Mañana es el día de Acción de Gracias (Thanksgiving) en los Estados Unidos, pero a esta orilla del charco los británicos, en lo que a la economía se refiere, tienen muy poco que agradecer a Trump, a Putin, a los aranceles, al contexto internacional, al Brexit y también a su Gobierno. El presupuesto que presenta hoy la ministra de Finanzas, Rachel Reeves, es más propio del Black Friday, del día de los difuntos, o el “miércoles negro” de 1992, cuando la Administración de John Major se vio obligada a sacar la libra esterlina del sistema monetario europeo.
Impuestos adicionales de unos 2.000 euros al año para una pareja típica de clase media en la que ambos trabajan no es la mejor receta para subir la popularidad de la titular de Hacienda más denostada desde que se realizan sondeos en Gran Bretaña, Pero esa es la medicina que ha recetado Reeves al país en un presupuesto que parece un guion de Misión Imposible, con ella haciendo de Tom Cruise. Contentar a los votantes, dar tranquilidad a los mercados, cumplir con las promesas electorales y obtener el respaldo del grupo parlamentario laborista en los Comunes es, todo junto, una tarea de titanes.
La suerte ha deparado a Reeves, y al primer ministro Starmer, unas cartas muy malas: bajo crecimiento y productividad, inflación y tipos de interés altos, paro en alza, servicios públicos deteriorados, deuda pública muy elevada. En suma, el legado de la austeridad. Todo esto, en una partida de póker, sería el equivalente de un dos, un cuatro, un seis, un nueve y una reina, sin perspectiva alguna de montar una escalera y dificultades incluso para conseguir unas dobles parejas. Pero aparte de eso las han jugado mal, con una combinación letal de falta de previsión, errores no forzados, filtraciones, marchas atrás y paranoia política.
Obligada a cubrir un déficit de 25.000 millones, Reeves ha tenido que renunciar al programa electoral
Necesitada de cubrir un agujero de unos 25.000 millones de euros por el coste de la deuda y la devaluación de las perspectivas de productividad para los próximos años, Reeves decidió coger el toro por los cuernos, romper el manifiesto con el que el Labour ganó las elecciones del año pasado y subir en dos puntos el impuesto sobre la renta. Incluso informó de ello a los mercados y a la opinión pública, poniéndolos sobre aviso en una intervención sin precedentes, pero se encontró al día siguiente con el veto de Starmer, paranoico sobre un posible intento de golpe dentro del partido para relevarlo y que temió que romper esa promesa le daría la puntilla.
Reeves no sólo ha quedado desautorizada (algunos observadores creen que este será el último presupuesto que presenta antes de ser sacrificada), sino que ha tenido que cambiar a última hora el menú fijo que tenía ya preparado por una especie de buffet con diversas subidas de impuestos (a los planes de pensiones, a los coches eléctricos, a las viviendas más caras…) que afectan a grupos específicos. La prensa de derechas se ha lanzado a la yugular, denunciando un ataque a las clases medias y al ahorro para financiar los subsidios a quienes dependen del Estado de bienestar.
El presupuesto tiene mucho de cálculo electoral por parte del Labour, hundido en los sondeos, que aspira a salvar los muebles con los jubilados, los jóvenes, los desempleados, los que no trabajan por enfermedad y quienes tienen empleos precarios. Con ese fin ha subido las pensiones y el salario mínimo, ha congelado el precio de los trenes y ha actualizado diversas ayudas de acuerdo a la inflación. Como contrapartida, millones de británicos van a caer en la banda impositiva más alta, y los propietarios de casas y pisos de más de 2.5 millones de euros pagarán el equivalente de un impuesto al patrimonio, aunque no se llame así. En un chiste del The Daily Telegraph, un cliente acude al banco y le dice a su gerente: “He venido a despedirme de mi dinero”.
Cuando un diplomático francés visitó Berlín en el siglo XVIII, comentó que Prusia no era un Estado con un ejército, sino un ejército con un Estado. Del Reino Unido del siglo XXI podría decirse que no es un Estado con una sanidad pública y una red de subsidios, sino una red de subsidios y una sanidad pública con un Estado. Los programas sociales (pensiones, medicina universal y ayudas diversas) cuestan 350.000 millones de euros al año, de los cuales una tercera parte se dedica a quienes no trabajan por enfermedad o discapacidad. En la mitad de distritos electorales, un 40% de la población percibe algún tipo de asistencia. Una de cada cinco personas en edad laboral ni tiene empleo ni lo busca, y su número ha aumentado un 20% desde la pandemia. Es alarmante la cantidad de jóvenes que pasan directamente de graduarse a vivir de los subsidios (los patronos no quieren contratarlos por los crecientes costes de la seguridad social y del salario mínimo).
Para Starmer y su ministra Reeves, el presupuesto presentado hoy es la hora de la verdad, el último cartucho para intentar levantar el vuelo después de diecisiete meses desastrosos. Hace un año subieron los impuestos en 60.000 millones de euros. Ahora, han vuelto a la carga con otra dentellada. Para ganar la partida de póker necesitarán que en el descarte les entren al menos un par de ases.
