‘Un intrús benvingut’
Es amarga para mí esta entrevista, porque quería que Antoni pudiese verla. Pero se nos ha ido, en su casa, rodeado del amor de su familia y con los cuidados del Programa d’Atenció Domiciliària i Equips de Suport (Pades)-Mutuam, que él me elogiaba con vehemente gratitud diez días atrás: paliaron los padecimientos de sus males sin cura ... Tenía 84 años, era barcelonés, arquitecto, tenía un hijo, Antoni-Italo (41), y dos nietas, Aitana e Irene. ¿Política? “Teníamos razón”, le susurró Pasqual Maragall en los Juegos Olímpicos de 1992, inaugurada la piscina Picornell. He tenido la suerte de conocer a un hombre libre y cordial, sensible y elegantísimo, curioso y atento: “Si hay sitio hoy para mi silla de ruedas, ¡me apunto a comer!”, anunciaba. Y había –y siempre habrá– un sitio para Antoni.
Defínase.
He sido toda la vida un intruso... bienvenido.
¿Intruso?
Me he colado en toda suerte de ambientes por curioso, sin limitarme.
¿Bienvenido?
Sin el pedigrí exigible, era bien aceptado.
Por ejemplo.
En los sesenta en Barcelona muchos conocidos míos comunistas me aceptaron: Gregorio López Raimundo, Antoni Gutiérrez Díaz, Jordi Solé Tura, Miguel Núñez...
Unidos por el antifranquismo, ¿no?
Yo vivía solo y me pedían mi piso –Via Augusta, 130– para reuniones clandestinas, y yo lo cedía, prevenido y excitado.
Deme otro ejemplo.
Pasé en Roma ante la sede del PCI, partido venerado por mis amigos del PSUC: entré. “Hola, ¿está Berlinguer?”, pregunté. Y Berlinguer me recibió afablemente.
¡Bingo!
Otro día, lo mismo con Vittorio Gassman, y hasta recitamos unos versos juntos. Ah, ¡y un día bailé con Catherine Deneuve!
¿Perdón?
Yo escribía críticas de cine en una revista y ella vino a Barcelona con el equipo de una película, y yo hablaba bien francés...
¿Debido a qué?
A mi gusto por la chanson, a mi cinefilia: Truffaut, Godard..., y a una novia francesa.
Y bailó con la Deneuve.
En el pub Las Vegas. Y le diré más: ¿qué otro catalán vivo ha cenado y conversado con la gran Marlene Dietrich?
¡Marlene Dietrich!
La trajo a Barcelona Franz Johan, de Los Vieneses, para su programa de TVE. Y en el hotel Avenida Palace... ella y yo cenamos y conversamos, en francés también.
Hombre culto y cosmopolita, usted...
Italianizante, sobre todo. Mis patrias de adopción son Roma y, también, Sevilla. Viví mucho en Italia... y me complace sentirme extranjero en Barcelona, el solar de los Moragas por muchas generaciones.
¿Qué se trajo de su amada Italia?
El hábito de usar sombrero en Barcelona. La pasión por la belleza, la arquitectura...
Eso ya le venía por su padre, el arquitecto Antoni de Moragas i Gallissà...
Tras generaciones de arquitectos Antoni de Moragas; a mi hijo le bauticé Italo... y es matemático. ¡Bien! Por mi padre, que estaba a punto de morir, le añadí Antoni.
¿Siempre quiso usted ser arquitecto?
“De mayor vendrás aquí”, me dijo mi madre al cruzar un día la plaza Universitat. Tendría yo siete años. Le respondí: “No, yo seré torero”. Heredé ese gusto de mi padre, íbamos a la Monumental con Néstor Luján. Llevaron un día a Alvar Aalto.
¡Tótem de la arquitectura mundial!
Mi padre, catalanísimo, vistió el vestíbulo de un inmueble –Gran Via, 800– con enormes fotos taurómacas de Francesc Català- Roca. Yo he asistido, por cierto, a una sobremesa en nuestra casa con Aalto y con Puig i Cadafalch: era muy amigo nuestro.
¿Le ha placido sobre todo ser arquitecto u otros aspectos de la vida?
Como arquitecto me siento orgulloso de una obra hecha con motivo de los Juegos Olímpicos de 1992...
¿Qué obra?
La piscina de Montjuïc con su trampolín de saltos: suprimí las gradas que tapaban la vista de Barcelona. Esa fue la obra: ¡que Barcelona se viese! Tuve opositores (todos) y un apoyo: ¡Pasqual Maragall! “Teníamos razón”, me dijo cuando el mundo admiró las fotos de clavadistas olímpicos con la Sagrada Família de telón de fondo.
¡Icónica imagen! ¿Qué otras obras ha firmado profesionalmente?
Los apartamentos de Les Salines de Eivissa, la Brasserie Flo, la Casa Pérez de Esparreguera, el restaurante Àbac, la Casa Amat en Valldoreix, el Edifici Blau de Almogàvers, la reforma del Cafè de l’Òpera y del hotel Park, obra de mi padre de 1951...
¿Y qué evocaría de su vida?
Me he enamorado mucho, me han gustado las mujeres. Y leer. Fui muy devoto de Baroja: su casa de Itzea me la enseñó Julio Caro Baroja. Ese día anotó de mí en su dietario (me lo dijeron a su muerte): “Moragas es hombre estudioso y de espíritu libre”, un honor. Y custodio un limón del limonero bajo el que Borges escribía: eso me lo enseñó la viuda, María Kodama.
¿Y el momento más duro de su vida?
Decirle a mi hijo que su madre había subido al cielo... Un cáncer se llevó a Irene, en el año 1994. Nuestro hijo tenía entonces nueve añitos. Le cuidé en su niñez... y él me cuida en mi senectud.
¿Y el momento más hermoso?
Con mi hijo hace ocho años en una terraza sobre mi amada Sevilla dorada por el crepúsculo... Me dijo lo más bello que nunca he oído: “No he tenido hermanos. Quiero que estés”. Nos abrazamos y lloramos.
