Académicos

Durante un tiempo de polillas y alcanfor, algunos escritores y poetas vanguardistas iban a mear a la puerta de la Real Academia Española. Era un acto iconoclasta. Eso decían. Francisco Umbral intentó recuperar esa tradición, pero no tuvo éxito. Cuando el de Valladolid intentaba la meada transgresora, el poeta Pere Gimferrer entraba, disimulando su alegría literaria, en la Academia con su melena de paje medieval y la rejuvenecía un poco. Y le quitaba quilos. En aquellos años, la mayoría de académicos eran obesos y calvos, y tal vez por eso ningún joven quería ser académico. Actualmente son muchos los que quieren serlo y ya ningún escritor o poeta cree que una meada coral es un acto revolucionario que sirve para cambiar ciertas cosas. Los turistas también han acabado con la audacia de la meada callejera.

Hace unas semanas, Javier Cercas ingresó en la Academia y al verle vestido con frac, chaleco y pajarita tuve la misma impresión de siempre. El frac, salvo a los hijos de los banqueros y grandes especuladores inmobiliarios, da a la mayoría de escritores y poetas una dimensión fúnebre, como de mortaja. O sea que en todo escritor que sube al atril para pronunciar su discurso de ingreso en la Academia yo siempre veo a un muerto, dicho sea con todos los respetos. Afortunadamente, cuando se despojan del frac recuperan su condición de vivos.

Entrevista Alvaro Pombo Foto Emilia Gutierrez 10/03/2022

 Alvaro Pombo

Emilia Gutiérrez / Propias

 Son muy pocos los escritores y poetas a quienes seguía viendo vivos a pesar del frac ceremonial. Uno de ellos es Arturo Pérez-Reverte, escritor valiente, novelista ameno y gran mitómano, como debe ser, a quien el día de su ingreso en la Academia, pese a su frac, yo veía como un aventurero amigo de Edmundo Dantés, el famoso conde de Montecristo. Siempre que veo al cartagenero, cuya última novela, La isla de la mujer dormida, transcurre en aguas del Egeo, pienso en espadas roperas de taza y doble filo.

El frac da a la mayoría de escritores y poetas una dimensión fúnebre, como de mortaja

Otro de los académicos en quien no vi a un muerto el día de autos es el santanderino Álvaro Pombo, hombre al que siempre imagino rodeado de tías muy lectoras. Pombo acaba de publicar El exclaustrado . Cuando no estaba a dieta, no sé si voluntaria u obligatoria, siempre lo veía como un personaje de Charles Dickens, concretamente Samuel Picwick, el fundador del club que lleva su nombre. Su barba sin bigote recordaba también a un amish de lejanos orígenes alemanes, un amish de esos que aún se mueven en coche de caballos en algunos territorios de Estados Unidos. La barba sin bigote era propia de marinero, de ballenero imaginado por Herman Melville, pero no me imagino a Pombo, culto, irónico y obsesionado con quienes se mueven en patinete, metido en mares y manejando arpones. Mejor, pues, un anabaptista, un amish sentado en el porche de su casa de madera, tocado con sombrero de paja y vestido con camisa y pantalón azul y tirantes.

Pienso que el culpable de que el frac lo asocie con la muerte o la mortaja quizá la tiene el insigne conde Drácula, a quien siempre nos lo han descrito vestido con esa prenda: un frac, pero victoriano.

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