Aproveché el primer día del nuevo año para ver en el cine la película Cónclave , un thriller alrededor de la muerte de un Papa y la oscura elección de su sucesor por los príncipes de la Iglesia. Una notable lucha por el poder entre los poseedores del capelo cardenalicio aparece en la película basada en el best seller del escritor y periodista británico Robert Harris. Todo orientado a la acción, el suspense y las abundantes tramas que se exigen a una superproducción que sea del agrado del espectador norteamericano. La puesta en escena y el trabajo de los actores es magnifico. Pero al final los excesos alejan al filme de la finezza que incluso en los momentos de mayor crueldad atribuimos, al menos a los que nos gustan estos temas, a la Iglesia como institución. Que, como es sabido y para que quede claro, es santa, católica, apostólica y romana. Sobre todo romana, muy romana.

Una imagen de la película 'Conclave'
Debo reconocer que durante un tiempo, equivocadamente, mi opinión sobre Roma no era buena. Había recorrido gran parte del norte de Italia, pero no la había visitado, considerándola una destinación exclusiva para peregrinos. “Signore, che bella ottobrata romana!”, el mejor momento de la ciudad, apuntaba el taxista que me conducía de Fiumicino a Villa Medici, en una de las siete colinas de Roma, para una reunión profesional. Ese verano, 1991, la lectura de Roma, passejar i civilitzar-se , de Xavier Febrés i Rossend Domènech, me había provocado curiosidad y dudas. En la sala de conferencias del primer piso había un gran balcón. Al salir al exterior me agarré instintivamente a la barandilla impresionado por lo que veía. A mis pies, un espectáculo de inmensa belleza. Caí del caballo, como san Pablo.
Al salir me agarré a la barandilla impresionado por lo que veía: un espectáculo de inmensa belleza
En los siguientes quince años viajaría a Roma cada tres meses. Solía citarme con Ángel Gómez Fuentes, corresponsal de TVE, quien debía permanecer en Roma hasta la muerte de Juan Pablo II. Podía declamar de memoria la crónica de la defunción. Igual que sucedía en Las sandalias del pescador , Ángel dominaba el territorio vaticano con discreción y respeto. Un día entrabas en la Capilla Sixtina, otro compartías un ristretto con un redactor del catecismo.
En octubre del 2004 me llevó a cenar a un hotel próximo al Vaticano. Vino también un monseñor. Tomamos spaghetti all’amatriciana, una botella de Dolcetto d’Alba y una copita de grappa. Tras la cena, paseando hacia la plaza de San Pedro nos explicó el motivo real de nuestro encuentro mientras encendía un toscano . “Deben darse un poco de prisa, deberían escoger ya el balcón desde el que retransmitir los actos por la muerte del Santo Padre”. No daba crédito. A continuación fue señalando los que habían alquilado televisiones francesas, alemanas o norteamericanas. Juan Pablo II moriría seis meses más tarde, pero buenos balcones solo quedaban dos. “Monseñor –le dije– usted me acaba de hacer entender de una forma muy práctica qué es la eternidad”.