Antonio Martín había sido carpintero desde los catorce años, cuando su padre, un hombre severo de bigote gris, lo puso a lijar tablas en el taller familiar hasta que los dedos le sangraran. “Así se aprende”, le decía. Y Antonio aprendió. Aprendió a tallar la madera con paciencia, a escuchar sus vetas como si fueran historias, a construir mesas y sillas que durarían más que sus dueños.

Dos ancianos mirando un estanque en un parque
Ahora, a los setenta y ocho años, sus manos seguían siendo fuertes, aunque los nudillos se le hinchaban con el frío y el pulgar derecho, torcido por un martillazo mal dado en 1972, le dolía cuando la lluvia se acercaba. Vivía solo en un pequeño apartamento en el tercer piso, lleno de fotos enmarcadas de su difunta Carmen —su risa congelada en blanco y negro— y de estantes que él mismo había construido, donde guardaba libros que ya no leía y herramientas que ya no usaba.
Yuan Chen había nacido en un pueblo cerca de Shanghai, donde el río olía a pescado fresco y los tejados de las casas se inclinaban como espaldas cansadas. Había sido profesor de matemáticas, aunque nadie en Valencia lo sabía. Aquí solo era “el abuelo de la tienda”, el viejo que ayudaba a su hijo Li a acomodar latas en el supermercado familiar. Llevaba diez años en España y aún no dominaba más que “hola”, “gracias” y “demasiado caro”. Pero en su bolsillo guardaba un cuaderno azul de dibujo, donde trazaba con tinta negra los paisajes de su memoria.
Antes del té y de los pájaros de madera, hubo semanas de observación silenciosa. Antonio, que había pasado la vida escuchando el lenguaje de la madera, reconoció en la mirada del hombre chino una atención similar hacia las ramas del olmo, como si leyera en sus nudos una historia. Yuan, que entendía la belleza de los ángulos y las líneas, apreció la precisión con que el español se sentaba cada día, exactamente en el mismo lugar, un punto fijo en un mundo caótico. Se reconocieron como dos relojes antiguos que, a pesar de todo, seguían dando la hora con una puntualidad impecable.
Con los meses, sus encuentros se volvieron un ritual. Antonio empezó a llevar dos servilletas de tela para limpiar el banco antes de sentarse. Yuan, por su parte, aprendió a preparar té de jazmín en un termo pequeño, y aunque Antonio al principio arrugaba la nariz, pronto esperó con gusto aquel sabor floral y exótico.
Una tarde, mientras Yuan dibujaba y Antonio lijaba un trozo de madera, un grupo de adolescentes pasó con la música resonando desde un altavoz portátil, una cacofonía de ritmos electrónicos que hizo vibrar el aire. Los miraron de reojo, a los dos viejos sentados en silencio, y uno de ellos soltó una risita, como si contemplaran una estampa de otro siglo. Ni Antonio ni Yuan levantaron la vista. Para ellos, el único sonido relevante era el roce del lápiz sobre el papel y el susurro de la lija sobre la madera, una música mucho más antigua y comprensible.
Ese mismo día, Antonio terminó de tallar un pequeño pájaro de un trozo de pino. Se lo entregó con una reverencia cómica. Yuan lo examinó, girándolo entre sus dedos, y de pronto sacó su cuaderno. Con tres trazos precisos, dibujó a Antonio concentrado, con la lengua asomando entre los labios como un niño. Antonio rió hasta que le dolieron las costillas.
Fue en enero cuando Antonio faltó por primera vez. Yuan esperó una hora, dos, mirando hacia el edificio de ladrillos donde sabía que vivía el español. Al tercer día, pidió a su nieta Lúa, de 14 años y español fluido, que lo acompañara.
—”Abuelo dice que quiere saber si estás enfermo”, tradujo la niña, balanceándose sobre sus zapatos con luces.
Antonio, pálido y envuelto en una bata raída, los hizo pasar. El apartamento olía a mentol y sopa recalentada. Yuan no necesitó palabras: llenó una olla de agua, sacó hierbas secas de su bolsillo y preparó una infusión que hizo muecas a Antonio pero que, momentos después, le bajó la fiebre.
Mientras el español dormitaba, Yuan recorrió la sala con la mirada. Vio la foto de una mujer sonriente de pelo oscuro en un marco de nogal. Él tenía una foto casi idéntica de Meiling en un marco de bambú a miles de kilómetros. Vio las herramientas de carpintería, ordenadas por tamaño en un estante, y pensó en sus propios pinceles y tarros de tinta, dispuestos con el mismo cuidado maniático. No, no es que todos los viejos fueran iguales. Es que él y aquel hombre, separados por un mundo entero, habían construido refugios idénticos contra la misma clase de olvido.
Para abril, Antonio había recuperado su rutina. Yuan, por su parte, empezó a faltar algunos días. Una mañana, Antonio lo encontró en el banco con las manos temblorosas, mirando una carta en caracteres chinos.
—¿Mala noticia? —preguntó Antonio.
Yuan asintió, lentamente. Luego señaló hacia el este, hacia el sol naciente. Alguien había muerto. Alguien lejano.
Esa tarde, Antonio talló otro pájaro, esta vez con las alas abiertas, como si quisiera darle a la pena de su amigo una forma de volar. Se lo dio a Yuan, quien lo sostuvo contra su pecho como si fuera algo sagrado.
Pasaron los meses.
Fue Lúa quien llegó corriendo al parque una tarde de junio, con los ojos hinchados.
—”Abuelo Yuan se durmió para siempre”, dijo, usando el eufemismo que los adultos le habían enseñado.
Antonio no se sorprendió. Los últimos días, Yuan había estado más quieto, como si ya empezara a despedirse.
—”Él quería que usted tuviera esto”, agregó la niña, entregándole el cuaderno azul de dibujos.
Antonio lo ojeó con dedos temblorosos. Allí estaban todos sus momentos: él comiendo turrón, él tallando madera, los dos sentados en silencio bajo la lluvia. En la última página, un bosquejo del banco vacío, con una inscripción en chino que Lúa tradujo:
“Para mi amigo, que no necesita palabras para entenderme.”
Ahora, Antonio va al parque dos veces al día. Por la mañana, se sienta en su lado del banco. Por la tarde, en el de Yuan. Los vecinos murmuran. “Pobre Antonio, ya chochea, habla solo”, dicen al verlo gesticular hacia el asiento vacío. Pero Antonio sabe que no es así. Porque cuando cierra los ojos, no solo recuerda; escucha. Oye el roce de una manga de tela azul junto a él, el sonido imaginado de un lápiz sobre papel, el suspiro compartido de dos hombres que vivieron demasiado y, al final, uno inició el último viaje.
Antonio va al parque dos veces al día. Por la mañana, se sienta en su lado del banco. Por la tarde, en el de Yuan. Los vecinos murmuran. “Pobre Antonio, ya chochea, habla solo”, dicen al verlo gesticular hacia el asiento vacío”
Y entonces, él responde, en el único idioma que importa, el de los gestos. Levanta el pájaro de madera con las alas abiertas y lo inclina hacia el sol, mostrándole a su amigo cómo emprende el vuelo en la luz de la tarde. Y en esos momentos, el banco no está vacío. Es una conversación que aún no ha terminado.