Hoy hace un año que empezaron los eventos de la 37.ª edición de la Copa del América en Barcelona, que transcurrieron hasta el 19 de octubre con la victoria del equipo defensor, el Emirates Team New Zealand, ante el Ineos Britannia. No obstante, tengo la sensación de que ha transcurrido más tiempo. Supongo que a ello ha contribuido el hecho de que las opciones de repetir se desvanecieran justo terminar el evento (hay cosas que no merecen ni tratar de explicar).
La Copa del América transformó la ciudad en el epicentro del deporte náutico en el mundo y se convirtió en la cita deportiva de mayor repercusión económica en Catalunya desde los Juegos Olímpicos de 1992. Según un riguroso estudio de la Universitat de Barcelona publicado a principios de este año, el impacto económico del evento ascendió a 1.034 millones de euros, generó 208 millones en impuestos y casi 13.000 puestos de trabajo.
Es imprescindible mantener una inversión continua y evitar errores del pasado
Diversos factores explican su magnitud: la instalación de las bases de los seis equipos participantes en la ciudad dos años antes, que prolongó la actividad económica vinculada al evento; su larga duración y el complejo despliegue logístico, que involucraron a un amplio número de proveedores locales; y el alto poder adquisitivo de los visitantes extranjeros.
Un elemento clave para el éxito de la Copa del América fue la colaboración público-privada. El alineamiento entre las administraciones públicas y la sociedad civil, movilizada gracias a un conjunto de empresarios y a Barcelona Global, resultó esencial para conseguir traer este evento a Barcelona. Luego, la implicación de grandes patrocinadores nacionales e internacionales permitió que el evento (gratuito y abierto, con 1,8 millones de visitas) estuviera financiado en una gran parte con los ingresos comerciales generados por ACE Barcelona (empresa organizadora). Además, el evento transcurrió de forma fluida y sin generar más tensiones a las ya existentes en una ciudad con vida propia, gracias a la buena coordinación entre todas las administraciones y los organizadores, y a la actitud receptiva de los vecinos de la Barceloneta.
Pero esta competición no solo incrementó la actividad económica de forma inmediata, también proyectó Barcelona al mundo y generó un gran legado para la ciudad. Las icónicas imágenes de los barcos voladores frente al skyline barcelonés llegaron a una audiencia global de 954 millones de hogares, y contribuyeron a reforzar la visibilidad y el atractivo de Barcelona en el mundo como ciudad ligada a la innovación y al deporte de alto nivel, capaz de atraer cualquier competición internacional, como la salida del Tour de France 2026 o la Ryder Cup en el 2031.
En términos de legado, el evento aceleró la mayor transformación del litoral barcelonés desde 1992: más de 120 millones en inversiones público-privadas en el Port Vell y la remodelación integral del Port Olímpic, que quedan ahora como parte del patrimonio de la ciudad. La Fundació Barcelona Capital Nàutica, relanzada con motivo de la Copa, promovió proyectos de vela, sostenibilidad y economía azul, configurando un legado que trasciende la propia competición.
Pero para que estos avances no se diluyan, resulta imprescindible mantener una inversión continuada en todos estos proyectos y en el propio litoral, y evitar errores del pasado, como la precarización del Port Olímpic tras los Juegos Olímpicos. Barcelona demostró, una vez más, su capacidad para albergar grandes eventos y capitalizarlos en beneficio de su economía y proyección global. La clave está en no conformarse con el éxito inmediato, sino en saber aprovechar sus efectos positivos y cimentar un modelo sostenible que refuerce la competitividad y el bienestar de la ciudad a largo plazo.