Annette Herfkens,banquera, única superviviente de un accidente aéreo:

“Si no te obsesionas con lo que no tienes, la belleza se revela”

Nací en Venezuela y vivo entre Holanda y Nueva York. Soy viuda, dos hijos, uno con autismo. Ahora estoy escribiendo el guion para una serie sobre mi historia (Netflix) y una película, y doy conferencias. Abogo por los derechos de los más débiles, que no los tienen. Cuando me moría en la selva vi la muerte muy bonita. (Foto: Àlex Garcia)

¿Qué quería ser de niña?

Exploradora. Y a veces perro, porque los perros siempre parecen saber qué hacer.

El 14 de noviembre de 1992 se subió a un avión en Vietnam.

No quería subir, padezco claustrofobia. El avión era diminuto, un Yak-40 soviético , con 30 pasajeros. Pasje, mi pareja desde hacía 13 años, me convenció. Queríamos celebrar nuestras vacaciones hablando de la boda.

Y se estrellaron.

Él me tomó de la mano. Nos miramos. La gente gritaba. Y de pronto, todo se fundió a negro. Como si el mundo se apagara.

¿Cómo sobrevivió?

No llevaba cinturón de seguridad. Salí despedida como una prenda suelta en una lavadora. Me desperté con un asiento aplastándome y atado a él, un hombre muerto. Lo empujé con todas mis fuerzas y su cuerpo cayó como un saco.

¿Salió del avión?

Vi a mi izquierda a Pasje. Aún sujeto a su asiento. Muerto. Con una sonrisa dulce en el rostro. Entonces me arrastré con los codos. Fuera todo era silencio. Un silencio lleno de grillos, ramas, monos, hojas. Me invadió una especie de calma feroz.

...

A mi lado había un hombre vietnamita muy malherido. Yo había perdido la falda y sentí pudor en esas circunstancias, qué curioso. El hombre abrió la maleta que estaba junto a él y me dio unos pantalones. Ponérmelos fue doloroso, pero lo hice. Él murió ese mismo día.

¿Y luego?

Me quedé completamente sola y muy malherida. Tenía 12 fracturas en la cadera, la mandíbula rota, un pulmón colapsado. El dolor era brutal. Pero aprendí a respirar. Respirar era volver al presente. Como una meditación sin maestros, pero yo jamás he practicado meditación. Lo hice por instinto.

¿Y así consiguió calmarse?

Me mantuve en el presente. Confié en que me encontrarían. Cuando me asaltaban los miedos y pensaba “¿y si viene un tigre?” me decía: “Ya me ocuparé cuando venga el tigre”.

¿No pensó en que iba a morir?

Pensaba en cómo estar viva. Agua, necesitaba agua, me arrastré hasta el ala rota del avión con los brazos en carne viva, y con la espuma interior hice bolitas y esperé la lluvia.

¿Llegó la lluvia?

Sí, y las bolitas se llenaron de agua que racioné. Cada vez que lograba algo, me felicitaba. Me decía: “¡Bravo, Annette, muy bien!”. Eso también me salvó.

Pero su pareja...

Me prohibí pensar en él. Si pensaba en Pasje, lloraba. Y si lloraba, me debilitaba, así que me repetía como un mantra: “No pienses en Pasje”. Teníamos planes, una vida por delante. Pero no podía permitirme romperme.

¿Y no se rompió?

No miré los cuerpos destrozados. Vi belleza en las gotas sobre las hojas, en el vuelo de los insectos, en la luz entre ramas. Sentía que no era una superviviente, era parte de la selva. Me fundí con ese paisaje. Llegó un momento en que me estaba muriendo, y era hermoso.

¿Una experiencia mística?

Una frecuencia amorosa, como una vibración. No era yo mirando el mundo, era el mundo mirándose en mí. Pensé: si esto es morir, está bien.

Resistió.

Al octavo día aparecieron tres hombres. Cuando los vi, sentí pánico. No quería irme. Quise quedarme con Pasje, con la selva, con ese silencio, en esa muerte dulce. Me sacaron colgada de una lona entre dos palos. Fue la primera vez que me sentí realmente sola.

Curioso.

Hasta entonces, la selva me había acompañado. Ahora, volvía al mundo sin Pasje. Cuando desperté en el hospital de Ciudad Ho Chi Minh, Jaime, un amigo y colega, estaba ahí a mi lado. Había volado hasta Vietnam para buscarme, estaba convencido de que yo no estaba muerta. Luego vi a mi madre y casi me muero, esta vez de emoción. Entonces me rendí y lloré.

Jaime y usted se casaron.

Sí, al cabo del tiempo. Y tuvimos dos hijos. Uno de ellos, Max, tiene autismo.

¿Cómo lo vivió?

Fue otro shock. Max era normal hasta los 18 meses. Y luego empecé a perderlo. Dejó de hablar, de mirarme. Sentí que se me iba. Pero entonces recordé lo que aprendí en la selva: “Una vez aceptas lo que tienes y no te obsesionas con lo que no tienes, la belleza se revela”. Lo acepté. Y entonces vi lo que él es: una fuente de amor puro, sin condiciones.

¿Qué ha aprendido?

Que no hay que buscar sentido. El sentido está aquí, en lo que hay. En la intuición. En ese silencio entre cada respiro. Esa voz interior que me salvó entonces no era la mente, que solo gritaba miedo. Era otra cosa, más silenciosa, que me susurraba: respira, espera, observa. Esa voz, aún hoy, me guía. Como la selva. Está dentro de mí.

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