Paraísos fiscales y corrupción

Durante años, esconder patrimonio fue casi “cosa de niños”. Bastaba con una sociedad en Panamá, una cuenta en Suiza o una estructura en algún país de jurisdicción laxa para que el dinero desapareciera del radar. Hoy, la situación es diferente. Las investigaciones patrimoniales son más precisas, los datos vuelan entre países, y los paraísos fiscales, aunque aún operativos, ya no ofrecen el blindaje absoluto de otros tiempos. Aun así, el dinero opaco sigue buscando rincones donde la ley apenas entra.

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Unidad de la Policía Nacional 

Policía Nacional

Las razones para ocultar activos son tan variadas como predecibles: evasión fiscal, ocultación de bienes en procesos judiciales, fraudes societarios, operaciones encubiertas o herencias conflictivas. Pero hay una causa estructural que no se puede obviar: la corrupción. Desde comisiones ilegales hasta desvíos sistemáticos de fondos públicos, la corrupción necesita —y siempre ha necesitado— mecanismos financieros capaces de borrar huellas. Sin estructuras opacas, sin territorios que garanticen el anonimato, gran parte de esa corrupción no sería viable. Y eso es precisamente lo que ofrecen muchos de los llamados paraísos fiscales: discreción, poca supervisión y, en algunos casos, una total indiferencia ante el origen del dinero. ¡Ah! y necesitan blanquearlo. Delito que aparecerá en los medios muy pronto. En cuanto encuentren el dinero.

Panamá es quizá el ejemplo más paradigmático. Durante décadas ha funcionado como epicentro de sociedades offshore, muchas de ellas creadas sin exigir ni siquiera que se revele la identidad del verdadero beneficiario. Aunque el país ha intentado limpiar su imagen desde las filtraciones de los Panama Papers, y ha mejorado sus leyes en materia de transparencia, la realidad es que muchas estructuras siguen operando allí con un nivel de opacidad notable. La cooperación con otros países existe, pero es selectiva y muchas veces lenta, especialmente si no hay presión política o mediática.

Suiza, por su parte, lleva años intentando sacudirse el estigma de su legendario secreto bancario. Ha firmado acuerdos de intercambio de información, pero no ha renunciado del todo a la cultura del sigilo financiero. Si bien hoy es más difícil abrir una cuenta en Suiza sin justificar su origen, muchas fortunas siguen allí, escondidas tras capas legales perfectamente diseñadas para resistir el escrutinio.

Luego están los nuevos actores, como Armenia, que ha empezado a posicionarse como un destino financiero emergente. Con una regulación flexible, una supervisión débil y escasa presión internacional, este país del Cáucaso ofrece un entorno ideal para transferencias discretas y estructuras fiduciarias sin demasiadas preguntas. Su nivel de cooperación internacional es, de momento, limitado. No figura en listas negras formales, pero sí genera preocupación en los círculos especializados.

Las investigaciones patrimoniales nacen precisamente para desenmascarar estas estrategias. Su función es poner nombre y apellido a bienes que aparecen a nombre de sociedades pantalla, testaferros o familiares sin relación directa. Se trata de un trabajo técnico, pero también interpretativo: leer entre líneas, identificar incoherencias entre el nivel de vida y los ingresos declarados, y seguir rastros bancarios, fiscales y jurídicos por varios países. En los últimos años, gracias al cruce de bases de datos, al análisis financiero avanzado y a una mayor cooperación internacional, estas investigaciones están ganando efectividad.

Y, sin embargo, el desafío sigue siendo inmenso. Por cada jurisdicción que se abre a la transparencia, otra aparece ofreciendo nuevas garantías de discreción. Por cada banco que cierra sus puertas al dinero opaco, hay otro dispuesto a abrirlas. La globalización financiera facilita tanto los flujos legítimos como los ilegítimos. Y mientras los Estados operan bajo acuerdos internacionales, muchos intermediarios actúan por libre, optimizando esquemas de ocultación para clientes que no quieren ser encontrados.

Lo que está en juego no es solo dinero. Es la confianza en el sistema. Cuando un ciudadano ve que alguien con poder o recursos logra mover millones sin dejar rastro, mientras a él le embargan por una deuda mínima, el mensaje es devastador. La corrupción, la evasión y la impunidad erosionan la credibilidad de las instituciones y alimentan el cinismo social.

Lo que está en juego no es solo dinero. Es la confianza en el sistema. Cuando un ciudadano ve que alguien con poder o recursos logra mover millones sin dejar rastro, mientras a él le embargan por una deuda mínima, el mensaje es devastador”

Pero no todo son malas noticias. Las grandes filtraciones —Panama Papers, Paradise Papers, Pandora Papers— han expuesto públicamente cómo operan estas redes y han forzado reformas legislativas en decenas de países. La presión ciudadana, la labor de periodistas de investigación y el esfuerzo de algunas autoridades fiscales están cambiando el terreno de juego. Hoy, ocultar dinero ya no es tan sencillo como antes. Sigue siendo posible, pero es más arriesgado, más costoso, más visible.

El dinero oculto siempre va a buscar refugios internos o externos. Pero cada vez hay más faros apuntando a esos refugios. Y esa luz, aunque no siempre suficiente, es más fuerte que nunca. Porque quien oculta dinero, casi siempre lo hace por algo. Y cuando ese algo es corrupción, el daño no se mide solo en euros: se mide en desconfianza, desigualdad y desprotección. No se trata solo de perseguir delitos económicos. Se trata de proteger nuestro estado de bienestar, ganado con sudor —y alguna lágrima— hace décadas.

El mundo ha cambiado. La opacidad ya no es garantía de seguridad. La transparencia, en cambio, empieza a ser contagiosa. Y esa es, quizás, la mejor noticia en medio de tanta sombra. No puede haber paz para los corruptos, ya que un solo político corrupto ya son demasiados.

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