A Trump le estorba el liberalismo. La observancia de las reglas constitucionales, el control y la división del poder, los límites a la arbitrariedad, el imperio de la ley, la defensa de la tolerancia o el respeto de la diferencia, configuran un ecosistema de principios que maniata su proyecto político. No solo porque colisiona con su personalidad autoritaria y el estilo cruel que caracteriza su forma de actuar, sino porque es el antípoda ideológico a la narrativa populista que defiende y que hace de las ideas neoliberales, supremacistas y paleoconservadores el soporte propositivo de su gestión presidencial.
Trump está en la Casa Blanca elegido por el pueblo norteamericano, a quien ha vuelto a seducir de nuevo. Lo hizo para sorpresa de todos en el 2016 y, ahora, tras el interregno demócrata del presidente Biden, ha vuelto al poder con más fuerza si cabe que la vez anterior. De poco sirvió el descrédito político que causó su participación en la intentona golpista del 6 de enero del 2021, cuando trató de impedir su salida del poder tras perder las elecciones presidenciales que impidieron su continuidad. Ahora, reelegido, está decidido a poner en jaque a la democracia estadounidense con el fin de refundarla arrebatándole su impronta liberal y dotándola de otra populista y mesiánica. Un empeño que quiere que EE.UU. perpetúe en el futuro la hegemonía planetaria cuando China se la disputa y se agudiza el conflicto entre ambas superpotencias.

Partidarios de Trump apoyan al magnate el día de su vuelta a la Casa Blanca.
Para lograrlo Trump dispone de un poder político extraordinario. Controla personalmente ambas cámaras legislativas y tiene una mayoría afín en el Tribunal Supremo. Además, el partido republicano está controlado por él a través de MAGA (“Make America Great Again”): un movimiento social que agrupa a millones de adeptos a la persona de Trump y que da soporte a la propagación de su programa político. De hecho, actúa como una poderosa fuerza de choque en las redes sociales al ser la herramienta de un populismo digital casi irresistible debido al liderazgo que ejerce en ellas. No solo porque viraliza los mensajes populistas de Trump en tiempo real, sino porque fija de antemano el marco de la conservación social que anticipan sus decisiones ejecutivas.
Descubrir por qué Trump ha conseguido este éxito político escapa al propósito de este artículo. Digamos, a modo de resumen, que ha sabido hacer suyo y protagonizar el discurso de la derecha alternativa. Primero, agrupando en su persona los malestares y resentimientos de una clase media trabajadora que nutre las filas del descontento social. Y segundo, sintonizando a través de su biografía con la extraña mezcla de neoliberalismo y paleoconservadurismo que hegemoniza el inconsciente de la mayoría blanca y cristiana estadounidense. Una mayoría que cree que EE.UU. vino al mundo para convertirse en la Nueva Jerusalén del planeta y que la élite liberal traicionó tras la independencia al demolerla y reemplazarla por la Nueva Atenas que edificó la Constitución de 1787 alrededor de la idea de controlar el poder y evitar que fuese un poder único en manos de un dictador.
Necesidad de una dictadura
Para Trump y sus seguidores, EE.UU. necesita una forma de poder que sea lo más parecida posible a una dictadura. Al menos si quiere ganar a China en la guerra que libran por la supremacía tecnológica. La democracia liberal es un obstáculo para ello. La revolución digital y el desenlace económico provocado por el capitalismo de plataformas hace que la innovación y, en concreto, el progreso de la inteligencia artificial (IA) deban carecer de limitaciones éticas como la protección de los derechos humanos o de cauces regulatorios que se desprenden de una democracia deliberativa y que salvaguarden, por ejemplo, la competencia en el mercado o el libre comercio. La pugna hegemónica que libran EE.UU. y China por el control de los datos que fundan la prosperidad del siglo XXI y, asociada a ellos, por el liderazgo de la IA, a cuya gestión eficiente se vincula la explotación de dichos datos, requiere un poder único que se oriente sin limitaciones hacia la consumación del valor de la seguridad nacional sobre cualquier otro.
Para Trump y sus seguidores, EE.UU. necesita una forma de poder que sea lo más parecida posible a una dictadura. Al menos si quiere ganar a China en la guerra que libran por la supremacía tecnológica
Este factor geopolítico es la clave principal que explica por qué MAGA quiere “hacer grande a América de nuevo”. Una percepción colectiva que se basa en la creencia de que el liderazgo mundial de EE.UU. está en crisis y en riesgo de una decadencia irreversible si no se toman decisiones radicales. Por eso, MAGA, con Trump a la cabeza, insiste en que el liberalismo debe ser derogado para “hacer grande a América” e instaurar una nueva pax americana. Para establecerla EE.UU. debe renovar su hegemonía y sacar de la carrera a China, su enemigo sistémico. Algo que solo podría producirse con una guerra, tal y como plantea Graham T. Allison en Destined for War (2017). Según este politólogo norteamericano, la historia evidencia, siguiendo la estela de lo que denomina la trampa de Tucídides, que –cuando el poder de una superpotencia es disputado por otra emergente– existen doce probabilidades entre dieciséis de que estalle una guerra entre ellas. De ahí que las posibilidades de que esta se produzca son altas en estos momentos, y es lo que lleva a la derecha alternativa estadounidense a reclamar un liderazgo fuerte. Esto es, a que el presidente Trump ejerza un poder único que, según Joseph Yoo en su ensayo Defender in Chief (2020), centralice en sus manos ejecutivas los otros poderes para garantizar la victoria sobre China. Algo que podría conseguirse si EE.UU. espolease su maquinaria económica a impulsos de la versión más radical del pensamiento neoliberal: el tecnolibertarismo que predica desde hace décadas Silicon Valley.
El tecnolibertarismo
Para sus defensores la libertad y la democracia son incompatibles. Lo mismo que la prosperidad y la limitación de la competencia. Esta última es para los mediocres, porque el monopolio y la concentración empresarial son la recompensa que necesita la innovación para que el talento fructifique y se retribuya la genialidad. Eso y una libertad absoluta para crear que anteceda el proceso. Por eso, para tecnolibertarios como Peter Thiel y sus discípulos más radicales de la ilustración oscura, el liberalismo está de sobra con sus condicionantes éticos y regulatorios al servicio de la equidad. Si se quiere innovar y acelerar el progreso, entonces, el egoísmo individual que alimenta al genio no puede ser coartado por reglas que protejan a los mediocres. El modelo capitalista funciona a pleno rendimiento si no tiene límites. Algo que solo puede darse dentro de un diseño autoritario que garantice el orden necesario para que la libertad cree prosperidad. Una tesis neoliberal que, por cierto, Friedman y Hayek ya hicieron suya en los años setenta del siglo XX. Entonces admitieron que las dictaduras sí protegían la libertad económica frente al caos o la hiperregulación democrática. Eso hizo que el Chile de Pinochet fuese modélico para ambos. Lo mismo que Hong Kong que, para Friedman, había alcanzado el nivel de renta estadounidense gracias a una Administración colonial inglesa que había fomentado el capitalismo sin los caprichos de las políticas sociales de la democracia liberal en EE.UU. y Europa.

Trump junto a Elon Musk en el Despacho Oval de la Casa Blanca.
En too caso, hablamos de una tesis tecnolibertaria inspirada en Ayn Rand y que lleva a las grandes corporaciones a promover un complejo industrial-tecnológico que quiere monopolizar la revolución de la IA como antes lo hizo con la digital. Un monopolio estadounidense en manos de una élite controlada por Google, Apple, Meta, Amazon, Tesla y Microsoft, que desempeña el rol de una guardia pretoriana del Commander in Chief de la Casa Blanca. Alineados con él, la orden ejecutiva aprobada el 31 de octubre del 2023 por el entonces presidente Biden atribuye al jefe del ejecutivo la responsabilidad de centralizar la planificación geopolítica del esfuerzo tecnológico norteamericano, así como la supervisión de las líneas de innovación sobre las que pivota el conjunto del ecosistema digital. Especialmente en el ámbito investigador sobre la IA, donde se atribuye al presidente la coordinación de los esfuerzos públicos y privados en este campo por razones de seguridad nacional.
Adelantar a China
Para este complejo industrial-tecnológico la victoria sobre China es tan vital para su supervivencia como lo es para EE.UU., pues la hegemonía garantizará el monopolio. Por eso, no es tan extraño el alineamiento de sus intereses privados con las políticas que ensaya Trump. Recuerda bastante la actitud mostrada por las grandes corporaciones industriales alemanas hacia Hitler y la afinidad electiva que mostraban hacia un poder autoritario que fuese creando las condiciones que justificaran una dictadura.
Lo explicaba Carl Schmitt en 1932 cuando pronunció una conferencia hacia la gran patronal alemana y ofreció la idea de un estado de excepción económico-financiero. Un modelo de poder unitario ejercido por un presidencialismo fuerte inspirado en la vieja monarquía y que concentrara una autoridad ilimitada para afrontar la gravísima crisis económica que sufría Alemania en aquellos momentos. Bajo el estado de excepción se garantizaría el orden que necesitaba el mercado, pero sin cuestionar su independencia. Se desplegaría un liberalismo autoritario que pondría la maquinaria represiva del Estado al servicio de una política de austeridad neoliberal. No en balde la política que defendía Schmitt en su conferencia invocaba sanear las finanzas públicas, reducir el número de funcionarios, bajar los salarios y las prestaciones de desempleo y jubilación, así como canalizar todo el esfuerzo de la economía alemana a aumentar técnicamente la competitividad y la productividad mientras se protegía el mercado interior elevando los aranceles.
Si se quiere innovar, el egoísmo individual que alimenta al genio no puede ser coartado por reglas que protejan a los mediocres. El modelo capitalista funciona a pleno rendimiento si no tiene límites
Una tesis que se repite en el modelo de Trump y que hace propia la derecha alternativa que lo respalda. Para abordarla necesita excepcionar el sistema de pesos y contrapesos que diseñó el liberalismo norteamericano para evitar la tiranía en tiempos de paz. Algo que hace que, como decíamos al principio, estorbe y quiera ser suspendido por razones de una seguridad nacional asociada a la supervivencia hegemónica de EE.UU. Factor del que depende, como veíamos más arriba, la continuidad del monopolio tecnológico que tienen las grandes corporaciones. Para conseguirlo Trump necesita ejercer un poder sin restricciones. Que es lo que prevé, según Joseph Yoo, la propia Constitución cuando el país esta amenazado. Entonces el poder monárquico residual que conserva asociado a la condición de Commander in Chief se transforma en un Defender in Chief. Una previsión constitucional que opera en caso de guerra. Si esta se produjera, el liberalismo constitucional que impide la concentración del poder se interrumpe para convertir al presidente en un caudillo militar como lo fue George Washington. Fue la fórmula pensada por Jefferson y Adams ante la hipótesis de que los ingleses quisieran reconquistar las colonias desde Canadá. El Congreso tan solo podría declarar la guerra y pagarla, pues todo el poder estaría al servicio de que el presidente la ganara. Y si el Congreso estuviera en manos de gente afín como pasa ahora con MAGA, entonces, la perpetuación de su estatus de “dictador comisarial”, según la definición de Carl Schmitt en su ensayo sobre la dictadura, podría alargarse. Al menos mientras no se dieran las condiciones que garantizaran definitivamente la paz.
Un fenómeno, por cierto, parecido al que permitió a Augusto controlar el Senado y la institucionalidad republicana para instaurar el imperio y la pax romana después de su victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra en la famosa batalla de Accio. Quizá estemos dando también los pasos para ver a Trump en el papel un Augusto decidido a establecer una pax americana global tras su victoria en los mares de China, el estrecho de Taiwán o Malaca. Otra vía hacia la dictadura. Esta vez sin un golpe de Estado como en el 2021, sino por aclamación como caudillo victorioso.
José María Lassalle es profesor de Filosofía del Derecho en ICADE, consultor y ex secretario de Estado.