Caracas, resignada ante un bombardeo de Trump

Testimonio directo  desde la capital venezolana

En la cuenta atrás para una posible acción militar, los caraqueños mantienen la calma y el buen humor

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Un integrante de la Milicia Nacional Bolivariana de Venezuela carga a una niña durante una manifestación por el 26 aniversario de la Constitución de Venezuela en Caracas.

MIGUEL GUTIERREZ / EFE

 Caracas vive un extraño dilema. La mayoría quiere un cambio después de 13 años de Nicolás Maduro y 25 del chavismo en versión pura o degenerada. Pero no todos quieren el mismo cambio y la mayoría  rechaza —el 55% en contra frente al 20% a favor— una intervención militar estadounidense para lograrlo.

De ahí emerge una suerte de resignación estoica ante un ataque aéreo estadounidense que muchos analistas en Washington creen inevitable.

Los caraqueños miran sus teléfonos móviles por si ha llegado el momento, y luego vuelven al trabajo. Como Antonio, que coloca y retira las toallas sin usar en la piscina del vaciado hotel Altamira Suites. “Van a llegar y ¡pum! ¡pum! Yo me quedaré en casa; porque aquí estamos cerca'”, dice sin mostrar ningún indicio de miedo o zozobra.

Efectivamente, cuando los expertos en Washington emplean el eufemismo de “eliminar infraestructura militar”, puede parecer un ataque contra aparatos de guerra  y algún hombre en uniforme. Pero la base aérea militar más importante de Caracas, la Carlota, está a un kilómetro del hotel en una zona residencial y comercial. Paradójicamente, este posible blanco para los misiles estadounidenses está  situado en  el barrio de Altamira, el adinerado feudo de la oposición más beligerante de Leopoldo López, Juan Guaidó y María Corina Machado.

Para rematar la ironía, es la base donde Guaidó y  López se hicieron una foto con un grupo de militares en abril del 2019 para anunciar un inexistente golpe de Estado contra Maduro. 

Hay una suerte de zen caribeño y una moderación de lenguaje en Caracas que contrasta con la retórica rimbombante y, a la vez,  incendiaria que resuena en Florida e, increíblemente, Oslo. 

Una suerte de zen caribeño contrasta con la retórica que resuena en Miami y en Oslo

Si el mundo fuera al revés y Caracas estuviera a punto de bombardear Miami, los votantes de Marco Rubio, el secretario de Estado y senador por Florida, ya habrían agotado los stocks de bunkers antibomba y ansiolíticos. 

Pero en Caracas, basta con tomar un par de cervezas Polar con un cachito de queso paiva. “Hay una mezcla de estoicismo y escepticismo; muchos creen que es un bluff de Trump”, dice un encuestador independiente que no quiere que se publique su nombre en una entrevista mantenida en su agradable apartamento en los altos de Altamira.

Las advertencias alarmantes que llegan desde Estados Unidos se toman con filosofía. “Yo tengo familiares en Texas y Nueva York; me llaman y me dicen: '¡Amor mío! ¿Te están tirando bombas?' Y yo digo que no, que todo está bien y que estoy cenando algo sabroso”, comenta Tatiana dependienta en una boutique de moda en Altamira llamada Domus.  

Los expatriados son los venezolanos que defienden con más fervor a la trumpista  Corina Machado cuya popularidad cae, en parte, porque se niega a condenar el plan de  invasión estadounidense. Tatiana tiene una respuesta clara  para sus familiares en EE.UU cuando hablan del tema: “Yo les digo que si quieren los ataques, que vengan aquí a verlos”.

A diferencia de Corina Machado, que tampoco estará en Caracas si llegan los misiles Lockheed Martin, la mayoría de los caraqueños rechazan la polarización en blanco y negro de la  política entre la derecha radical venezolana y parte del chavismo en el poder. “Aquí somos grises”, dice Tatiana, que vende zapatillas por 500 dólares a clientes de la oposición y del chavismo también. 

Si la retórica de guerra y venganza de Corina Machado no convence a la mayoría de los caraqueños, tampoco hay mucho entusiasmo por la retórica  trasnochada de “patria o muerte” del gobierno. Paradójicamente,  Corina Machado y Maduro tienen algo en común: la demagogia sobre la guerra es necesaria para su supervivencia política. Pero en las calles de Caracas, reina la política del avestruz. “Yo no escucho las noticias en la radio; me atormentan”, dice Cesar, un conductor de Ridery, la excelente versión venezolana de Uber, y cambia a la cadena de salsa.

“Muchos se autobloquean, algunos porque no creen que esto puede pasar y que vamos a volver a repetir la misma historia, otros porque saben que no pueden hacer nada”,  añade el encuestador en Altamira. “¿Qué va a hacer la población venezolana cuando tiene enfrente a la flota de los Estados Unidos?” 

“¿Qué va a hacer el pueblo venezolano cuando tiene en frente a la flota de EE.UU?”

Efectivamente, el sobrecogedor despliegue de la US Navy en el Caribe ya ha sumado dos buques más, el San Antonio y el Fort Lauderdale, para convertirse en la más grande desde la primera guerra del Golfo. 

Solo a los creyentes del viejo chavismo se les ocurre hablar de resistir. “Yo tengo 75 años, pero moriré por la patria; y mi arma principal es mi convicción”, exclama un diputado chavista afrovenezolano en el barrio de San Agustín. No es la reacción más común, y menos en gente joven.

Una parte de la sangre fría que corre por las venas de Caracas en la cuenta atrás al bombardeo obedece a una peligrosa falacia. Aquello del  “ataque quirúrgico”. “Si hay bombas, que sean bombas allá donde tienen que estar. ¡Aquí no!”, dice una joven camarera en la panadería Flor de Altamira, donde los caraqueños comían arepas asadas y huevos con perico,  un manjar interrumpido solo por las miradas al teléfono y a las redes sociales. “La mayoría de la gente espera que no sea un bombardeo como tal, sino que sea quirúrgico. O que manden un equipo, un comando, que lo agarre (a Maduro) y que lo detenga”, explica Wilmer González, que espera que Trump no estropee la Navidad.

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