La Catalunya que hemos heredado es un país dual. A un lado, la metrópoli de Barcelona, densamente poblada, de matriz industrial, vocación cosmopolita y culturalmente diversa. Del otro, una combinación de trama urbana y rural, a menudo relegada a su condición de despensa, segunda residencia y postal turística. Una visión que la ley electoral ha contribuido a consolidar. Un país y dos narrativas, casi dos lenguas y dos universos sociales que a lo largo de los años han convivido dándose la espalda como el agua y el aceite en el escenario hegemónico de la política. Hasta el punto de construir una serie de agravios que no han permitido afrontar con garantías el reto de la cohesión social y el equilibrio territorial.
Hoy eso ha cambiado. Barcelona tiene nuevas necesidades y una de ellas es ampliar su perímetro metropolitano. La capital se ha quedado pequeña y necesita una ampliación inspirada en la adquisición de municipios como la que se produjo entre finales del siglo XIX y principios del XX y que convirtió a Gràcia, Sant Andreu de Palomar, Sant Martí y Sants, entre otros, en distritos de la ciudad. Ahora, sin tanta ambición pero con la misma voluntad, se utiliza con frecuencia el concepto de la Barcelona de los 5 millones de habitantes asociado a una idea de progreso, bienestar y sobre todo de crecimiento. Resulta paradójico que la capital expulsa gente a la vez que tiene la necesidad de ampliar su espacio vital, incorporando a la idea de la Gran Barcelona los 163 municipios más próximos. A mi juicio, debe de ser por algún tipo de interés político o económico que se nos propone avanzar hacia la metropolización de esta Catalunya de los 8 millones de habitantes. Un grave error, desde mi punto de vista y el de muchos otros alcaldes y alcaldesas. Pero, ¿qué se puede oponer a un concepto tan potente y aparentemente tan seductor como pasar a formar parte de la marca Barcelona? Pues otra visión de país que es nueva e histórica a la vez, una visión que es constitutiva y constituyente del propio país. Una mucho más real que esa que parte el país en dos.
Hay que revisar la visión dual de Catalunya basada en coronas alrededor y al servicio de Barcelona
El país no solo tiene una centralidad metropolitana. Y más allá de la más evidente, la del Camp de Tarragona, se pueden identificar en el conjunto del territorio ciudades que, con magnitudes menores, hacen exactamente la misma función de centralidad metropolitana. Lleida, Vic, Manresa, Figueres, Girona, así como las ciudades del Gran Vallès, como dirían los que ven en él una centralidad metropolitana con todos los pelos y señales.
Podemos decidir -algunos quizá ya lo han hecho- que todas estas ciudades son subsidiarias de la Gran Barcelona. Pero otros, muchos otros, lo que vemos cuando miramos el mapa sin el corsé de esta falsa dualidad es un país que tiene un sistema de ciudades y polaridades demográficas que, con una Barcelona que haga realmente de capital del país, pueden impulsar una agenda que permita el desarrollo de políticas industriales, de servicios públicos, de comunicaciones, demográficas y culturales entre otras, realmente eficientes al servicio de la cohesión social y el equilibrio territorial. Barcelona no necesita un programa de anexiones encubiertas para crecer, necesita ser el nodo principal de un país construido en red y no uno de matriz centralista que solo empobrece y despuebla los entornos. Ni es moderno en un mundo globalizado, ni es sostenible ambientalmente ni es justo socialmente. Pero, por encima de todo, es absolutamente contraproducente si queremos un progreso justo y sostenido.

Barcelona, desde el puerto y con la sierra de Collserola al fondo
La Catalunya que tenemos que impulsar es aquella que piensa como un sistema de territorios que se complementan. Territorios con municipios empoderados que ofrecen su singularidad al servicio de un país en el que la decisión de dónde vivir, dónde estudiar y dónde trabajar no se convierta en un fatalismo que castigue al territorio por falta de oferta y de futuro, generando una Catalunya de dos velocidades.
Este año se cumple el centenario de la supresión de la Mancomunitat de Catalunya por el dictador Primo de Rivera. La historia se repite, aunque de forma diferente. El ideal de la Mancomunitat era la Catalunya ciudad como símbolo de prosperidad económica, social y cultural para todo el país. Ni un solo pueblo sin carretera, sin teléfono, sin escuela ni biblioteca. La Catalunya ciudad no quería decir convertir el país en la ciudad de Barcelona. Quería decir asegurar un marco de oportunidades en cada lugar del país, el acceso a la cultura y las comunicaciones en un mundo que ya entonces la tecnología empezaba a empequeñecer. Un programa de modernización del país como una de las principales pulsiones del catalanismo, junto con la de la plena soberanía nacional y la vocación internacional.
El nuestro es un país pequeño, como dice la canción de Llach. Un país que siempre ha hecho muchas cosas porque ha sabido innovar. Si queremos continuar aquel hilo que empezó la Mancomunidad presidida por Enric Prat de la Riba, hace falta que volvamos a hacerlo. Esta vez revisando con serenidad pero con determinación la visión dual de Catalunya basada en coronas alrededor y al servicio de Barcelona y sustituyéndola por otra equilibrada y cohesionada al servicio del conjunto del país y de sus ciudadanos, vivan donde vivan. Un país de nodos interconectados, en un marco de verdadera cooperación territorial que impulse un crecimiento compensado y justo, donde Barcelona se convierta en un aliado y no en una amenaza para la viabilidad social y económica y, por qué no decirlo, del conjunto de potencialidades territoriales que conforman la nación catalana. Barcelona tiene que liderarnos como capital, pero no al precio de invisibilizar el país.