No es un éxodo masivo, de momento, pero sus cifras son lo suficientemente elocuentes como para señalar una tendencia: un número creciente de valencianos está haciendo las maletas para encontrar algo tan elemental como un hogar asequible en los municipios cercanos a la capital. Los datos recientes del Ayuntamiento son reveladores. Durante el último trimestre de 2024, el saldo migratorio entre la ciudad y la comarca de l’Horta fue negativo: 2.704 personas dejaron Valencia para instalarse en el área metropolitana, mientras que solo 1.942 hicieron el camino inverso. Este éxodo de corto recorrido es la crónica de un desarraigo forzado por la lógica implacable del mercado.

Un grupo de turistas aguarda junto a una fuente en el centro de la ciudad
Valencia está de moda. Es innegable y, en muchos sentidos, una excelente noticia. La ciudad bulle con una vitalidad renovada, atrae talento, inversión y un turismo que llena las calles. Sin embargo, como bien saben otras capitales europeas que han recorrido esta misma senda - Barcelona, Ámsterdam o Venecia—, todo éxito tiene un precio. La ciudad, ese organismo vivo hecho de personas y de historias, corre el riesgo de convertirse en una mera mercancía, un producto de lujo en el escaparate global, como bien apunta Vicent Molins en Ciudad clikbait.
Esta mercantilización beneficia a un sector muy concreto de la economía: los rentistas, los fondos de inversión y toda la industria que orbita en torno al turismo. Pero la otra cara de la moneda es la expulsión paulatina de la población local. Los precios del alquiler y de la vivienda en venta han alcanzado cotas que resultan inasumibles para una gran parte de los valencianos, especialmente para los jóvenes, como demuestran las estadísticas: más de la mitad de los que abandonan la ciudad tienen menos de 35 años.
Lo más doloroso de este fenómeno es que no solo se manifiesta en la migración hacia la periferia. Se produce también un exilio interior. Amigos y conocidos relatan cómo sus barrios de toda la vida, sobre todo en el centro histórico, han perdido su geografía humana, su tejido social, para transformarse en un decorado de apartamentos turísticos y franquicias impersonales. La vida comunitaria se desvanece, las tiendas de proximidad cierran y el vecino es sustituido por un turista de paso. Se pierde el alma del lugar.
Porque una ciudad sin sus gentes, sin su memoria y sin su identidad, corre el peligro de convertirse en un hermoso parque temático, pero habrá dejado de ser una ciudad”
No se trata de caer en una crítica agria ni de oponerse al progreso. Se trata de describir una realidad compleja y de advertir sobre sus consecuencias. El gran desafío para Valencia es gestionar su éxito sin morir de él. Encontrar el delicado equilibrio que permita a la ciudad seguir siendo un polo de atracción internacional sin dejar de ser un hogar para sus ciudadanos. Porque una ciudad sin sus gentes, sin su memoria y sin su identidad, corre el peligro de convertirse en un hermoso parque temático, pero habrá dejado de ser una ciudad. Y ese, sin duda, sería el precio más alto a pagar.