Álvaro Vizcaíno,surfista, emprendedor, ‘coach’ y conferenciante:

“Sentarte con tu miedo es un acto de amor contigo mismo”

Tengo 48 años. Nací en Madrid y vivo en Fuerteventura con mis dos amores, mi mujer Irene y mi hija Olivia. Estudié marketing y me he dedicado al sector turístico y luego al desarrollo personal. Mi sentimiento político está entre la sorpresa y el asco. Poco remedio le veo. Soy un ateo creyente. (Foto: LV.)

Un resbalón le cambió la vida.

Era temprano, me fui solo con mi tabla, vi un camino y pegué un volantazo a ver con qué me encontraba.

¿Qué encontró?

Un parque natural increíble, de desierto, que es lo que hay en Fuerteventura, resbalé y cuando me encontré colgando de mis dedos en un acantilado de 15 metros sentí sorpresa, negación, enfado y pánico.

¿Y después?

Tarde o temprano caería, mejor que escogiera yo el momento. Hice los cálculos, pensé que tenía un 50% de posibilidades de morir y otro 50% de quedar muy mal. Y ahí es cuando uno acepta.

¿Qué aceptó?

Lo que iba a pasar, incluso el peor desenlace, entonces me relajé, oí las olas batir ahí abajo y empecé a contar, porque el surf me ha enseñado que las olas vienen en series. En mi caso, en el 11 oí el batir de la ola y el plan fue: en el 10 te tiras.

Lo hizo bien, está de una pieza.

Me tiré justo en el momento en el que el agua cubría las rocas. Me rompí la mano, la pelvis por dos sitios y la cadera en tres sitios. Moverme era un dolor tan intenso que me desmayaba. Pero yo me movía porque lo que quería era salir, una pesadilla muy difícil de contar y de recordar. Estaba roto en el agua.

¿Qué le salvó?

Es una paradoja. La gente quiere oír una historia de lucha y victoria, pero a mí lo que me salvó fue, después de intentar todo lo que pude, rendirme.

¿Y qué pasó?

Tomé un segundo para mí, para despedirme, y no sé porque me salió un gracias por lo vivido, después entré en colapso, no veía nada, no sentía nada, era como si flotara en la oscuridad.

Estaba bajo el agua.

Sí. Y lo siguiente que recuerdo fue ver mi cuerpo relajado, con los brazos en cruz. Saqué la cabeza del agua, ¿qué ha pasado? No entendía por qué estaba ahí todavía. Pero sabía que tenía que fluir hasta la costa, poquito a poquito, y luchar.

Aceptación y gratitud.

Yo lo descubrí por las malas, pero filosofías y religiones llevan intentando explicárnoslo de mil maneras. Supongo que eso es lo que me obsesionó después, entender qué había pasado ahí.

¿Ya lo sabe?

Vivimos agarrotados, comprimidos en nuestras rutinas y entorno. Yo apreté el botón de reinicio y descomprimí el sistema, me distendí. Es curioso: aceptación significa no lucha, y ahí se abren otras posibilidades.

La cuestión es que llegó a una playa.

A un lugar inhóspito del cual podría haber salido nadando y trepando, pero yo me arrastraba. Tras un día de calor horrible y sangrando mucho empecé a alucinar.

¿Qué alucinaciones tenía?

Vi a un pescador en lo alto del acantilado y le estuve gritando un buen rato. Era una sombra. Y luego vino la noche, y otro día y otra noche. Tenía que intentar salir de ahí si quería sobrevivir y para ello encontrar un buen motivo que me diera fuerza.

¿Lo encontró?

Me prometí que si me salvaba cuidaría de mí y le pediría perdón a alguien. El juicio final te lo haces tú a ti mismo. Debería ser habitual peguntarte: si se acaba todo, ¿qué me falta por hacer? Esa es la mejor vida que tendrás.

¿Había insatisfacción en usted?

Tenía conductas de riesgo, de excesos, ganaba más dinero que nunca con mi agencia de turismo, surfeaba, viajaba, tenía una novia preciosa y aún así no me parecía suficiente.

Suerte sí tiene, encontró agua.

Sí, reptando entre las rocas apareció una botellita de agua intacta, y ahí me volví loco: “¿Cómo puede haber llegado agua en el momento en que más la necesito?”. Increíble.

Pensé que tenía un ángel de la guarda. Y lo conocí: vino a verme al hospital un pescador para decirme que él estuvo pescando por allí dos días antes y perdió su botella de agua.

¿Cómo logró salió de aquella cala?

Solo. El tercer día decidí nadar, sobre un plástico, paralelo a la costa para llegar a una playa a 10 km consciente de que no había viaje de vuelta, pero en el trayecto vi un barco.

¿Nadó hacia él?

Dos horas. No sabía si estaba alucinando; y si nadaba mar adentro estaba muerto. Lo hice: nadaba con una sola mano, la otra me la entablillé y las piernas no me servían para nada.

¿Era otra alucinación?

No. Me salvó entender que la vida vale la pena y verme como una persona que merece vivir. Antes de eso me sentía supersolo y vacío.

¿No tenía amigos?

Sí, pero era yo el que no estaba nunca ahí para apoyarme. Sentarte con tu miedo es un acto de amor y compañía, de compromiso contigo mismo. Una práctica esencial porque no hay nada más incierto que la vida.

Mostrar comentarios
Cargando siguiente contenido...