Victimismo ebrense

Más allá del Ebro

Victimismo ebrense
Josep Garriga

“Más allá del Ebro” –expresión peyorativa a la par que errónea usada para trazar una frontera neuronal entre Catalunya y España– existen cuatro comarcas catalanas: la Ribera d’Ebre, el Montsià, el Baix Ebre y la Terra Alta. Estas comarcas constituyen las Terres de l’Ebre, que, como todo territorio meridional, gustan de un atávico victimismo y lamentación. A ello contribuye esa machacona frase que nos sitúa, a quienes vivimos allí, en un permanente ostracismo mental que nos hunde en un limbo laberíntico entre Catalunya, Aragón y la Comunidad Valenciana.

La antaño demanda de una quinta provincia evidenció ese delirio congénito de los ciudadanos fronterizos que, aun sintiéndose catalanes, deben reivindicar a toda costa su mezcla de genes y su colectiva idiosincrasia. Por eso duele que a los de la Terra Alta, cuando en Barcelona abrimos la boca, nos confundan con leridanos, y a los del Baix Ebre y el Montsià, con valencianos.

Nos incordia que nos bauticen como “los de por allá abajo”, pero nos enorgullece reivindicarnos como tales

Paradójicamente, el único elemento que nos une es ese profundo arraigo a la tierra, tanto que a veces confundimos la vecindad de uso con la propiedad de abuso. Nos importa un rábano que el Priorat o el Penedès se mueran de sed. El Ebro se enmarca en ese concepto acaparador hasta el punto de arrogarnos la potestad de quién merece ser beneficiario de nuestra generosidad. Y el Delta es un bien tan preciado que Dios nos libre de dejar en manos ajenas su conservación. Nuestros vecinos catalanes deben pagar con la misma moneda de una intangible insolidaridad de la que, supuestamente, somos víctimas por el hecho de residir en el sur. Nos incordia que nos bauticen como “los de por allá abajo”, pero nos enorgullece reivindicarnos como tales. Somos, los del Ebro, bipolares y quejumbrosos. Razones, a veces, no nos faltan. La tramontana parece que no mueve parques eólicos, como sí lo hacen el mestral o el garbí, lo que achacamos a la debilidad de los barceloneses por el Empordà o la Cerdanya. En cambio, acercarse a la Terra Alta de noche es adentrarse en un decorado de Encuentros en la tercera fase . El transporte público se limita al bus –allí donde llega–, pues los trenes hace años que dejaron de cumplir su función. Las carreteras, infaustas. Los agricultores, en desbandada. El turismo, incipiente. El paisaje, amenazado. Y los gobernantes, a la suya. Aparte de una competición ciclista, no existe proyecto alguno que aúne a todo el Ebro. Dinero no ha escaseado. Las nucleares han anegado de millones esta zona desde los 80. Pese a ello, nadie ha frenado la despoblación –exceptuando la costa–, atraer industria, ni siquiera la vinculada a los productos autóctonos, ni fomentar el emprendimiento. Los hemos derrochado en fanfarrias. Como podría suceder con los 800 millones del Fondo de Transición Nuclear, con un destino casi ignoto, a repartir entre 185.000 habitantes. En otros lares se frotarían las manos. Aquí seguiremos con nuestro mantra quejicoso.

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