Un infierno visible para todos
El que no ve es un proyecto proyecto multimedia que abarca un corto cinematográfico, bajo la dirección de Natxo Leuza, una publicación homónima redactada por Rejano y publicada por La Imprenta, y una muestra pictórica de Fermín Urdánoz. Tanto el volumen como la cinta narran de forma directa la experiencia de Rejano al perder su empleo y precipitarse al vacío. El largometraje El que no ve, cuya escritura corrió a cargo de Leuza y Rejano, quien además es su figura central, ha sido considerado para los galardones Goya 2026 en la sección de mejor corto documental, después de su exhibición en más de 25 certámenes globales y la consecución de nueve reconocimientos. Se trata del relato íntimo de Rejano, quien experimentó una situación terrible que no debería tener cabida, pero que lamentablemente es común en la actualidad: la falta de hogar. “En el 2009 fui arrastrado por el sistema hasta la marginación, un submundo con el que convivimos impasibles”.
¿Cómo se siente uno viviendo en la calle?
Cuando uno se encuentra solo en un banco de parque observando el ir y venir de las personas, a veces reflexiona sobre cómo en algún momento se perteneció a esa cotidianidad.
¿El sentimiento más perturbador?
El temor, derivado de tu fragilidad y de tu aislamiento. La debilidad te penetra profundamente. La ausencia de conexión social y la carencia de arraigo provocan temor. Has perdido la fe en todo y en todos, inclusive en tu propia persona.
Eso destruye.
No tenía control sobre mi mente, por lo que recurría a una gran cantidad de ansiolíticos y alcohol. Había perdido 31 kilogramos de peso. No deseaba seguir viviendo; cada jornada contemplaba el suicidio, lo planeaba, pero al final... Me faltaba el coraje. Me había transformado en una sombra de lo que fui.
¿Cómo llegó ahí?
Laboraba en una planta siderúrgica y perdí la visión en un ojo. Me despidieron de forma improcedente y recibí una modesta compensación. Tenía 52 años y no pude hallar empleo.
¿Fue usted un niño feliz?
Ciertamente, me desarrollé en un hogar modesto, devorando historietas. Mi ídolo era Corto Maltés, por su independencia y su defensa de los desfavorecidos. Él me inculcó su anhelo de explorar el mundo, y a los 23 años emprendí rumbo a Latinoamérica. Residí en esa región durante 22 años, trabajando en el sector turístico y estableciendo un hospedaje en Brasil.
¿Por qué volvió?
Mi esposa me animó a viajar a Suiza, ya que allí residía su parentela, quienes supuestamente nos facilitarían la adaptación. Sin embargo, no cumplieron su palabra, no logré empleo, mi esposa me usó para alcanzar su destino y luego me abandonó. Comencé a consumir tranquilizantes y alcohol.
¿Y volvió a Navarra?
Sí, y desde allí me enviaron en un autobús hacia Pamplona, donde me empleé en un taller de Cáritas: 7 horas diarias por 32 € semanales. De esta forma, acabé en la indigencia con la mente destrozada.
¿Un mundo nuevo para usted?
No abandonaba el refugio y al dirigirme a la plaza, coincidía con otros camaradas del vino en cartón, a quienes inquiría: “Oye, ¿de esto cómo se sale?”. “De esto no se sale”, respondían. Me sentía aterrorizado, con la vista baja, solo percibía extremidades. La existencia transcurría, pero yo no formaba parte de ella. Las personas circulaban, pero yo carecía de destino.
¿Pedía limosna?
No, mi crianza me impuso límites. He experimentado privaciones severas, pero jamás recurrí al robo; otros desamparados que sí lo hacían me proveían de lácteos y sustento. Hallé en ellos refugio.
¿Y su familia?
Sintiéndome un despojo humano preferí no acercarme. Ahora los he recuperado.
¿Sentía el rechazo de la sociedad?
La gente evita el contacto visual al cruzarse contigo, otros caminan erguidos con la vista fija al frente, como en una marcha militar: ya te habían divisado desde lejos y daban la impresión de que les habías causado algún perjuicio. No eres nadie.
Triste.
No tenía expectativas de ellos tampoco; nos encontrábamos en esferas distintas, compartiendo el mismo lugar pero a una distancia insalvable.
¿Cómo salió de esa circunstancia?
Se inauguró un comedor social en el centro histórico de Pamplona. Llevaba meses sin comer una comida servida en plato. En una sección, sesenta hombres estaban cenando. Las mujeres y familias con niños pequeños comían en un área separada por divisiones.
¿Le trataron bien?
La mayoría eran voluntarias y me trataron con gran amabilidad. Me sentía avergonzado, estaba muy flaco y un poco ebrio. Indagué qué se necesitaba para poder alimentarme. “Hambre” fue la respuesta. Una dama me sirvió un plato humeante de puerros y patatas, mirándome fijamente y pronunciando mi nombre.
Se topó con la humanidad.
¡No podía creerlo!, una de esas personas que formaban parte del otro lado de mi mundo aislado me estaba sirviendo la comida.
¿Le cambió la mirada?
Me prepararon un plan para que volviera a desayunar y cenar diariamente. Salí atónito, deambulaba por las angostas vías del centro histórico, caía lluvia, me detuve bajo un balcón y derramé lágrimas.
Hay gente buena.
Esa comida no solo sació mi apetito, sino que también restauró mi confianza en mí mismo. Descubrí un sentido de pertenencia, comprensión, apoyo y afecto. La entidad en cuestión, Gizakia Herritar, un proyecto comunitario, disponía de un espacio con periódicos, volúmenes, pasatiempos, calidez y camaradería. Uno interactuaba con miembros del equipo de forma equitativa. No se trataba de beneficencia, sino de apoyo mutuo, consideración recíproca, y eso fue lo que me rehabilitó.
La calle debe ser muy dura.
Otros desamparados me brindaron su apoyo. Tras esa apariencia ruda y distante, residen individuos sensibles, vulnerables y abatidos. La indigencia no es un destino al que se llega, sino una caída, provocada por un sistema despiadado.
¿Se ha recuperado del todo?
Sí, he recuperado mi cabeza, mi espíritu y mi audacia. Pero de esta situación no se sale uno solo. Hay miles de personas en la calle, y nadie las nota, son como pequeños insectos atrapados en una red, luchando por sobrevivir, esperando no ser consumidos.
