló.

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