La reelección de Donald Trump representa mucho más que un simple relevo político: es la confirmación de un cambio profundo y duradero en la postura estratégica de Estados Unidos y, en general, en el equilibrio del orden global. De hecho, un segundo mandato de Trump no puede reducirse a una mera repetición del primero: constituye más bien la prueba de que la trayectoria estadounidense está virando de forma estructural. Y con ella, también cambian las mismas reglas de estabilidad global que Europa había considerado consolidadas.
Hasta el año pasado, muchos en Europa interpretaron la victoria de Trump en el 2016 como una anomalía puntual, una interrupción temporal contenida por las instituciones de garantía estadounidenses y destinada a ser absorbida por la alternancia democrática. La ilusión era que el sistema de pesos y contrapesos norteamericano limitaría los desgarros más peligrosos y que, al final, el regreso a la normalidad estaba prácticamente garantizado. La elección de Joe Biden en el 2020 pareció confirmar esta esperanza, dando un nuevo impulso al multilateralismo y tranquilizando a las capitales europeas. Sin embargo, los resultados electorales del 2024 han barrido cualquier resto de optimismo. Ya no se trata de un accidente de la historia, sino de una señal que refleja tendencias profundas, enraizadas tanto en el electorado como en el Congreso, y destinadas a sobrevivir incluso más allá de la figura de Trump.
Elementos como el desentendimiento estratégico de los asuntos europeos, la puesta en cuestión de las obligaciones de defensa colectiva y el desinterés por la estabilidad internacional ya no pueden considerarse meras desviaciones personales de un presidente excéntrico. Son la expresión de un reposicionamiento estadounidense de largo plazo. Las prioridades globales de Washington miran hacia otros horizontes: la confrontación con China, la estabilización del Indo-Pacífico, la gestión de alianzas bilaterales cada vez más asimétricas. En este escenario, la relación transatlántica se presenta desequilibrada y frágil, porque se basa en supuestos que ya no pueden darse por garantizados, empezando por el respeto a un orden global que Estados Unidos contribuyó de manera decisiva a moldear. No es la primera vez que el orden multilateral se ve puesto a prueba por factores externos. Pero nunca como ahora la amenaza afecta a la misma estructura conceptual que había sostenido la prosperidad y la seguridad europeas.
Europa debe completar por fin lo que comenzó, transformando el mercado único en un verdadero mercado plenamente integrado y el euro en una moneda reconocida y utilizada internacionalmente
Tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos fue el principal garante de un sistema de normas compartidas, basado en el derecho internacional, en la cooperación institucionalizada y en un compromiso global para proteger equilibrios vitales para Europa. Hoy, esa estructura se tambalea por decisiones deliberadas, no por fatalidades. El regreso de Trump significa la voluntad de desmantelar de forma sistemática los instrumentos de coordinación multilateral que habían contenido conflictos y rivalidades comerciales. Las señales son claras y reiteradas: la progresiva devaluación de la OTAN como alianza de defensa mutua, la presión sobre los países miembros de la Unión Europea para que rompan el frente europeo común y acepten acuerdos bilaterales, la abierta violación de las normas de la Organización Mundial del Comercio, de hecho reescritas de forma unilateral.
En este contexto, la Unión Europea no puede permitirse permanecer como espectadora. Al contrario, es precisamente del desafío estadounidense de donde puede nacer el relanzamiento del proyecto europeo. La UE debe aprovechar a Trump como un catalizador externo para dar el salto de calidad que necesita desesperadamente. Ante una América que retrocede, Europa debe avanzar. Debe reforzar su autonomía y convertirse en un actor capaz no solo de reaccionar, sino de actuar con visión y determinación.
Claves para ganar
1. Un auténtico mercado único
El objetivo es sin duda ambicioso, pero la UE dispone de las herramientas necesarias para alcanzarlo. El mercado único y el euro han sido los dos principales pilares del proyecto de integración económica europea, y hoy pueden convertirse en los motores de una nueva fase, aún más ambiciosa. Su potencial, de hecho, está lejos de haberse agotado. El mercado único ha garantizado al continente estabilidad, cohesión y crecimiento, pero sigue incompleto, especialmente en ámbitos estratégicos como los servicios financieros, las telecomunicaciones y la energía. El euro, por su parte, ha logrado proteger a los países de la volatilidad de los tipos de cambio y ha reforzado la integración macroeconómica, pero aún no ha asumido plenamente el papel global de moneda de referencia. Para hacer frente a un mundo dominado por lógicas de poder y competencia sistémica, Europa debe completar por fin lo que comenzó, transformando el mercado único en un verdadero mercado plenamente integrado y el euro en una moneda reconocida y utilizada internacionalmente.
En Europa los tiempos de los cambios económicos se dilatan mientras las urgencias políticas acucian.
El primer paso es reforzar la integración de los mercados europeos de capitales, porque de ello depende la capacidad de la Unión para financiar sus objetivos estratégicos. Nuestro continente no carece de recursos; al contrario, dispone de amplias reservas de ahorro privado. Sin embargo, lo que le falta a la UE es la capacidad de movilizar este capital hacia la economía real y en apoyo de su propia autonomía. Asistimos a un evidente paroxismo: cada año, cientos de miles de millones de euros de ahorro europeo se invierten en el extranjero, especialmente en Estados Unidos, porque los mercados europeos no ofrecen opciones de inversión lo suficientemente atractivas. En otras palabras, Europa ahorra mucho, pero invierte mal. Esta fuga de recursos refleja un problema de fondo: la fragmentación de los mercados financieros europeos. Normas divergentes, prácticas administrativas desalineadas, una escasa armonización fiscal y jurídica, desincentivan la creación de instrumentos de inversión paneuropeos realmente escalables y atractivos. En consecuencia, los ahorradores europeos, a menudo sin darse cuenta, premian otros mercados más eficientes e integrados. Es un lujo que Europa ya no puede permitirse, especialmente en un contexto global donde la potencia económica se traduce cada vez más directamente en poder político y capacidad de influencia.
En el informe Much more than a market, entregado el año pasado a las instituciones europeas, propuse una solución que ha sido plenamente acogida por la Comisión Europea y respaldada por el Banco Central Europeo. Es necesario construir una verdadera unión de ahorros e inversiones, capaz de poner en contacto la riqueza privada europea con los grandes objetivos colectivos de la Unión: la transición verde y digital, el refuerzo de la defensa europea, la modernización de las infraestructuras. El reto es integrar de forma eficaz los distintos mercados nacionales, eliminar obstáculos regulatorios innecesarios y construir un marco jurídico estable y uniforme que haga los instrumentos financieros europeos más fáciles de utilizar, más transparentes y seguros para los ciudadanos. Hoy, la fragmentación impide la creación de fondos paneuropeos capaces de competir con los gigantes estadounidenses de la gestión de activos. Un ahorrador alemán o italiano se siente más incentivado a invertir en un fondo estadounidense que en uno europeo, porque el primero ofrece liquidez, garantías jurídicas y economías de escala que el segundo aún no logra garantizar. Esta situación perjudica a todo el sistema económico europeo. No solo priva a las empresas y a los proyectos europeos de capitales valiosos, sino que también genera una dependencia financiera de actores externos. En un mundo en el que las divisas, las inversiones y las finanzas se han convertido en instrumentos de poder geopolítico, Europa no puede permitirse dejar su autonomía económica en manos ajenas.
En un mundo donde la competencia también se libra en el control de las cadenas financieras, dotarse de una infraestructura propia de capitales es un requisito para lograr autonomía estratégica
Por eso, la creación de una verdadera unión de ahorros e inversiones es mucho más que una reforma técnica: es un acto político, casi un pilar de la soberanía europea. Significa movilizar recursos privados hacia fines estratégicos comunes, a través de instrumentos que inspiren confianza, seguridad y atractivo. Significa promover productos de ahorro paneuropeos, por ejemplo fondos de pensiones transnacionales, que puedan captar capitales en toda la Unión y dirigirlos hacia las prioridades del Pacto Verde, la digitalización y la resiliencia industrial. La dimensión política de este reto es evidente. En un mundo donde la competencia también se libra en el control de las cadenas financieras, dotarse de una infraestructura propia de capitales es un requisito previo para cualquier ambición de autonomía estratégica. Estados Unidos ha podido apoyar a sus gigantes tecnológicos gracias a unos mercados de capitales profundos, líquidos y homogéneos. China ha construido un ecosistema financiero protegido, con una fuerte dirección estatal, para canalizar su ahorro interno hacia su propia modernización industrial. Europa, en cambio, ha subestimado esta dimensión durante demasiado tiempo.
Por tanto, ya no basta con hablar de mercado único en abstracto. De hecho, la unión de ahorros e inversiones es la clave para desbloquear las demás prioridades estratégicas de la Unión. Sin ella, la transición climática seguirá infradotada, la transición digital dependerá de tecnologías desarrolladas en otros lugares, y la defensa europea dependerá de proveedores externos. Con ella, en cambio, se puede construir una base financiera común que refuerce la autonomía industrial, apoye el crecimiento y proteja a Europa de las turbulencias geopolíticas. Naturalmente, esto implica un salto de responsabilidad política por parte de las instituciones europeas y de los gobiernos nacionales. Se necesitan compromisos, se necesita visión. Lo que está en juego no es solo la competitividad económica, sino la capacidad de Europa para tener peso en el mundo de mañana. Conseguir que los ahorros europeos permanezcan en Europa, invertidos en Europa, es hoy una de las formas más elevadas de soberanía.
2. La importancia del euro
Si la integración de los mercados de capitales representa la primera palanca para reforzar la capacidad de inversión de Europa, la segunda concierne al destino del euro como moneda internacional. El euro nació con la ambición de estabilizar los tipos de cambio y reforzar la integración económica, pero su trayectoria global ha quedado incompleta. Aún hoy, más de veinte años después de su introducción, el euro no ha alcanzado plenamente el estatus de moneda de referencia global comparable al dólar. El momento histórico que estamos viviendo, con el dólar sometido a crecientes tensiones políticas y a un uso cada vez más instrumental como arma geopolítica por parte de Washington, ofrece sin embargo a Europa una ventana de oportunidad irrepetible. Las sanciones financieras unilaterales decididas por Estados Unidos en los últimos años han puesto de manifiesto para muchos países la vulnerabilidad de un sistema global excesivamente anclado al dólar. En este sentido, el euro puede presentarse como una alternativa creíble, a condición de que Europa tome decisiones valientes.
La primera condición para hacer del euro una verdadera moneda internacional es la creación de un safe asset europeo, un activo financiero común, seguro, altamente líquido, capaz de funcionar como refugio en tiempos de crisis. Hoy esta función la desempeñan casi en exclusiva los Treasury estadounidenses, gracias a su tamaño y a la profundidad de su mercado. Pero una parte relevante del ahorro mundial estaría dispuesta a diversificarse hacia el euro, si existiera un activo de calidad equivalente. No sería necesario, para lograr este objetivo, emitir nueva deuda común europea. Bastaría con agrupar de forma transparente y progresiva una parte de la deuda europea ya existente, transformándola en una cartera común, líquida y garantizada por normas compartidas. Este mercado de eurobonos podría atraer a inversores internacionales, reducir los costes de financiación para todos los países europeos y reforzar la estabilidad general de la eurozona.
El euro nació con la ambición de estabilizar los tipos de cambio y reforzar la integración económica, pero sigue incompleto. En la foto Christine Lagarde, la presidenta del BCE.
Más allá del aspecto técnico, la creación de un safe asset europeo tendría un enorme valor simbólico y estratégico. Enviaría al mundo el mensaje de que Europa está dispuesta a asumir responsabilidades comunes, a compartir riesgos en nombre de un proyecto a largo plazo y a respaldar su moneda con instituciones más sólidas e integradas. En un sistema global cada vez más fragmentado, marcado por el uso instrumental de las divisas, esta decisión podría marcar la diferencia entre ser un mero espectador o un verdadero protagonista. Naturalmente, el camino hacia una plena internacionalización del euro implica también otras reformas, estrechamente ligadas a la ya mencionada unión de ahorros e inversiones. Es necesario un sistema bancario europeo verdaderamente integrado y bien supervisado, con normas coherentes que reduzcan la fragmentación y garanticen la confianza de ahorradores e inversores. Se necesita una integración de los mercados de capitales capaz de sustentar la emisión de grandes volúmenes de activos denominados en euros, garantizando la profundidad y la liquidez necesarias para competir con los mercados en dólares. También hay que considerar el papel del Banco Central Europeo. El BCE, a diferencia de la Reserva Federal, siempre ha mantenido un enfoque muy prudente respecto a la dimensión internacional del euro, centrándose prioritariamente en la estabilidad interna de precios. Pero en el nuevo contexto geopolítico, el BCE probablemente tendrá que evolucionar, adoptando una perspectiva más amplia que incluya la estabilidad externa del euro como un elemento de la autonomía estratégica europea.
En definitiva, hacer del euro una verdadera moneda internacional significa defender la soberanía económica europea. Una Europa que dispone de una moneda de referencia global es una Europa que puede establecer normas, influir en estándares, proteger a sus empresas de choques externos y reducir su vulnerabilidad política frente a potencias que usan la divisa como arma. Es una inversión que concierne tanto a la seguridad como a la prosperidad futura del continente. El debate sobre estos temas no es nuevo, pero hoy adquiere una urgencia inédita. Los acontecimientos geopolíticos de los últimos años han demostrado que la moneda no es solo un medio técnico de intercambio, sino también un instrumento de poder. El segundo mandato de Trump, con su agenda agresiva y su disposición a utilizar las sanciones como palanca negociadora, confirma que Europa no puede seguir considerando el euro como un mero instrumento interno. Ahora corresponde al liderazgo europeo recoger el desafío. Se necesitan decisiones políticas valientes, capaces de superar las divisiones entre estados miembros y devolver al euro la fuerza que merece. En un mundo que premia la capacidad de decidir con rapidez, Europa ya no puede permitirse la lentitud de los compromisos a la baja. Si no contamos con un euro creíble y competitivo, acabaremos dependiendo cada vez más de decisiones tomadas en otros lugares, pagando su precio en términos de influencia, bienestar y estabilidad.
Una estrategia industrial europea para competir a escala global
La condición previa para que esta estrategia, basada en el refuerzo del mercado único y del euro, tenga éxito, es que el tejido económico europeo pueda contar con empresas capaces de competir a nivel global, posicionando a la UE en los sectores de mayor valor añadido y en la frontera de la innovación. Un elemento esencial de la acción de la UE debe ser, por tanto, una estrategia industrial que proporcione a las empresas europeas la escala y la solidez necesarias para competir en un panorama dominado por enormes conglomerados industriales.
Durante demasiado tiempo, Europa ha subestimado la importancia de la dimensión industrial en la construcción de su propia soberanía. El resultado es que hoy las empresas europeas, incluso las más innovadoras, a menudo no logran alcanzar la escala necesaria para resistir la competencia global. Siguen siendo demasiado pequeñas, demasiado expuestas a regulaciones nacionales fragmentadas, demasiado alejadas de los centros de decisión europeos que deberían apoyarlas. Esta debilidad se traduce en menores inversiones en investigación y desarrollo, en una dificultad estructural para retener talento, en una pérdida de competitividad precisamente en los sectores más estratégicos, desde la inteligencia artificial a la biotecnología, pasando por los semiconductores y las baterías de nueva generación.
Si no contamos con un euro competitivo y creíble, acabaremos dependiendo de decisiones tomadas en otros lugares, pagando su precio en términos de influencia, bienestar y estabilidad
Un ejemplo emblemático es el de la transición verde. El reto de descarbonizar la economía requiere tecnologías avanzadas, cadenas de suministro integradas, empresas capaces de escalar rápidamente la producción de soluciones innovadoras. Pero sin una estrategia industrial europea coherente, corremos el riesgo de comprar tecnologías críticas en el extranjero, aumentando nuestra dependencia de proveedores extraeuropeos y poniendo en peligro la propia sostenibilidad de la transición. El reciente debate sobre el papel de las industrias verdes, desde los coches eléctricos hasta las bombas de calor, lo demuestra. La fragmentación normativa y la escasez de incentivos coordinados empujan a muchas empresas a invertir en otros lugares, atraídas por programas como la Inflation Reduction Act estadounidense o por la estrategia china de fuerte apoyo público. Ante un escenario en el que Estados Unidos y China sostienen a sus empresas con políticas industriales coordinadas e inversiones masivas, Europa debe ser capaz de adoptar medidas igualmente eficaces. Un razonamiento similar se aplica a la industria digital y a la de los semiconductores. Las cadenas de suministro de microchips, hoy más que nunca cruciales para la autonomía tecnológica y la seguridad de las infraestructuras estratégicas, muestran a Europa en una posición de extrema debilidad respecto a Estados Unidos y Asia oriental. Las inversiones del Chips Act europeo representan un paso adelante, pero siguen siendo insuficientes si no van acompañadas de un fortalecimiento del mercado interno y de políticas industriales que generen verdaderas sinergias entre investigación, fabricación y capacidad de financiación.
Hace falta, por tanto, un cambio de paradigma. Esto no significa debilitar las políticas de competencia ni traicionar el espíritu del mercado único, sino reconocer que la competencia global se juega ya con reglas diferentes, en las que la escala y la velocidad de ejecución desempeñan un papel central. La política industrial europea debe convertirse en una política proactiva, capaz de identificar sectores prioritarios, de incentivar la cooperación transfronteriza entre empresas, de facilitar el acceso al capital para aquellas compañías que tengan el potencial de crecer hasta alcanzar una verdadera dimensión continental.
Una estrategia industrial moderna debe estar también profundamente ligada a la transición digital y ecológica. No es posible imaginar una soberanía europea sin el dominio de las tecnologías verdes y digitales que están rediseñando la economía global. El reto no es solo industrial, sino también cultural y formativo. Afecta a la capacidad de formar nuevas competencias, de atraer talento, de fomentar la creación de ecosistemas de innovación que vinculen universidades, centros de investigación, empresas e inversores en redes paneuropeas sólidas y competitivas.
Ante un escenario en que EE.UU. y China sostienen a sus empresas con políticas industriales coordinadas e inversiones masivas, Europa debe ser capaz de adoptar medidas igualmente eficaces
El apoyo a la innovación, en este marco, es una palanca crucial. Es necesario reforzar los vínculos entre investigación e industria, promover incubadoras y aceleradoras de empresas a nivel europeo, y crear un entorno normativo que premie el riesgo y la experimentación, evitando que proyectos prometedores se vean frenados por aspectos burocráticos de fondos y convocatorias europeas concebidos precisamente para acelerar el desarrollo industrial de la UE.
Junto a esto, no puede olvidarse el aspecto de la defensa económica. En un mundo donde la política industrial está cada vez más vinculada a la seguridad nacional, Europa debe protegerse también de adquisiciones depredadoras o de prácticas comerciales desleales que minan la competitividad de sus empresas. Instrumentos como el control de las inversiones extranjeras, que ya existe pero sigue siendo fragmentario, deben reforzarse con una visión europea, al igual que hace falta mayor coordinación para proteger las tecnologías estratégicas y los sectores clave. No se trata de levantar muros, sino de construir reglas claras que garanticen reciprocidad y condiciones de competencia justas. Una estrategia industrial europea debe ser abierta, pero no ingenua; competitiva, pero no pasiva; orientada a la cooperación global, pero con la conciencia de que la capacidad de decidir el propio destino pasa también por el dominio de los sectores industriales estratégicos.
Por último, conviene reiterar un principio: la política industrial europea no es un coste, sino una inversión. La experiencia estadounidense enseña que el apoyo público a sectores innovadores genera beneficios para todo el ecosistema económico, aumenta la productividad, crea empleos cualificados y reduce las dependencias estratégicas. Europa, por su historia y por la calidad de su tejido empresarial, dispone de un potencial enorme, pero debe decidir movilizarlo. No está en juego únicamente la competitividad. Está en juego la capacidad de la Unión para afirmarse como potencia global, para garantizar bienestar y seguridad a sus ciudadanos, para promover un modelo de desarrollo sostenible capaz de resistir las tensiones geopolíticas. Una política industrial fuerte, integrada y con visión de futuro forma parte esencial de este desafío. Si Europa quiere realmente jugar su partida en el mundo que viene, no puede limitarse a defender el pasado: debe construir, con ambición y coraje, un nuevo futuro industrial europeo.
En la encrucijada: renacer o declinar
Europa se encuentra hoy de nuevo ante una encrucijada que ya había afrontado en el pasado, obligada a elegir entre la renovación y el declive. Es una alternativa que Jacques Delors, padre del mercado único, ya había previsto y que hoy vuelve a presentarse con una nueva carga de dramatismo. La UE debe decidir si aceptar convertirse en un actor irrelevante en un mundo cada vez más competitivo, o elegir el camino difícil pero necesario del refuerzo político y estratégico.
El segundo mandato de Trump ha hecho insostenibles las fragilidades estructurales de una Europa que durante demasiado tiempo ha delegado su seguridad, su estabilidad financiera y su capacidad industrial en condiciones y alianzas externas. Es un choque que puede parecer desestabilizador, pero que en realidad ofrece una formidable oportunidad de relanzamiento. Porque obliga a la UE a mirarse al espejo, a reconocer su propia vulnerabilidad y a reaccionar de manera finalmente sistémica.
La política industrial europea no es un coste, sino una inversión. La experiencia estadounidense enseña que el apoyo público a sectores innovadores genera beneficios para toda la economía
Ninguno de los objetivos propuestos es sencillo ni inmediato de alcanzar. Pero posponer su consecución significaría, en esencia, condenar a Europa a un declive lento e irreversible. El mundo contemporáneo no perdona a quien no sabe decidir, y la velocidad de los cambios geopolíticos ya no deja margen para tácticas o compromisos a la baja.
En este sentido, la alternativa evocada por Jacques Delors –renovación o declive– sigue siendo hoy más actual que nunca. En la época de la construcción del mercado único, Delors comprendió que la integración no era solo una elección económica, sino una elección de poder y de supervivencia política. Hoy, esas mismas lógicas valen a una escala todavía mayor. El mercado, la moneda, la industria no son detalles técnicos, sino instrumentos de soberanía. Europa debe recuperar la capacidad de actuar con ambición. No para oponerse a Estados Unidos, sino para ser un socio fuerte y respetado; no para renunciar a la cooperación multilateral, sino para alimentarla con bases más sólidas; no para encerrarse en una lógica defensiva, sino para desarrollar la confianza y la fuerza de un continente que quiere contar en el mundo, con su propia voz.
La oportunidad de construir una Europa más autónoma, más competitiva y capaz de determinar su propio destino es hoy tan real como nunca antes. Pero requiere liderazgo, visión y coraje. Significa dejar de ver la integración europea como un conjunto de ajustes técnicos y empezar a concebirla como un proyecto histórico, capaz de unir a las generaciones actuales y futuras en torno a una idea compartida de progreso y seguridad.
Enrico Letta es ex primer ministro italiano, presidente del Instituto Jacques Delors y el autor del informe ‘Mucho más que un mercado’, solicitado por el Consejo Europeo en el 2023.
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